III

Serené mi marcha conforme ascendía hacia donde se erguían las ruinas del castillo. Mi ánimo había variado de modo singular e incomprensible. El nombre de Roberto Gray, no olvidado todavía, significaba mucho menos, ahogado por lo que iba descubriéndoseme. Me sentía más y más gozoso, cada vez más fuera de mí mismo; más dentro, en cambio, de algo, de alguien que se iba desvelando y que bien comprendía que era tan mío como yo, como Roberto Gray. Vinieron a mi mente canciones y músicas del todo nuevas que, sin embargo, brotaban de mi interior. ¡Roberto Gray no las había oído nunca y yo las cantaba!

Por una amplia puerta, penetré en el patio de armas, subí por un camino de ronda. La hiedra de los muros parecía saludarme, era como si las piedras se alegraran de mi vuelta. Llegué al torreón y me asomé a la barbacana. Atalayé hasta donde se perdía el paisaje. El río formaba aquel meandro que rodeaba a la ciudad por el Este, tan amado por mí. No por Roberto Gray, comprendedlo, sino por el otro, que aún no sabía cómo se había llamado. ¡Cómo «me» había llamado! Porque el otro era yo y yo no era yo... Decidme que sí, que lo entendéis... Por aquella parte, contorneaba la ribera un sombrajoso paseo de plátanos, del que subían hasta las almenas donde me encontraba aromas, rumores y memorias como puñales. Todos se me iban clavando y, según viejas imágenes encajaban de nuevo en el lugar que, ya no podía dudarlo, ocuparon en tiempos, me fui sintiendo enfermo. Las fuerzas me abandonaban, me latían las sienes; no podía separarme de aquel mirador y, sospechando que, al final, habría algo siniestro, algo que mejor sería olvidarlo, deseaba volver a ser el Roberto Gray sin grietas de antes. Grietas por las que me estaba desmoronando, por las que se desprendía mi personalidad de Roberto Gray como si ésta hubiera sido solamente algo superficial, añadido por los años. Personalidad de aluvión que el tiempo podía volver a llevarse, a arrastrar, como antes la trajera. La verdad estaba dentro, al fondo de aquel camino. Cuanto me rodeaba hurgaba sin piedad en mi espíritu atormentado y aún desdoblado. La ciudad despertaba en mí viejos y olvidados arrebatos líricos: cómo sonaban, acompañadoras, lejanas, las campanas; cómo ascendía el aliento, lleno de ternura, del río; cómo aleteaban las hojas, las aturdidas hojas del otoño, en los árboles. Ni uno solo de los elementos que integraban el contorno y lo que, más allá, se columbraba, dejaban de trabajar intensamente contra mí. Luchaban con resolución, con tenacidad humana, para que yo volviera a ser del todo aquél que allí había vivido, amado y, con seguridad, muerto.

La idea de la muerte, entrelazada con la del amor, me produjo otra nueva inquietud. De un instante a otro iba a recordar otras escenas, otras personas. Permanecí sin moverme, sudando copiosamente, fijos los ojos y la atención en aquella paulatina revelación que se extendía a mi alcance; acechando lo que se me desvelaba dentro, escuchando la voz que hablaba en mi interior. Ajeno por completo a otros paseantes que habían llegado, como yo, a la barbacana; a dos que se hallaban muy cerca, uno de los cuales no dejaba de mirarme con insistencia.

Entonces, como en un súbito relámpago, la vi, fui reviviéndola paso a paso, entre congojas, y envuelto el recuerdo en un frenesí creciente que se agigantaba con cada minuto. Las escenas se confundían en mi mente, como en un caleidoscopio. La tenía entre mis brazos, riendo feliz; bailaba con ella; paseábamos juntos por aquella orilla que veía abajo, a la sombra de los plátanos. Sentía la increíble y rara felicidad de revivir fechas dichosas sabiendo simultáneamente que ya no podían existir ni retornar en su plenitud. Padecía la tortura de la intemporalidad, de experimentar superpuestos, simultáneos, dolores y ansias que tuvieron un orden cronológico al producirse y pudieron soportarse porque no llegaban juntos sino uno tras otro.

