LA LEGIÓN DE LOS MALIGNOS

E. Jarnés Bergua

Si un solo XZ es capaz de producir verdaderos estragos, ¿de qué no serán capaces varios cientos de miles? La advertencia que nos hace el protagonista de esta historia es ligeramente cínica, producto quizá de una frustración, pero digna de tener en cuenta.

Venga, querido amigo. Quiero prevenirle contra un maldito demonio. Aquí, en este rincón del jardín estaremos a cubierto de los curiosos. Le contaré algo que nadie quiere creer. Si me oyeran repetirlo empezarían otra vez con sus recelos y sus tontas precauciones contra mí. Sentémonos en este banco y nadie nos verá. Es necesario tener cuidado, porque hay muchos condenados necios yendo y viniendo por las avenidas.

Es posible que usted tampoco me crea, pero yo cumplo con mi deber advirtiéndole. Lo cierto es que la Tierra está invadida desde hace miles de siglos por unos seres diabólicos, venidos de otro planeta, muy sutiles. ¡Oh, no se ría, por favor! No sea tan insensato como los demás. Yo no estoy hablándole de fantasías descabelladas, con individuos extraterrestres llegados a nuestro planeta para destruir a la Humanidad.

Yo le hablo de una legión de seres que vinieron por curiosidad científica, como exploradores del espacio, y que aquí se convirtieron en una legión de pervertidos y malignos sinvergüenzas. Si nos libráramos de ellos, la Humanidad sería más feliz. Pero no consigo ayuda oficial. Ni credibilidad. Créame o no, escúcheme. Luego haga lo que quiera. Mi conciencia quedará tranquila.

Esos seres existen. Yo he tratado con uno. Le diré lo que pasó, pero antes debo explicarle quién soy.

Me llamo Loo. Ya me ve. Tengo aspecto normal. Quizá un poco delgado. Y un tanto pálido, debido a que siempre me ha gustado vivir honestamente recogido en mi casa y dar algún paseo nocturno y tranquilo, cuando no hay aglomeraciones ni apresuramientos en las calles. Ahora me obligan a pasear durante el día por este jardín. Es inicuo. No hay derecho a tal atentado contra la libertad personal y los gustos individuales.

Ya me ve. No soy apuesto, pero tampoco desagradable. Algunos me consideraron antipático, por mi carácter retraído. Sin embargo mi carácter es comunicativo cuando lo creo necesario, como ahora. Y todavía estoy en edad de relativa juventud. Como nunca he sido ambicioso, me conformaba con vivir de mis rentas modestas en un pisito con dos habitaciones exteriores, una cocina y un baño con pequeñas ventanas a un patio... Y nada más. ¡Oh, sí! Un pasillo corto en el cual, una de las paredes, sin ventanas, era muro ciego de otro patio al que daban unos apartamentos interiores del mismo edificio. Concretamente los correspondientes a la letra C de cada planta. Mi apartamento era el B de la quinta y última.

Le doy estos detalles porque de algún modo influyen en mi relato, y porque así podrá comprender mejor la situación y se dará cuenta de que todo lo que digo corresponde a la realidad.

Mis costumbres eran muy tranquilas, procurando no molestar a nadie. Yo no soy como tantos otros que se dedican a lograr altos puestos o mujeres o dinero. Con las mujeres he sido siempre muy respetuoso. Cierto que me hubiera gustado advertir simpatía por mí en alguna de ellas, pero de ningún modo me atreví jamás a ser impertinente ni a molestarlas con atrevimientos. Claro que a veces hubiera deseado ser un poco más audaz, moderadamente osado, para lograr algunas atenciones femeninas, pero he preferido siempre la discreción civilizada y cortés.

Por ejemplo, en el caso de Lunia... Lunia era mi vecina de piso. Ella vivía en el apartamento C. Me gustaba Lunia. Confieso que me gustaba Lunia. Y mucho. Pero, siempre fiel a mis principios, me limitaba a mirarla respetuosamente cuando nos encontrábamos en el portal o en el rellano.

También he de confesar que yo procuraba tales encuentros. Y la saludaba con reverencia. Incluso le decía «buenos días» o «buenas tardes». Ella contestaba muy educadamente, recatadamente, sonrojándose y bajando la cabeza. Porque Lunia era una mujer extraordinariamente virtuosa. Tanto, que, a pesar de ser bella, estaba soltera. De mi edad más o menos. Vestía con honestidad casi excesiva. Desde el cuello hasta media pantorrilla, mangas hasta las muñecas, el cabello recogido en un moño tras de la nuca. Y siempre con vestiduras holgadas y tupidas, aunque tenía un maravilloso cuerpo de Venus. Bueno... Más tarde le diré cómo pude saber esta delicada circunstancia.

El caso es que no conseguía establecer más amistosa relación con Lunia. Por eso, un día decidí escribirle una carta confesándole mi admiración y mi reverente amor. Con esta torpeza obtuve un efecto contrario. Lunia pasaba junto a mí con más prisa que antes, encogiéndose y murmurando un saludo en azarado siseo. Por fin, a medida que mis cartas se fueron haciendo más frecuentes, incluso suprimió el siseo. Entonces comencé a enviárselas por correo, en vez de echárselas por debajo de la puerta. De este modo, atisbando prudentemente, la veía cuando abría su cajetín para correspondencia en el portal, y cómo cogía nerviosamente mi carta, y cómo se la guardaba con rápido gesto, asustada.

Por lo demás, mi existencia se consumía en la paz de mi piso, leyendo, admirando arte. Porque ha de saber usted que mi afición por la literatura y las artes plásticas es uno de los dos únicos recreos de mi existencia. El otro es el estudio de la condición humana. Pero ambos especialmente limitados al amor y a la belleza femenina.

