LA DESPEDIDA
Las enormes bocas de fuego del gigantesco pájaro lanzarían vientos engendrados por el dios mecánico que mora en las entrañas de los cohetes de propulsión.
Los vientos harían danzar enloquecidas a las milenarias arenas de la solitaria playa cercana a la base, encresparían sorprendiendo a los peces costeros las salvajes olas de un mar que se sentiría impotente para enfrentarse a aquella furiosa excitación que lo confundiría; quemarían las hierbas, calcinarían las flores y doblegarían los árboles, desnudos repentinamente, como si en un instante se reuniesen los otoños de todos los siglos.
Cuando las móviles agujas del tablero de la cuenta previa al lanzamiento llegasen a cero, se desprenderían del gran pájaro estructuras y puentes metálicos, tubos de abastecimiento y torres de servicio. El titánico pájaro, de alas rutilantes, quedaría libre, dispuesto a emprender el vuelo.
Haciendo un esfuerzo supremo, brutal, emitiría un agudo sonido, siendo verano en sus motores, primavera en sus arterias, invierno en las frías y sudorosas manos responsables de los controles y mandos. Tonelada tras tonelada de propelente sería consumida vorazmente por el gigantesco pájaro mientras temblaría la tierra bajo sus mecánicas garras, más allá.
Se elevaría pesadamente, hasta que se desentumecieran por completo sus músculos, compuestos de las más complicadas aleaciones. Después, tras hender la atmósfera, burlándose de la gravedad, desaparecería en el siempre enigmático más allá.
La nave, símbolo de una mitología tecnológica, antes solamente conocida por las civilizaciones desaparecidas en tiempos pretéritos, cuando aún los dinosaurios no se arrastraban por las ciénagas, surcaría los infinitos y etéreos mares del universo hacia los absurdos imposibles del espacio, hacia los misterios de los relojes de un tiempo sin tiempo.
Rasgaría con su pico de animal cósmico órbitas invisibles, mecanismos secretos, esferas inmateriales y desconocidas, engranajes celestiales, sinfonías silenciosas, explosiones apagadas de la materia, uniones de átomos en busca de nuevas dimensiones, claustros de galaxias que tardarían millones de años en nacer. La nave cruzaría senderos sin fin, escenarios sobrecogedores, perspectivas hasta entonces completamente inéditas.
Allí, en el centro del cerebro del gran pájaro, observando a través de los descomunales ojos el universo, rodeado de computadoras y mandos automáticos, dentro de una escafandra de catorce trajes superpuestos, unido a los hijos de la tecnología por infinidad de cordones umbilicales, iría él. Se le podría confundir con las máquinas, con los objetos. Daría la sensación de ser una cosa más, algo que se movía mecánicamente, sin conciencia de lo que hacía, sirviendo sin saberlo a quienes se habían quedado a miles y miles de kilómetros atrás, en un pequeño planeta que gira alrededor de un pequeño sol en un lugar apartado de una galaxia. Pero, en cambio, era un hombre. Un ser compuesto de cuerpo y alma, dispuesto a enfrentarse con su destino, de un modo absolutamente consciente.
El hombre sonrió ante estos pensamientos. Sus pasos eran lentos, como si deseara caminar para siempre. Estaba seguro de que, de saber sus superiores que se encaminaban hacia las ruinas de la antigua ciudad, dudarían en seguir confiando en él para la misión que se le había encomendado. En cambio, él estaba dispuesto a cumplirla, con el mismo interés que había demostrado en anteriores ocasiones. Lo más probable era que, si le descubrían por aquella avenida, le internasen en un centro médico para someterle a un riguroso examen sicológico. Seguramente, dejarían aplazada la misión, aunque ello significaba una casi irreparable pérdida económica. Pero no podían correr el riesgo de enviar al espacio a un hombre que, a última hora, daba pruebas de no haber superado por completo los tests mentales que durante cinco años había tenido que resolver con la única finalidad de llevar a cabo aquel viaje que tenía un significado y una importancia no solamente científica.