Me embriagaba el amor, pero no había dulzura en aquella embriaguez. La seguridad de que aquéllo acabó mal, la certeza de que acabó y no podría volver ni repetirse, me lo impedían. Si es posible sentir a la vez la alegría más alta y la más profunda pena, yo las sentí. Y esa mezcla, ese convivir de situaciones espirituales tan dispares me rompía, como si mi pobre corazón se hallara amarrado a un quimérico y absurdo potro de tormento o tirasen de él en varias direcciones a la vez locos caballos enfurecidos. Asomados a la barbacana, habíamos estado los dos, contemplando el paisaje que se reflejaba en los ojos del otro. Sí: ella tenía los ojos color azul oscuro; impenetrables, hondísimos. Los estaba viendo. Veía su mirada cayendo sobre mí, como lluvia refrescante y consoladora. Su brillo de los momentos apasionados; la embriagadora promesa que contenían, el mensaje que uno está siempre esperando recibir.

No conseguía penetrar por completo el misterio que aquello significaba. Tras los instantes felices revividos por mi memoria, había solamente una nube espesa, mis recuerdos no brotaban, no acababan de decírmelo todo. Pese al temor de conocerlo, intentaba concentrarme para que llegara a mí. Era como una cuesta abajo. Ya no podía detenerme en aquel rodar hacia el saberlo todo, hacia el recobrarlo todo; pese al inmenso miedo que se interponía en el camino de la revelación. Pero no en vano se trataba de algo mío, que integraba mi yo: tenía derecho a saberlo. Miré en torno, buscando un indicio más, algún otro factor desencadenante que despertara mi dormida memoria. Y, por desgracia, lo hallé. A la derecha, unos pasos más allá, la barbacana se interrumpía y había un hueco desde el suelo, capaz para que por él pasara un cuerpo humano. Entonces, vi el resto. La vi a ella caer y estrellarse abajo, sin salvación posible. ¡Y yo la había empujado deliberadamente! Lancé un grito agudo porque, de modo repentino, se me representó la terrible escena con claridad. Contemplé mis manos, que estaban llenas de sangre, de la sangre del otro, del hombre al que ella amaba y había matado yo. Me apoyé en la piedra sollozando. Debían ser sucesos de muchos años atrás —¡y yo tenía sólo diecinueve!—, pero a mí se me aparecían actualísimos.

Una mano se abatió sobre mi hombro. Y escuché la voz de uno de aquellos hombres que desde hacía rato me miraban:

—Ahora tengo la seguridad de no haberme equivocado. Parece imposible, pero no es el primer caso de hombre de cuarenta años que conserva cara juvenil. Te dimos por muerto; pero Dios ha querido que volvieras al lugar de tu crimen, Joseph Polaceck.

Intenté huir, ante aquella última revelación. Pero permanecí quieto, sin poder dar un solo paso. Sólo balbucí, con una voz que no me reconocía:

—Se equivoca usted. Yo soy Roberto, Roberto Gray. No sé quién es ese Joseph Polaceck de que me habla. Mi aprehensor estaba pensativo, un tanto perplejo.

—Reconozco que es sorprendente. Pero eres tú, estoy seguro. Hasta la voz te denuncia. Siempre me he acordado de los criminales que he perseguido.

—Tengo documentos, tarjetas de identidad... Saqué el pasaporte, que me acreditaba además como extranjero, como ajeno a aquel país.

—Vea, vea. Está en regla. Lo rechazó, moviendo la cabeza.

—Esto, Joseph Polaceck, sólo significa que, además de asesino, con el tiempo, te has hecho falsificador. Sin embargo, tendrás bastante con lo primero. Sobre ti pesa sentencia firme. De muerte. ¿Lo habías olvidado, Joseph Polaceck?

Aquel hombre me miraba con odio y a la vez fríamente. Era sin duda de la clase de sujetos de los que no puede uno zafarse, porque a la pasión de ánimo unen un cerebro claro y resuelto.

—¡No! ¡No! Se equivoca usted, señor Ostovic...

Un sudor helado me envuelve todavía ahora al escribir esto, cuando recuerdo la sonrisa sardónica del hombre y su acento insinuante, deliberadamente lento, al decirme:

—Y, si yo me equivoco, ¿cómo sabes mi nombre? ¿Lo llevo escrito en alguna parte, hijo?

Me cogió con rudeza y hube de seguirle. Todo me estaba traicionando.