Por eso, en mi piso tengo muchos libros de tal especialidad. Unos son de literatura amorosa, muy bien ilustrados con fotos y dibujos parte de ellos. Otros no tienen texto, sino grabados respecto al tema del amor. Hay también álbumes de fotografías. Ya he dicho cuan entusiasta soy del arte. Y no existe nada más artístico y atractivo que el cuerpo femenino. Días enteros he pasado en la paz de mi casa leyendo libros y contemplando grabados. ¿Puede haber algo más culto e inofensivo? Pues ya ve qué injusticia. Esto precisamente ha sido uno de los motivos para que no hayan creído mi aviso respecto a la legión de malignos seres extraterrestres, y de que me hayan traído aquí.

Además, mis películas. Poseo un proyector y muchas películas de amor o de belleza femenina. ¿Qué tendrá que ver esto con XZ? Luego le diré quién es el maldito XZ.

El otro recreo de mi existencia es el estudio de la condición humana. Como carezco de posibles económicos para mayor amplitud de observación científica, he tenido que limitarme a mis alrededores. Con paciencia y tesón he procurado averiguar en qué momento del día o de la noche podía tener interés humano escuchar a través de los tabiques, y en qué lugar exacto de cada pared se oía el vivir de cada vecina pareja. Y esto lo completaba con excursiones nocturnas por campos y parques. He llegado a caminar como un fantasma, y sé contener la respiración durante mucho rato.

Ahora comprenderá que mis dos aficiones, unidas a mi amoroso sentir hacia Lunia, me dieron la idea de construirme un observatorio secreto. Necesité hacer infinitos mi paciencia y mi tesón para adelgazar sin demasiado ruido la pared maestra del pasillo en un sector de medio metro cuadrado, hasta que sólo un papel me separó del patio. Luego practiqué unos agujeros diminutos entre las junturas de lo que aún quedaba de los ladrillos. Desde las ventanas de enfrente —las de los apartamentos C—, no se podían descubrir tales agujeros. En cambio, yo sí veía perfectamente la habitación de Lunia, bastante bien la del cuarto piso, y en parte la del tercero.

Esta última carecía de interés. La del cuarto correspondía a una pareja muy interesante. La del quinto era el dormitorio de Lunia. Como no tenía ventanas enfrente, mis vecinos de los apartamentos C no imaginaban la posibilidad de que hubiera un observador, de modo que no tomaban precaución alguna.

Supe así qué maravilloso cuerpo escultural tiene Lunia, aunque mi amada era casi tan recatada en soledad como en público. ¡Lo que hube de sufrir entonces...! Sólo muy raras veces lograba yo un espectáculo satisfactorio. Se ponía un inmenso camisón incluso antes de quitarse el vestido. ¡Qué habilidad...! Pero, eso sí, me deleitaba viéndola rezar fervorosamente, arrodillada, cada noche. No hubiera jamás apartado de ella los ojos, a no ser por la atención que la pareja del cuarto me robaba.

Y así supe también que no tiraba mis cartas. Las leía, y pensativamente, melancólicamente, las guardaba en un cajón. Lo cual me animó a escribirle otras, más apasionadas. Por fin, una resultó tan ardiente que su pudor no fue capaz de resistirla. Después de leer, la dejó caer al suelo. Estaba nerviosa y asustada. Se retorcía las manos...

Rezó, se acostó, apagó la luz... Yo me dediqué al cuarto piso. Pero me sorprendió Lunia porque de nuevo encendió la luz y, con tanta precaución como si quemara, recogió la carta y volvió a leerla. Por tercera vez lo hizo, pero ahora tendida sobre la cama. Después de reflexionar durante un rato, la quemó, aterrorizada de repente, y lloró y rezó de rodillas hasta media noche.

Así estaban las cosas cuando conocí al XZ.

Fue al día siguiente.

Hay una terracilla en mi apartamento. Pequeña, muchas y espesas plantas para ocultarme con los prismáticos, y una barandilla de hierro forjado. ¿He dicho que tengo también un gato? Bien: Pues tengo un gato grande, negro, reluciente, muy manso y dormilón. Era verano y mediodía. Caluroso. Estábamos el gato y yo tendidos, él junto a la barandilla de hierro pulido, bajo un macizo de geranios; yo bajo el marco de la vidriera, en una mecedora. No dormía. Se lo juro. Créame que no dormía cuando...

Un rumor. Un suave zumbido. Parecía de un moscardón, y lo busqué con la mirada. Continuaba el gato adormilado. De pronto, lo descubrí. No era un moscardón. Era un huevo. Se lo juro.

Sí. Un huevo grande, doble que uno de gallina. Y brillante. De color castaño claro y con una especie de aureola. Volaba, revoloteaba entre los hierros de la barandilla, arrastrando tras de sí una cola luminosa, como la de un cometa. El gato seguía dormitando.

De repente, el huevo se detuvo, suspendido en el aire, en la parte interior de la barandilla. Pude observarlo bien. Era de superficie granulosa con gruesas arrugas. Estuvo así un largo rato, durante el cual tuve certeza absoluta de que alguien me observaba, me contemplaba, me acechaba. El gato se revolvió, inquieto, como alarmado por una sensación semejante. Y me llegó... digamos el eco de un pensamiento:

«Aquí hay dos distintos. Probaré con uno de ellos.»

Cayó el huevo al suelo y se abrió en dos mitades que se consumieron en rápida evaporación, dejando sólo una luminosidad rojiza en forma de hongo. Aquella seta de luz estaba compuesta por una masa de partículas en ebullición muy lenta. El gato lo miraba con ojos espantados. No retrocedió cuando el hongo se trasladó hacia él, envolvió su cabeza y se le metió dentro en un portentoso fenómeno de osmosis.