Tendrían que retrasar el programa cinco años, los necesarios para que otro hombre pudiera reemplazarle. Además, mantener la nave en el estado actual durante ese tiempo sería prácticamente imposible y los gastos alcanzarían cifras asombrosas, ante las que no pocos de los organizadores se volverían atrás. Comprendía que su conducta era motivo de alarmantes sospechas, pero confiaba en no ser descubierto.
Pero para él era vital aquel deambular por la eran urbe, aquel ir hacia las ruinas de la anticua ciudad. Necesitaba, antes de emprender el vuelo, volver a los restos de un pasado y retornar, acompañado de sus recuerdos, a un tiempo ya perdido para siempre.
La avenida que conducía a las ruinas de la antigua ciudad, que eran el simbólico monumento a un pasado que el hombre había logrado superar gracias a sus conocimientos científicos y tecnológicos, estaba solitaria. Tan sólo algún vehículo la cruzaba a vertiginosa velocidad para después desviarse hacia la zona de recreo. También eran pocas las personas que, subidas a las aceras transportadoras, sentadas en cómodas sillas plásticas o simplemente de pie, la transitaban sin ninguna curiosidad, deseando únicamente llegar a sus habitáculos. El era el único hombre que caminaba utilizando el más primitivo de los métodos: los pies. Hubo un joven que, al pasar a su lado en una de las aceras transportadoras, le observó atentamente, dibujando en su rostro una compasiva sonrisa. Debió juzgarlo como un hombre que había perdido la razón, pues no había cosa más inútil que gastar las energías caminando con los pies.
En los centros de las avenidas había unas amplias aberturas por las que salía el aire climatizado, que mantenía a la ciudad a una temperatura agradable, siempre constante. La urbe, totalmente cubierta por una gigantesca cúpula transparente que la aislaba de toda posible contaminación, estaba iluminada por millones de focos suspendidos de la bóveda. Fuera de la ciudad, a varios kilómetros, se hallaban las zonas industriales, de las que se encargaban por turnos un número reducido de personas, pues el trabajo estaba a cargo, en general, de computadoras y robots.
El hombre cruzó una plaza totalmente ajardinada. Las zonas verdes eran obligatorias para las ciudades, debiendo contar con una cada dos kilómetros de avenida. El hombre, rodeado de flores exóticas, sonrió nostálgico. Lo único que allí faltaba, a aquellas horas de la noche, eran unos amantes amparados por la complicidad de las frondas. Pero, eso no significaba que hubieran desaparecido los sentimientos y que la sociedad se volviera fría y calculadora, como la tecnología que había creado, sino que la forma de vivir era distinta. La humanidad había comenzado a vivir en aquel devenir vaticinado unas décadas antes. Había entrado en el futuro. En aquel ya presente en el que se pusieran tantas esperanzas. Todavía se hallaban en el principio, pero va era mucho lo logrado en poco tiempo. El láser había revolucionado los sistemas de comunicaciones, los observatorios astronómicos instalados en la luna permitían un más exacto conocimiento del Universo, los aviones de despegue vertical resolvían el problema de los espacios dedicados a los aeropuertos, diversos medios electrónicos suprimían el dolor físico y los avances médicos permitían la modificación del sexo del nacimiento y la implantación de órganos artificiales, la instalación de bases espaciales alrededor de la Tierra servía para un mejor conocimiento del planeta. Todos esos adelantos, más otros como el no verse obligado a utilizar dinero ni cheques, o la pantalla de televisión de tres dimensiones, iban logrando que la humanidad viviera más confortablemente y de forma distinta a siglos pasados. Estaban en el umbral de un futuro en el que, aparte de los viajes a otros planetas y la posibilidad de colonización de los mismos, se abrían unas perspectivas apenas intuidas en épocas anteriores que transformarían por completo la vida del hombre, como el control químico del envejecimiento. No obstante, la humanidad seguía, en el fondo, con las mismas o idénticas virtudes y defectos.
