I
La base entera vibraba de entusiasmo. Se esperaba la gala de la noche, aquella fiesta que tan brillante había de ser. El viejo Sammy llevaba horas preparando un «cap» riquísimo, invención suya, aparentemente inofensivo, y convirtiendo en suculentos emparedados increíbles cantidades de comida. Asistirían a la fiesta la mayoría de los importantes... y los no importantes.
—Demasiada gente —gruñía el viejo—. Demasiada gente y demasiado apetito. Caerán como una plaga sobre todo esto y, en unos momentos, habrá desaparecido la labor de mucho tiempo.
—La ocasión lo vale, cascarrabias.
En el fondo, el coordinador general Mitchel no tenía que convencerle. Como todo el personal de la inmensa base, Sammy estaba orgulloso.
—Entonces, ellos, ¿han vuelto bien, señor?
—¿Bien? Nunca han estado mejor en su vida. Ese paseo por la luna parece haberles sentado de maravilla. Spood y Rennie han hecho acopio de larga vida, Sammy.
—¡Ah! No me diga que en la luna han encontrado la fuente de la juventud, señor...
Mitchel rió. Le gustaba estar al tanto de todo, cuidar hasta los menores detalles. No era, en realidad aquella su función principal. Pero él, como coordinador, se dedicaba con el alma a lo suyo: coordinar. E incluso se excedía. Tenía un concepto muy amplio de la coordinación.
—No, viejo. No se trata de ninguna fuente. Es la satisfacción del deber cumplido, el orgullo, lo que da bríos y ganas de vivir.
El triunfo lo habían tomado todos como cosa propia. Con razón, porque todos, de un modo u otro, habían colaborado eficazmente en aquel fabuloso logro.
—Si seremos grandes, que hemos llegado a hacer lo que ni siquiera soñó Julio Verne en las más descabelladas de sus fantasías.
Eran palabras de Spood, comandante de Marina, apenas pisó tierra. «De todos modos —agregó—, este suelo me parece ligeramente más familiar que el otro».
El «otro». Muchos años, muchos trabajos, el sudor, la ilusión y hasta la muerte de muchos desembocaban al fin en aquello.
—Al poner mis plantas en la luna, pensé en Colón y no me dio un ataque de risa porque nuestro horario era muy apretado y no disponíamos de tiempo para malgastarlo en carcajadas.
Spood, el primer hombre que se permitiera hollar la superficie lunar, era de natural optimista. Se burlaba de la seriedad de Rennie, su compañero de experiencia. Ambos se habían convertido en los héroes de aquella república de locos, entre los cuales muchos eran ya veteranos del espacio, cosmonautas con muchas horas de vuelo orbital. Hasta entonces, todo había consistido en entrar y salir de las órbitas terrestres y lunar; en juegos de aproximación y pequeñas tomas de contacto no tripuladas. El ensayo del módulo lunar fue, en su día, perfecto. Cuando las cámaras de televisión de la cápsula transmitieron la salida lenta y el alunizaje suave, magistral, del módulo, que asentó sus engarfiadas patas en la luna, los miles de habitantes de la base comprendieron que todas las resistencias podían ser vencidas y que se acercaba el instante en el cual al hombre le sería posible caminar por el satélite, con la despreocupación de quien anda por la Quinta Avenida.
—No debe ser muy divertido aquello...
—No importa: llevaremos diversión.
—Según lo conocido, los elementos de vida que necesitamos no existen allá.
—Los llevaremos también.
—Ni siquiera hay atmósfera respirable.
—La crearemos nosotros.
—Eso espero.
Esto, aunque alguien lo dude, era un trozo de conversación en el seno del Comité superior de la base y se cruzó entre el comandante general, Simpson, y el jefe del Departamento de Medidas Post Alunizaje, Caravage. Eran palabras que figuraban en acta, aunque se comprenderá que más bien de carácter entre jocoso y anecdótico, transcritas fielmente por la eficaz Rhonda, la bella secretaria que asistía a todas las reuniones del Comité superior y daba fe de lo que allí se decía.
—Así lo espero, Caravage.
—Lo esperamos todos, señor. Rhonda y yo estamos muy ilusionados en habitar un chalet lunar.
Y el coordinador Mitchel había apretado la mano de la secretaria Rhonda, aunque tampoco aquellas demostraciones burdamente terráqueas estuvieran previstas en el orden del día. Y, desde luego, no llegaran a constar en acta.
—Todo esto es Historia, querida... Historia con mayúscula. Ahora hemos conseguido lo fundamental.
—Sí. Casi es como si hubiéramos puesto la primera piedra de nuestro chalet —rió Rhonda.
—Y, no lo olvides, tú eres la historiadora. Todo lo dejas escrito tú.
—Y me gustaría mucho seguir dejándolo. Si me queda mano, después de que tú la sueltes...
Mitchel, en aquel gran día, a pocas horas de distancia de la estupenda fiesta de la noche, enlazó a su novia por los hombros.
—No temas. No volveré a estropearte los instrumentos de trabajo. Hasta la noche.
El episodio, burgués y nada nuevo, entre Mitchel y Rhonda hubo de cesar. Mitchel, así ligado a las costumbres de siempre, enamorado normalmente, pese a su carácter de hombre de Ciencia y de hombre del futuro, se separó de la muchacha y siguió procurando que todo marchara como debía. Es decir, siguió coordinando.
—Hasta la noche, Mitch.
Pero Rhonda sentía un vago temor. Un miedo indefinible a algo desconocido. Como si las cosas fueran demasiado bien. Procuró olvidar esta imprecisa sensación.
—En todo caso, si el chalet no lo llegamos a tener en la luna, ¿qué más da?
Y se dirigió a su habitación, en la zona residencial, para preparar el vestido de noche. ¡Ah, aquellos Spood y Rennie! ¡Qué grandes chicos!