Yo estaba inmóvil, fascinado por tal espectáculo prodigioso. Le juro que así ocurrió. Y que no hay mentira en todo lo que sigue. Lo recuerdo muy bien. ¿Cómo podría olvidarme de un solo detalle si aquello fue el comienzo de la revelación más asombrosa que haya tenido jamás hombre alguno?

El gato se tranquilizó, giró la cabeza despacio, mirando cada planta y objeto con una serena curiosidad, igual que si nunca hubiera visto lo que estaba viendo. Al fin detuvo en mí sus pupilas, animadas por una viveza que antes no tenía. Y de nuevo me llegó aquel eco de pensamiento.

«Este ser no parece inteligente. Carece de ideas. No me explica nada. Sin embargo tiene una facultad nueva para mí. No conoce las cosas por sus radiaciones, sino que las percibe en su forma.»

—Eso se llama ver —dije yo a media voz, instintivamente, sin meditarlo, intimidado y asustado.

«Alguien ha expresado algo —replicó el eco de pensamiento—. Quizá este otro ser mayor. ¿Eres tú tal vez inteligente?»

Aquello me indignó. Era una pregunta idiota. ¿Acaso lo dudaba el... fuera quien fuese?

—¡Pues claro que lo soy! ¡He visto tu llegada y cómo te has metido dentro del gato! ¿Quién o qué eres? ¿Demonio, fantasma, espíritu?

Durante un rato estuvimos cambiando impresiones, de un modo incoherente y desordenado. Pero poco a poco íbamos entendiéndonos. Al fin, convencidos de que, al menos por el momento, nada debíamos temer uno de otro, más tranquilo yo y menos confuso él, pude organizar el diálogo.

Era como hablar con el gato. Sólo que el gato no hablaba pronunciando. Yo ahora, como en las muchas veces que antes he contado esta historia, cuando repito lo que él me decía, no tengo más remedio que expresarlo con palabras. Pero no eran palabras lo que yo percibía, sino conceptos, ideas, pensamientos que llegaban a mi mente con mucha mayor claridad que las frases de un hábil conversador o narrador. De esta forma supe que...

«Vengo de un planeta muy lejano. Desde hace muchísimo tiempo, compañeros míos han estado realizando viajes de exploración. Ninguno regresó, y pensamos que habían sido aniquilados por alguna fuerza desintegradora. Sé ahora que todos pudieron llegar como yo, y que sus naves debieron de fundirse lo mismo que la mía en este fluido denso que os envuelve. Así pues, en vuestro planeta debe haber una multitud de compañeros míos. Dime dónde puedo encontrarlos para reunirme con ellos.»

Le dije que yo no lo sabía, que ningún ser humano tenía noticia de tales forasteros y que los humanos somos los únicos seres inteligentes del planeta. Pero podía ser que sus compañeros hubieran ido llegando sin que lo advirtiéramos, ya que sólo una casualidad había hecho que él cayera en lugar habitado y ante un observador ocioso. Los mares, campos y desiertos tenían la mayor parte de las probabilidades. Y seguramente sus compañeros estarían dentro de peces, fieras, insectos o aves, si es que necesitaban un cuerpo vivo para existir.

«Nos conviene —me explicó—. Su mecánica de movimiento nos ahorra consumo de energía propia. Porque somos una masa de partículas cargadas de energía. Dentro de un cuerpo vivo subsistimos casi indefinidamente. Cuando el cuerpo de un animal muere, pasamos a otro. Este en que yo estoy es de un irracional. ¿Acierto? ¿Qué clase de sensaciones tiene esta especie?»

—Son voluptuosos, pero primitivos —dije. E inmediatamente le hice la pregunta que me interesaba desde hacía rato—: ¿Tú eres femenino o masculino?

Ignoraba él por completo lo que tales conceptos significaban: una masa energética sólo puede ser neutra.

—¿Puedes gobernar la voluntad del cuerpo vivo en que te hallas?

Hubimos de realizar pruebas prácticas, para que yo comprendiera cuál era el «en cierto modo» que me dio como respuesta. Un ejemplo se lo hará comprender también a usted. Veamos: El no podía ordenarle al gato que corriese o saltara o maullara. Pero, si yo acariciaba y rascaba el lomo del animal, XZ —en adelante lo llamaré XZ, como entonces lo «bauticé»— percibía la sensación agradable en su cerebro-energía. Después XZ podía desear que se repitiese la sensación, y su deseo se producía también en el cerebro del gato. Como consecuencia, el gato se me acercaba ronroneando y frotándose contra mis piernas, pidiendo la caricia. Era pues el animal, por sí mismo, quien ponía los medios mecánicos para satisfacer los deseos sensoriales de XZ, si bien estos deseos estaban limitados, claro está, al campo de las sensaciones del gato.

Supongo que lo entiende. Y le agradezco que no se burle ni se ría, como los otros, ante la idea de que pasé horas y horas hablando con un gato. Nadie lo ha creído. Y, sin embargo, cualquiera que hubiera pasado por mi experiencia lo encontraría tan absolutamente natural como lo encontré yo.

Porque fueron muchas horas. Todo el día. Piense que había nacido en mi mente una idea genial, y que, para realizarla, yo necesitaba que XZ comprendiera perfectamente lo que es masculino y femenino y cómo se desarrollan las relaciones amorosas entre hombres y mujeres.

¿De qué modo se lo expliqué? ¡Ja! Muy fácil. Recuerde que yo tenía el más completo archivo de imágenes con todos los detalles y posibilidades que pueda dictar el más imaginativo afán sensorial humano.