En diversas partes del planeta se celebraban contiendas bélicas, guerras casi todos debidas a intereses económicos. Aunque no resultaba necesario emplear tanto contingente humano como en épocas anteriores, debido a la preferente utilización en los combates de armas totalmente automáticas y dirigidas por computadoras, al final había que contar también con un importante holocausto humano. Como en tiempos pasados, eran muchas las voces que clamaban por la paz. Pero resultaban inútiles aquellas quejas, pues las guerras correspondían, como siempre, a unos fríos cálculos de ambiciones. Pese a todo, la humanidad había evolucionado lo suficiente como para que el hombre que se acercaba a las antiguas ruinas de la ciudad pensara que todos aquellos odios no tardarían en desaparecer. Se le antojaba absurdo que la humanidad empleara gran parte de sus energías en destrozarse a sí misma. Pero, esta era la más trágica de las herencias recibidas del pasado y todavía pesaba sobre los hombres como una tradición maldita.
Varias naves cruzaban a gran velocidad por encima de los habitáculos. Eran los transportes públicos de la urbe, que transportaban a la gente de un lado a otro de la ciudad en pocos minutos. Seguramente, en alguna de ellas, más de una persona se preguntaría por qué un hombre se valía de sus pies para caminar por una de las más largas avenidas. Y más se extrañarían al verlo llegar a la puerta que conducía a las ruinas de la antigua ciudad. Allí, con los encargados de la misma, no tuvo ningún problema. Ninguno de ellos le conocía. Se limitaron a pedirle su tarjeta de identificación ciudadana y le entregaron un receptor para que, en caso de perderse por la abandonada ciudad, pudiera comunicar con ellos para ser inmediatamente localizado. Al abrirse la puerta electrónica, el hombre supo que llovía.
Era una lluvia menuda, acompañada de un ligero viento. Fuera de la urbe, cubierta por la gigantesca cúpula, la naturaleza se mostraba como en todos los siglos pasados. Era una noche de lluvia, con el cielo encapotado en una tonalidad rojiza. Detrás de aquellas nubes estaría la luna, los demás planetas del sistema solar al que pertenecía y las lejanas estrellas. También, girando alrededor de la Tierra, las ciudades espaciales y los satélites de comunicación, observación y metereólogicos, que algunas veces brillaban como las propias estrellas.
Un ligero estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Hacía tiempo, años quizá, que no sentía frío. Tampoco aquellas gotas de lluvia resbalar por su rostro o aquel viento removerle sus cabellos. Era como volver al pasado. Delante de él, las ruinas de la antigua ciudad, como el espíritu sosegado de algo que descansa en paz para siempre, esperando ser consumido por el tiempo. Parte de la antigua ciudad se había dejado tal como quedase en el momento de abandonarla. Precisamente, aquel distrito, aquel barrio en el que él había vivido. Sus pisadas resonaron en el viejo asfalto, cuarteado por doquier, dejando crecer hierbas y flores. Las casas vacías hacían eco de sus pasos, profiriendo unos extraños sonidos, como sorprendidos en su eterno sueño. El viento movía las puertas y ventanas y la lluvia formaba pequeños arroyos que se unían para crear charcos, espejos en los cuales se reflejaba la silueta de aquel hombre que caminaba lentamente, como deseando que el tiempo no transcurriera, que se detuviera; como queriendo ver, oler, oír, sentir todo el pasado que estaba simbolizado en aquellas ruinas.
El hombre se detuvo ante una desencajada puerta. Desde que se fuera, nunca se había cerrado, permanecía abierta a los absurdos del tiempo, a los espacios imposibles. Aguardaba su regreso. Entró y subió por unas chirriantes escaleras. Y llegó a un salón de paredes desconchadas, mohosas. Allí estaban los libros hechos de papel impreso, periódicos y revistas en primitivo plástico, sus pipas de madera, fotos amarillentas y sin relieve, bebidas desaparecidas. Era su pasado.
