I

Nadie sabe de dónde ni cómo vinieron. La historia dice que brotaron de súbito en pleno siglo del «Nada de Nada», cuando en el mundo todo era tristeza; los árboles y los hombres crecían de idéntica manera, amarillentos y retorcidos como el vómito de la bomba. Igual que vegetales hambrientos, la Humanidad escarbaba la tierra...

Había montañas, colinas de escombros con nombres de ciudades. Y bajo cada cartel el ojo negro de una rústica entrada a sórdidos refugios improvisados...

Los Chupópteros aparecieron sobre el mundo como por milagro. Llegaron bien lavados y con sus vestidos muy planchados; en sus rostros la pátina cálida de un sol aún no mortecino por nubes con siglas tenebrosas. La gente observaba desde la distancia, sin saber si eran dioses o demonios lo que tenían delante. A veces los seguían en silencio, con la familia colgada de los pellejos o trincada al puño cerrado de sus estómagos. Sentían temor y esperaban. Verlos limpios y con trajes sin arrugas significaba que disponían de electricidad y de agua. ¿Pero qué habían hecho aquellos seres de gran estatura para resucitar la energía...?

Y los Chupópteros no se hablaban con nadie... los días transcurrían goteando hastío y sequedad... Los hombres, secos como tiras de pescado salado al sol, comenzaron a germinar una idea, un asalto. Sus vientres aullaban. Pero alcanzar las despensas de los Chupópteros no sería fácil porque se habían construido enormes viviendas y rodeado sus grandes jardines con ciclópeos muros, con altos paredones que los aislaban y protegían. La gente suponía y exageraba edenes al otro lado al percibir los aromas prófugos de la barrera, los ruidos y las verdes hojas sobresalientes al cerco de piedra. ¡Hojas verdes! ¡Hacía tiempo que el mundo estaba hecho un otoño!

Los Chupópteros permanecían casi siempre en sus recintos, apenas salían a la calle, y si lo hacían, nunca era a pie; jamás aparecían fuera de sus bruñidos automóviles sin ruedas.

Desde el interior de los autos los niños gordos, limpios y sonrosados, hacían burlas y muecas a los niños del «Nada de Nada»; o comían apaciblemente, mientras sus padres tomaban sin cesar fotos y más fotos de lo que iban viendo, y exclamaban:

—¡Oh! ¡oh! ¡oh! —sorprendidos por todo, siempre sorprendidos...

De vez en cuando los niños Chupópteros arrojaban a la calle el papel brillante de sus chocolatinas. Bajaban un poquito el cristal de las ventanillas de sus autos y lo metían por la rendija.

Afuera, la chiquillería enclenque y desarrapada caía sobre el resto de la chocolatina cómo una plaga de moscas de verano.