XZ, sentado a mi lado, escuchó mi explicación con los oídos del gato, aunque realmente no los necesitaba, puesto que, según pronto advertí, su cerebro-energía recogía del mío-neuronas las ideas antes de que mis labios las expresaran. Por otra parte, mis palabras-sonido nada significaban para él. Si me comprendía era gracias a su poder captador de ideas y pensamientos emitidos en radiaciones por la vivencia de mi cerebro.

A fin de cuentas, telepatía. ¿No?

Escuchó mis explicaciones y vio —esto sí: vio—, con los ojos del gato, mis láminas y mis proyectos respecto al amor. Ya era de noche cuando terminamos.

«Así pues —me dijo al fin—, todo eso significa la serie más intensa de sensaciones agradables que un ser humano puede experimentar.»

—Exactamente —afirmé, satisfecho.

«Mucho más agradable que lo que siento cuando acaricias a este animal.»

—Muchísimo más.

«Tengo una gran curiosidad por sentirlas —decidió—. Luego buscaré a mis compañeros. Si no los encuentro reconstruiré mi nave y regresaré a mi planeta.»

—¿Puedes reconstruir tu nave?

«Puedo. Por eso me resulta extraño que mis compañeros no hayan regresado. Pero ante todo quiero experimentar esas sensaciones. Después de lo que ya he conocido, siendo animal, no puedo irme sin conocer lo que es mucho mejor. Así que voy a pasar a tu cerebro, para vivirlas en ti. Que venga un femenino para...»

—¡Eh, un momento! ¡Espera!

¡Que ocurrencia la de XZ! No me gustaba nada en absoluto. AI contrario. Me producía una tremenda repulsión. Además, estaba en completo desacuerdo con mis planes geniales.

«Será inútil que te niegues. No podrás impedirlo. Tampoco podrías destruirme ni matando al animal ni de otro modo cualquiera. Igualmente carezco de capacidad y de motivos para causarte daño. Y no comprendo por qué vas a negarte, cuando tan amistosamente me has instruido.»

—Es que yo tengo una idea mucho mejor. Si entras en el cerebro de una mujer podré continuar siendo tu instructor.

«¡Oh, sí! Una idea excelente —se entusiasmó. Recordemos que era neutro y, por lo tanto, incapaz de prejuicios o de preferencias—. ¿A cuál se lo proponemos?»

—Nada de proposiciones. Ha de ser sin que lo sepa. ¿O notará que tú estás en su cerebro?

«No. Sólo advertirá una mayor vitalidad. De acuerdo. Yo pasaré a la que tú me indiques, y tú harás con ella todo eso.»

—Pero tú tendrás que desear las sensaciones.

«¿Cómo voy a desearlas, si no las conozco?»

—Bastará con que desees lo que has sentido al acariciar yo al gato. Después, yo me encargo de continuar. ¿Sabes? Las mujeres necesitan un comienzo así.

«Digamos como el cebo inicial para una desintegración en cadena.»

No le extrañe a usted que lo expresara con tal metáfora. Me había dicho que todos los XZ eran científicos, cosa muy natural, ¿no?

En fin, como ya era de noche, Lunia estaría en casa, probablemente extrañada por no haberme encontrado ni en el portal ni en la escalera. Cogí en brazos al gato, salí al descansillo y oprimí el timbre de la puerta C. No puede usted imaginar la expresión de asombro y de susto y de alarma en el rostro de Lunia cuando me vio.

—Perdóneme, señorita —dije humildemente—. La molesto porque necesito ayuda de una persona muy sensible y bondadosa. Mi gato está enfermo. Ahora parece tranquilo, pero sufre horribles dolores. ¿Querría usted cuidármelo unos minutos mientras voy en busca del veterinario?

No la dejé razonar que lo más apropiado sería llevar el gato al veterinario. Ni siquiera esperé una respuesta. Murmuré un rápido «gracias» y le puse el gato en las manos. Fingí bajar la escalera, pero regresé a mi piso. A mi observatorio del pasillo.

Sucedió tal y como lo había previsto. Un tanto desconcertada todavía, Lunia entraba, con el gato en brazos, en su dormitorio. Contempló un buen rato al animal, sin saber qué hacer con él, y al fin lo depositó cuidadosamente sobre la cama. Luego, tras de una profunda meditación, sentóse al tocador y se dedicó al arreglo de sus cabellos, cosa que agradecí por dos motivos: Uno era la coquetería que me dedicaba, pues únicamente para mí podía ser aquel aderezo. El otro motivo era que, con su acción, permitía el disimulado trasvase de XZ.

Vi salir del gato el hongo luminoso, deslizarse al suelo y elevarse hasta la nuca de Lunia, en la que se sumergió lentamente. A partir de aquel momento, Lunia empezó a mostrarse inquieta, desazonada. Se puso en pie, paseó nerviosamente, se torturaba las manos, se las pasaba por la frente como si quisiese borrar o apartar pensamientos. Mucho rato así.

¿Qué debía hacer yo? ¿Tomar la iniciativa? ¿Ir al apartamento de Lunia? La lucha contra mi natural timidez me producía sudores fríos, a pesar del calor. Pero la insistencia de XZ debía de ser mucha. Tanta, que decidió la situación. Lunia desapareció de la escena. Un momento después sonaba el timbre de mi puerta.

Cubrí con un cuadro el desconchón de la pared, y acudí a la llamada. Confieso que temblaba cuando me vi ante Lunia, ante los ojos atormentados y febriles de Lunia, que me miraba con una especie de sumisión recelosa.

—Su gato está bien... —susurró—. Tal vez ya no sea preciso el veterinario.

—No... —balbucí—. Creo... creo que no...