Figuras de barro, de bronce, de porcelana; ceniceros, bolígrafos, lámparas, cuadros. Durante varias horas, rememoró el pasado. Era como si todos los objetos le hablaran, como si las paredes se metamorfosearan en pantallas y dieran vida a otros tiempos, como si hubiera dejado el presente. Hasta creyó oír el ladrido de su fiel perro, muerto de vejez hacía muchos años. Aprovechaba su última oportunidad de estar en aquel lugar, que le hacía regresar a parte de su vida. Sabía que, en la nave, cuando llegara el momento de que su cuerpo fuera hibernado, cuando entrara en una cápsula de acero inoxidable en cuyo interior se alcanzaría la temperatura de menos 196 grados centígrados, el tiempo ya no tendría sentido. Ya no habría pasado, ni presente, ni futuro. Habría otro tiempo, imposible de medir por los humanos.
Si alguna vez podía volver, posibilidad imposible, ya no encontraría su viejo hogar, tampoco ningún resto de las ruinas de la antigua ciudad. Ni tan siquiera la gran urbe actual. El mundo que el había conocido habría desaparecido por completo. Miles de años habrían transcurrido para su planeta. Tan sólo unos cuantos para él. Pero la humanidad que encontraría sería distinta, muy distinta. Otra, era la palabra que lo definía mejor. Pero él quería llevarse el recuerdo de su tiempo, rememorar su siglo en pocas horas. Era la más humana de las despedidas que se le podía ofrecer. Durante horas, en aquel salón, volvió a corretear por los valles verdes y húmedos, nadó hasta agotarse por mares sin fin, se tumbó al sol en playas infinitas, amó a cuantas mujeres le habían amado, desde aquella niña de ojos verdes que se escondía tras los árboles a la serena mujer que aguardaba su retorno de los cercanos planetas, leyó cuantas obras había leído y que le habían abierto inéditos senderos. Hasta que sus horas nostálgicas fueron interrumpidas por una voz que le hizo abandonar sus íntimas vivencias.
—¿Debo dar cuenta de su comportamiento? —preguntó una voz tras de sí. La reconocía. Era la de su fiel guardián, la del hombre encargado de velar por su seguridad. La voz tenía cierto deje de comprensión.
—No, no es necesario. Me encuentro perfectamente y con ánimos de emprender la misión que se me ha confiado. Usted sospechará, al verme aquí, que soy presa de los sentimientos. Usted pensará que es posible que no sirva para la misión, que me dejo llevar por la nostalgia. Que no podré estar solo en el espacio, que no sabré vencer pruebas tan impresionantes como la de no tener contacto con nadie. En cambio, después de venir aquí, estoy más capacitado que nunca. Llevo conmigo, vivos, el pasado y el presente. Son dos buenos acompañantes para un hombre que emprende viaje al futuro.
—Mi deber...
—Confíe en mí, como siempre lo ha hecho. Nunca perderé mi serenidad, jamás me dejaré llevar por la soledad ni las horas vacías. Cuando deje de estar cryogenizado, cuando haya recorrido miles de millones de kilómetros, seguiré como ahora, en dominio de mis sentimientos. Usted no existirá, nadie de ahora vivirá. Es posible que nadie habite en la Tierra. Pero usted, todos... estarán conmigo. Como mis recuerdos del pasado, del presente.
El vigilante acompañó al hombre en su regreso a la gran urbe. Antes de volver, había posado su vista, lentamente, en cada uno de los objetos de la antigua casa. Después, lo trasladó a la base. No diría nada. Comprendía al hombre que iba a emprender la más grande de las aventuras humanas, al hombre cuyo destino estaba en las estrellas. Aquel hombre no iría solo. Iría con sus recuerdos. Aquellos recuerdos que le acompañarían para siempre, que tendrían vida en sus pensamientos.
Cuando el gran pájaro elevara su vuelo, cuando desapareciera convertido en el firmamento en menos que un átomo, él seguiría saludándole con la mano en alto. Seguiría despidiendo al hombre del espacio, al vagabundo perdido en las constelaciones, mientras de sus labios saldría un susurro: «Adiós, Ulises».