VIII
—¡Se lo dije, maestro, se lo dije! —casi lloriqueó Ortiz, viendo como los «mono-sabios» retiraban de la arena el cuerpo ensangrentado del banderillero—. ¡Ese maldito bicho está «resabiao»...!
Al «Torrente» tampoco le gustaban las cosas. Pensó que lo mejor sería quitarse de en medio aquel morlaco cuanto antes... ¡Y que se fuera la oreja al diablo!
Nada, nada, un par de mantazos y sablazo al canto. Muleta en mano se dirigió al bicho... y apenas lo miró a los ojos, comprendió las razones de su peón. La expresión de aquellas pupilas era aterradora. Le invadió la extraña sensación de que eran casi humanas...
La muchedumbre rugía, cubriéndolo de improperios, ante sus descaradas huidas... ¡Un buen toro como aquél, un ejemplar tan bravo, estropeado por aquel maldito miedoso! Aliñó la muleta y se perfiló para matar...