Pausa. Una larga pausa. Me «habló» al fin XZ, impaciente:

«¿Qué aguardas? Vamos. Ya estoy en este femenino.»

—Sí, claro. Ahora mismo —dije confusamente, sin que Lunia pareciese advertir la poca lógica de mis palabras—. Entre, por favor.

Entró. Nueva pausa en azarada contemplación.

«Vamos, acaríciame —insistió XZ—. Si no, tendré que volver al animal.»

Hice un gran esfuerzo de voluntad. Extendí los brazos y los cerré alrededor de Lunia. Era un cuerpo terso y a la vez muelle y suave. Pasivo aún, pero rendido. La besé, todavía tembloroso, y repetí luego el beso ya más firme y lento y excitante.

«Muy bien —me "dijo" XZ—. Esto es nuevo y muy agradable. Ya recuerdo tus láminas. Pero, ¿y las caricias? Vamos. ¿Por qué no las haces?»

Recorrí con mis manos el cuerpo de Lunia. Ella temblaba más que yo, ahora.

«¿Qué sucede? —protestó XZ—. No es como en el animal. ¿Acaso el hombre femenino tiene la piel menos sensible?»

¿La piel...? ¡Oh, claro! El vestido. Lunia sólo esbozó tres movimientos de protesta. Uno cuando comencé a desabrochar su vestido; segundo, cuando le acaricié un hombro desnudo; tercero, cuando deslicé mi mano hacia su pecho virginal. ¡Oh!

Luego, más tarde, Tubo otros. Pero relatar esto no haría sino prolongar inútilmente la historia.

Veo que me escucha con interés. Todos me escuchan con interés cuando llegó a este punto de la narración. No entiendo por qué. Parece como si por un momento me creyeran. Pero más adelante van apareciendo las sonrisas burlonas. Y tampoco lo entiendo, porque precisamente es luego cuando la situación se hace más angustiosa para mí, además de que descubro el peligro para la Humanidad entera, con la invasión de los malditos espíritus parásitos que... Pero no quiero anticiparme.

Fueron diez o doce días de apasionamiento embriagador. Si lo piensa usted un poco, se dará cuenta de lo muy especial que ha de resultar una experiencia tal. Singularísima, créame. Aún siendo tan completa mi colección de impresos y películas sobre el amor, nada parecido había en ella. Era una combinación imposible de imaginar. Por una parte, Lunia, incitada por los deseos sensoriales de XZ, aterrada por sus temores fanáticos después de cada éxtasis, resistiéndose a la iniciación de cada nueva locura, demencial en cada arrebato como si anhelara resarcirse de sus anteriores continencias.

Por otra parte, yo, si no sabio en experiencia, sí en imaginaciones perfeccionadas durante años de meditación y estudio sobre el mismo y único tema.

Y, en fin, XZ, el más sabroso aderezo de aquella combinación. Es preciso recordar que mi amigo extraterrestre carecía de emociones. Su experimentación era solamente de sensaciones recogidas por sacudidas físicas en sus partículas energéticas, transmitidas por las células nerviosas cerebrales de Lunia. Por lo tanto, aunque recibía los efectos placenteros, a la vez era un observador frío. Como un científico en su laboratorio iba dándome opiniones, resultados, detalles, indicaciones y consejos, con una crudeza que de seguro hubiera espantado a Lunia, constante luchadora contra su pudor.

Ya he dicho sobre aquellos días más de lo que pretendía. Con poca imaginación que tenga usted podrá completar esta laguna de mi relato. Me ocurra lo que me ocurra, nadie podrá ya quitarme tal sueño de amor. ¿O también usted me querrá convencer de que aquello no fue un sueño de amor? En tal caso, tendría que mirarle con el mismo desprecio que me inspiran los otros. ¿Qué inmorales y bajos conceptos tienen del amor? Vergüenza me da pensarlo.

XZ protestó con su fría indignación.

«¿Qué sucede? Últimamente ya no eres tan amable conmigo.»

—Fatiga, ¿comprendes? —repliqué malhumorado—. Claro; tú ignoras lo que significa fatigarse.

«Bueno. En realidad ya conozco toda la gama de sensaciones en femenino. Me gustaría conocerlas en masculino. Creo que me voy a pasar a ti.»

¡Diablos! ¡Otra vez con su manía! Procuré quitarle la idea. Le aseguré que no había diferencia y que, por otra parte, yo me sentiría cohibido sabiendo que él estaba dentro de mí. En cambio, Lunia lo ignoraba y así podía comportarse con espontaneidad.

Creí que le había convencido, pero no tardé mucho en comprobar lo contrario. Estábamos Lunia y yo sentados en el diván, abrazados, viendo por décima vez una de mis películas, cuando sonó el timbre de la puerta. Interrumpí la proyección y salí al vestíbulo para abrir. Era un repartidor de telégrafos. Tuve que hacerle pasar al saloncito, porque debía firmar un recibo. Cuando hube terminado con él y regresé junto a Lunia, la encontré aterrada y llorosa. Me impidió continuar con el proyector. Y se desesperaba:

—¡No! ¡Por favor, no! ¡Basta de tales visiones infernales! ¡Dios mío! ¿Pero cómo he podido caer así en el pecado? ¿Qué pensará usted de mí? No sólo me he hundido yo en el barro de Satanás, sino que le hice cometer a usted pecados horribles. Toda una vida de penitencias no me limpiará de culpas. La muerte y el fuego merezco.

Yo no podía comprender tal arrepentimiento melodramático. Incluso creí que se trataba de uno de tantos arrepentimientos de entreacto, aunque muchísimo más intenso. Pero, no. Parecía definitivo. Me rechazó al intentar consolarla con mis delicadas ternuras. Desconcertado, invoqué a XZ:

«¿Por qué no deseas algo? ¿No te das cuenta de lo que sucede».

Silencio absoluto en mi mente. Acostumbrado a tenerla ocupada con los ecos de XZ, el silencio me resultó casi sobrecogedor. Lunia, sin cortar el torrente de lamentaciones, me rechazaba y se ponía ya en pie.

—¿Qué haces, majadero? —me irrité contra XZ, en voz alta—. ¿No ves que se va?

Hubo un momento de forcejeo violento con Lunia. Ella, en papel de virtud escarnecida, de defensora de su honor, me abofeteó, me arañó, me mordió. Hube de soltarla. Huyó a la escalera, dando un portazo. Inmediatamente oí un segundo golpe: el de la puerta de su apartamento.

Entonces, de repente, comprendí que XZ se había ido. Ya no estaba en Lunia. Dominado por su capricho, se había marchado en un hombre. En el empleado de telégrafos.

Aquel descubrimiento me sugirió una idea espantosa. Para comprobarla, observé por la mirilla de la puerta. Y, en efecto, entre los barrotes de la barandilla, a ras del descansillo, vi la gorra del uniforme. El empleado sólo había descendido un tramo, y aguardaba.

Ya no. Ya subía. Despacio, cauteloso, taimado, llegó hasta mi piso y oprimió el timbre del apartamento C. No pude observar bien lo que ocurría, porque la escalera quedaba un poco fuera de mi campo visual, pero percibí que la puerta se abría, y un murmullo, unas furiosas y gimientes frases de Lunia, un rumor como de lucha...

No salí a defenderla. No por cobardía, claro, sino porque soy enemigo de toda violencia, enemigo de inmiscuirme en asuntos ajenos. Y, además, estaba profundamente irritado contra Lunia.

De todos modos, no fue necesario. La puerta de Lunia se cerró con fuerza y vi ante la mirilla la satisfactoria silueta del repartidor frotándose la dolorida nariz. También recibí en aquel momento una radiación telepática de XZ.

«No entiendo qué le ocurre a ese femenino. Ahora se niega.»

—Porque no soy yo —repliqué—. Vuelve a ella y me aceptará.

«No —se obstinó—. Quiero percibir desde un masculino. Además ya sé que no es necesario que seáis ella y tú.

¿Acaso erais vosotros todos los que aparecen en tus grabados fijos y móviles? No, no. Me voy en este masculino. Volveré para contarte lo que...»

El resto de sus palabras se perdieron en eco difuso. El repartidor había bajado la escalera.

Supongo que usted, a estas alturas de mi relato, habrá comprendido ya qué clase de ser es XZ. Un individuo vil, sucio, lúbrico, repugnante. Odioso. Uno de esos seres que sólo existen para la obscenidad. Incapaz de ser fiel a un amor. Ansioso de revolcarse en todas las ciénagas de la sensualidad...

¿Lo ve? Ya empieza usted con la sonrisita burlona. Igual que los otros. ¿Acaso no le produce náusea la conducta de XZ? Para mi modo de pensar, honrado y serio, no puede ser más repulsiva. Pero no he terminado aún. Si ha de comprender usted cuál es el peligro que representa para la Humanidad la invasión de los malignos XZ, debe oír el final de mi historia.

Durante casi tres semanas hice los posibles, sin resultado alguno, para enternecer a Lunia y lograr que de nuevo me abriera su puerta y sus brazos. Permaneció sorda por completo a las protestas de mi amor sincero y doliente. Desde mi observatorio en el pasillo —que afortunadamente no había descubierto ella—, fui siguiendo el triste proceso de su arrepentimiento.

Usaba un camisón de arpillera, pasaba las noches llorando y rezando. Probablemente apenas comía, puesto que adelgazaba y su bello rostro se demacraba. Escribí varias cartas que sin duda no leyó...

Durante casi tres semanas, sin ceder a su desesperación ni suavizar sus penitencias... Y, de repente, una mañana...

Yo había recibido más telegramas. Estaba enfermo un pariente lejano, lejano también en distancia. Otro pariente me daba noticias sobre su gravedad. En realidad, hubiera sido conveniente para mí hacer un viaje y asistir en sus últimos días al enfermo, porque su testamento añadiría un pequeño complejo a mi renta, pero mi ánimo no estaba dispuesto a viajes. Envié excusas alegando que también yo me hallaba en tratamiento por un mal imaginado.

Aquella mañana llegó a mi puerta otro telegrama. Me disgustó que lo trajera el mismo repartidor en que desertó XZ. Los anteriores habían venido en manos de distintos portadores. Me disgustó, porque sentí celos. Pero inmediatamente reaccioné. Sólo convenciendo a XZ podía salvar a Lunia. Por eso vencí mi enfado y le hablé mientras firmaba el recibo.

Llamadas, protestas, ruegos... Inútil. No logré obtener una respuesta. Era evidente de XZ se había pasado a otro. Cuando alguien rueda por la pendiente del mal, nunca se sabe hasta qué abismos puede caer.

A solas ya, leí el telegrama. Mi pariente había muerto. Si yo quería cobrar mi herencia, no me quedaba otro remedio que hacer el viaje para cumplir unos requisitos legales. Salí, pues, a la calle con objeto de comprar algunas cosas necesarias. Cuando regresé, Lunia dormía sobre mi diván, en actitud nada pudorosa. Recordé que aún tenía ella una llave de mi apartamento, y comprendí que se había dormido esperándome.

Pero casi fue mayor la sorpresa que me causó recibir en mi mente los pensamientos de XZ:

«He regresado en el masculino en que me fui.»

—Ya... Ya me doy cuenta. Y estás de nuevo en ella. ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?

«Las dificultades. El masculino que me transportaba quería relaciones sensoriales con femeninos, pero le rechazaban.»

—Es que desconoces muchas condiciones, tales como prejuicios, costumbres, aspecto físico apropiado y habilidad para hacerse aceptar. El repartidor de telegramas es feo...

«Las desconocía. No ahora. He aprendido mucho respecto a los humanos. Mis compañeros me lo han explicado.»

—¿Tus compañeros? —me asombré—. ¿Has encontrado alguno?

«Sí. Varios. Uno de ellos me ha dado importantes datos y lecciones. Es el más sabio porque vino hace quinientas mil órbitas de vuestro planeta, y ha vivido en centenares de miles de humanos. Cuando llegan los nuestros suele ocurrirles lo mismo que a mí. Se integran en cualquier animal, hasta que descubren las ventajas sensoriales del alojamiento en hombres. Parece que ahora todos los nuestros se hallan en cuerpos vuestros.»

—¡Un XZ que vino hace medio millón de años...!

«Sí —continuó XZ sin extrañeza—. Dice que al principio era menos grato porque no habíais inventado tantas comodidades placenteras como tenéis ahora. Pero él y los primeros exploradores que fueron llegando aprendieron a desconcertarse cuando los cerebros humanos percibían sensaciones desagradables. Por otra parte aprovechan toda oportunidad de impulsar al hombre hacia las sensaciones gratas. Esto es lo que les han retenido aquí. Siempre piensan en volver a la patria, pero lo van dejando para más adelante.»

—Entonces, ¿tú no quieres regresar a tu planeta?

«No antes de experimentar todo lo que pueda. Tal vez me quede aquí algún tiempo aún, como los otros.»

—Y los humanos en que viven, ¿no advierten la presencia de seres extraños dentro de sí?

«¿Lo advierte acaso este femenino en que me alojo? ¿Lo ha notado ese masculino que me ha servido para trasladarme por vuestro mundo? Sin embargo, algunas veces los humanos sí han creído comprender que algo anormal había en alguno de ellos. Y procuraron expulsarlo con procedimientos tan absurdos e inadecuados como cánticos, aspersiones, torturas e incluso cremaciones.»

—¡Estás hablándome de los endemoniados!

«No sé lo que es eso, ni me importa. Lo que deseo es disfrutar vuestras sensaciones gratas. Y he aprendido cómo ha de ser un femenino para que un masculino sienta mejor. Y cómo ha de ser un masculino para que los femeninos acepten la experimentación con él. Desde luego, no como ese masculino en que yo iba. Y tampoco precisamente como tú.»

—¡Eso no es cierto! —le argumenté—. Ya sabes que Lunia me aceptaba con entusiasmo.

«Porque yo, dentro de ella, deseaba tu colaboración. No intentes confundirme. Mi sabio compañero me lo ha explicado todo bien. He vuelto, porque te lo prometí, para contarte mi aventura. Y también para reflexionar y planear mi futuro, añadiendo tus consejos humanos a los de mi compañero. Y, mientras proyecto, percibiré sensaciones dentro de este femenino. Estoy ansioso de ellas. Piensa que no he tenido ninguna oportunidad dentro de ese masculino inadecuado en que me fui. Así que, por favor, empieza. Luego continuaremos hablando.»

Esto me pareció buena idea. Por si acaso, decidí aprovechar la inconsciencia de Lunia. Aparté cuanto pude sus ropas sueltas y la acaricié cuidadosamente para no despertarla. XZ se manifestaba encantado. Lunia debía de creerse en una ensoñación placentera. Por fin se desperezó gatunamente, abrió los ojos, me miró con apasionamiento, me abrazó y me premió con un beso frenético y goloso.

—He vuelto a ti —susurró Lunia—, porque no podía contenerme más. He luchado con todas mis fuerzas, inútilmente. Incluso atormentándome. Mira como tengo de señales todo el cuerpo. Mira, Loo, y compénsame.

Lo malo era que yo tenía el viaje preparado para la mañana siguiente. Así que luego, a medianoche, hube de explicarle a Lunia —y, naturalmente, a XZ— la necesidad de ausentarme. Convinimos en que Lunia me aguardaría como una buena esposa. En cambio, XZ opuso algunas protestas.

«Llévate a este femenino contigo. Así podremos continuar haciendo estos experimentos durante el viaje.»

Tardó en comprender que no se podían hacer en público y la conveniencia de esperar una semana para planear el futuro de los tres. Su silencio huraño posterior y su poco locuaz despedida me causaron una inquietud de la que no me libré hasta que me hallé lejos de la ciudad, enfrascado en los trámites de la herencia.

Yo le había dicho a XZ: «Volveré tal día a tal hora». Nada le dije sobre esto a Lunia, para darle la grata sorpresa de mi regreso. Imagínese usted, pues, con qué agitada emoción subí a mi piso, ya todo resuelto. Me temblaba la mano al abrir suavemente la cerradura. Entré sin ruido.

No estaba Lunia. Encontré muy descuidado el apartamento y muy revuelta la cama. También parecía indudable que Lunia había estado proyectando mis películas. El gato había cazado un pájaro, y lo devoraba en la terraza, prueba evidente de que padecía un torturador vacío en el estómago. Y desde luego no era él quien había esparcido por todas partes mis libros y mis revistas.

¿Y Lunia?

No me detuve a mirar por el agujero del pasillo. Por lógica deducción, pasé al apartamento C, abrí sin ruido, entré hasta el dormitorio...

¡Qué horror, amigo mío, qué angustia espantosa, que desolación, qué trágico hundimiento...! Lunia me engañaba.

Sí, sí. No cabía ninguna duda. En fin... Le diré. Lunia estaba tendida en su cama, tan desordenada como la mía, con un joven moreno, recio y tosco. Ambos desnudos y ambos dormidos. Y muchas de mis láminas también esparcidas por esta habitación.

El golpe moral que recibí fue tan contundente como un mazazo físico. Me tambaleé, me apoyé contra el marco de la puerta...

«Bienvenido, amigo mío humano —me dijo XZ con la mayor frescura, con un frío y estremecedor desenfado—. Como me dijiste cuándo regresarías exactamente, te he preparado esta sorpresa, para que veas que he aprovechado el tiempo. Tengo que contarte muchas cosas. Ha sido una semana de grandes y variadas sensaciones. Una semana de intensa experimentación.»

—¡Canalla...! —susurré sin moverme—. ¿Pero cómo puedes hablar así, sucio canalla vil...?

«¿Por qué no? Si todo ha ido perfectamente... Creo que este femenino es muy adecuado para mi permanencia experimental en tu planeta. No encuentra dificultades. Lo aceptan inmediatamente, y puede permitirse la ventaja de elegir entre los masculinos más apropiados. Todo empezó el día siguiente de tu marcha. Vino un masculino que quiso vender algo. Tuve una idea luminosa. Le retuvimos toda la tarde. Por la noche estábamos en la terraza y vimos un paseante masculino solitario. Subió, y le retuvimos hasta la mañana. Luego, en los días siguientes, hemos experimentado con otros tres. Este masculino que ves ahora es un habitante de la casa.»

Yo gemía de dolor. Me cogí la cara con las manos. XZ continuó, inexorable:

«No entiendo qué te pasa. Supuse que te alegraría saber lo bien que hemos aprovechado el tiempo. Además te ilustraré con el conocimiento de que estos masculinos son más aptos que tú para la experimentación sensorial.»

—¡Calla! —gemí—. ¡Te lo suplico! ¡Calla!

«¿Por qué? ¿No quieres perfeccionar tu erudición respecto al tema? Por cierto, lo que no he podido experimentar es el aspecto de las sensaciones entre femeninos, que conocí por tus láminas. Ya me dijo mi sabio compañero que hay dificultades para ello. Espero que, con tu consejo...»

—¡¡Calla!! ¡Os voy a matar a los tres!

Reacción lógica, ¿no? Ansia, locura, furia de matar era lo que yo sentía. Jadeante, busqué a mi alrededor algo que sirviera de arma. Vi un taburete y no pensé más. Lo cogí por una pata, lo alcé y golpeé.

Ignoro qué sexto sentido despertó al hombre cuando yo descargaba el taburete contra su cabeza. El caso es que se retorció y esquivó. Aún así el impacto contra su hombro me deleitó con chasquidos en huesos rotos. Pero nada más pude añadir a mi venganza. Todo fue confusión a partir de aquel momento.

Chillaba Lunia histéricamente, sin descanso, con una extraordinaria potencia. Por la ventana entraba un alarmado vocerío de vecinos. Lanzaba el hombre alaridos de dolor... Quise golpearle de nuevo, pero recibí un feroz puñetazo que me hundió en una profunda negrura.

Cuando recuperé el conocimiento, había personajes desconocidos para mí. Uno de ellos daba órdenes. Otros dos eran policías. Otros eran aturdidos testigos. No estaba el herido, pero sí Lunia, ya vestida. Lunia me miraba con pupilas chispeantes de indignación.

—Esperaba que recuperases el conocimiento, antes de irme —dijo, entre dientes—. Esperaba, para decirte que sólo eres un sucio canalla. Y un cobarde. ¿Por qué has hecho esto, miserable? ¿Qué derechos tenías sobre mí? ¿Qué te debía yo? ¡Si acaso, tú? ¡Tú eras quien tema que estar agradecido! Debí de volverme ciega o loca para fijarme en un repugnante y pobre tipo como el tuyo.

Me insultaba. Injusto, incomprensible, ilógico, ¿no? Pues ella insultaba. No yo. Pero, claro está, desgraciada e inocente víctima, ella no era culpable. No la pobrecita Lunia, sino XZ, el desvergonzado cínico.

—Adiós. No quiero volver a verte —añadió Lunia, saliendo.

Y, mientras ella caminaba hacia la puerta, yo escuché los últimos ecos del maligno:

«No comprendo lo que ha pasado ni lo que has hecho. Pero sé que tu cerebro es anormal. El mío, científico, no puede seguir colaborando contigo. La demencia y la ciencia son incompatibles.»

Me quedé anonadado. Lunia y XZ se habían ido. Los policías y testigos me miraban serios y acusadores. En aquel momento me di cuenta de todo el peligro, y empecé a gritar:

—¡Pronto! ¡Detengan a esa mujer! ¡Lleva en su cerebro un ser maligno, una especie de diablo lúbrico! ¡Tenemos que salvarla! ¡Tenemos que arrojar de su mente a ese demonio!

No recuerdo cuánto rato estuve gritando y forcejeando con aquellos necios. Y no voy a contarle todo lo que me ha sucedido desde entonces hasta que me trajeron aquí. Usted puede imaginarlo.

Y usted puede también contribuir a la salvación de la Humanidad. Ahora ya sabe que hay una legión de monstruos obscenos en la Tierra, dentro de quizá millones de cerebros humanos. Y la invasión continúa. Créame, se lo ruego. Soy un hombre formal y de buenas costumbres. Jamás pretendí molestar a nadie. Ya me ve. Tengo aspecto de normal. Sólo un poco retraído, pero esto, ¿a quién perjudica?

Es posible que no me crea. Sin embargo, mi conciencia estará tranquila. He cumplido con mi deber. Haga lo que quiera. Le dejo para que pueda meditar o reírse. Buenos días.