S.O.S EN PROCYON

Félix M. Quintanilla

Monje, S.J., en primer plano.

Las crueles preguntas que yo me he estado haciendo durante toda mi vida; las sustanciales cuestiones que constantemente me ha planteado el examen de la naturaleza; todo cuanto ha supuesto en mí duda y angustia, ha quedado contestado, por fin. Pero, ¡a qué precio, Dios mío!

Me tranquiliza el hecho de que los observatorios de nuestra categoría, en todo el mundo, pudieran captar las mismas señales, previa advertencia por nuestra parte. ¡Qué alivio al sentirnos acompañados en tan señalada hora! Gracias a la perseverancia del hermano Gil y a la insustituible e imprescindible colaboración de un ordenador IBM-090-401, nuestro observatorio logró lo que ni siquiera la más terrible y febril imaginación podía jamás haber esperado: contacto con la civilización de otro sistema.

El hermano Gil había mantenido siempre la idea de que entre los infinitos planetas que podían muy bien poseer vida inteligente debía existir una respetable cantidad de ellos que, probablemente, enviasen con cierta constancia y regularidad mensajes al espacio. Captar estos mensajes, sentada esta posición, era, únicamente, cuestión de potencialidad en los aparatos receptores y de una longitud de onda adecuada en los dispositivos; lo que en un sentido práctico podríamos definir como una verdadera, casi imposible y tremenda casualidad. Atendiendo a ciertos antecedentes, nuestro radiotelescopio ha estado, desde el mismo día de su inauguración, rastreando sin descanso el firmamento en busca de señales procedentes de concentraciones cósmicas que normalmente irradian energía. Debido a una unánime opinión de los átomos del hidrógeno, fue escogida la banda de veintiún centímetros, banda que corresponde a los mil cuatrocientos veinte megaherts.

Fui avisado con urgencia, cerca de las seis de la madrugada, una hora en la que se debe suponer ya ha sucedido todo, o casi todo, cuanto pueda producirse durante la noche en la fascinante bóveda estelar. Cuando yo llegué a la sala de control y rastreamiento, se había movilizado ya todo el equipo del observatorio. El hermano Miguel, encargado del registro de sonidos, se hallaba en un estado de excitación tal, que me vi obligado a pedirle con toda seriedad que se reportase.

Y así fue como empezó todo. Como un anuncio de sobrecogedora afirmación de lo que ya teníamos sospechas y que a duras penas podíamos creer. Desde aquel instante yo sabría a qué atenerme, con la seguridad que ofrece una divina revelación. Hasta aquel mismo instante yo había sido, en cierto modo, un tanto egocentrista, reservado e inmerso en un mar de dudas.

¡Dios mío, Dios mío...! ¿No hubiera sido preferible haber ignorado cosa tal? O, ¿acaso necesitabas Tú revelarnos esta cruda realidad de una vez por todas? Bendito seas, por siempre, Señor...

—Escuche, padre —me dijo el hermano Gil, nada más verme aparecer en la sala—. No es la estática normal del espacio. Y, tal como yo lo entiendo, tampoco es el silencio cósmico.

Yo, pobre de mí, tan poco crédulo respecto a ciertas cosas del misterioso Universo, pedí calma y templanza en las operaciones, considerando un muy posible error en la apreciación de aquellas señales espaciales. Podía ser muy bien la reflección de nuestras ondas de radio sobre la luna, la reflección, también, de la misma energía de las grandes ciudades sobre capas densas en la alta atmósfera, el rechazo sónico de cualquier satélite artificial o, incluso, la concentración de ondas de radiación cósmica en la misma eclíptica de la Tierra alrededor del sol. Y, la más verosímil interpretación que se me ocurrió entonces, la reflacción de nuestras acumuladas ondas de radio sobre un planeta vecino, recordando, en aquellos instantes de nerviosismo y de emoción, cómo se había obtenido casualmente, hacía muchos años, un eco de esta misma índole sospechada por mí sobre el fantasmal planeta Ceres, que ocupa una misteriosa órbita intermedia entre Marte y Júpiter. El hermano Gil, con su serenidad habitual, me entregó un par de auriculares, invitándome a ser testigo y parte de un drama que dejó en mí huella imperecedera y triste por añadidura.

—No son señales que se refieran a códigos conocidos. Podría ser comparado a una variante del Morse; pero me temo que, aún agrupando selectivamente el sonido, no existe aproximación alguna a nada que se haya catalogado hasta ahora.

Yo entendía perfectamente lo que quería decir el hermano Gil. No eran puntos y rayas, desde luego. Aunque las señales eran muy débiles, una vez amplificadas, pudieron ser observadas unas constantes en cadenas de puntos con dos únicos y distintos tonos. El hermano Miguel estaba registrando el sonido desde hacía casi tres horas. De manera que...

—¿No han variado las coordenadas espaciales?

—No, padre. Lo que me hace creer que la distancia a que se encuentra el centro emisor es muy considerable. El rastreador automático ha variado su posición tan sólo en relación a nuestro propio movimiento siguiendo la alineación inicial de las ondas.

De todo ello se infería un punto aparente fijo. Di instrucciones para que no se tocase instrumento alguno durante el día, que solamente nos limitásemos al estudio de la banda sonora obtenida. Una vez tuvimos sobre nosotros el mismo mapa estelar, reanudamos la captación de aquellas señales. Pocos días después obteníamos la confrontación de nuestras observaciones con los equipos de varios radiotelescopios. Así, pues, aquello era un mensaje. Cuando llegamos a la conclusión de que la banda sonora volvía al principio, tras la repetición de un grupo de señales, desistimos de seguir grabando. La parábola, empero, seguía enfocando a cierto punto de la galaxia. Descubierta la banda y los períodos, fue relativamente fácil considerar el punto desde donde se radiaba el mensaje. Dicho punto era la estrella Procyón, haciéndonos considerar la posibilidad de que se tratase de un planeta del sistema desde donde se emitía.

¡Dios mío! ¿No estaríamos equivocados? Las ondas, hasta llegar a nosotros, habían recorrido una larga distancia. El mensaje había salido de Procyón hacía once años. A la velocidad de la luz... ¡Cuánto mejor hubiera sido ignorar este mensaje! No sé...

* * *

Se necesitaron ocho meses; ocho largos y angustiosos meses para descifrar aquel mensaje binario, ya que no era otra cosa, en definitiva, que un mensaje en forma binaria. El hermano Gil expuso una teoría muy atrevida, pero favorablemente acogida. He aquí la teoría: el lenguaje universal es binario en todas sus expresiones. Cero y uno, sí y no, bien y mal, verdad y mentira, vida y muerte, todo y nada, luz y tinieblas, frío y calor, amor y odio, arriba y abajo... Los matices intermedios, las tonalidades y cromatismos de los trayectos no eran sino sutilezas de una filosofía humana para la mejor comprensión de la gama general en la fenomenología universal. La morfología, en cada lugar y en cada instante, es dada por las conveniencias y los ambientes... Y la fuente del mensaje seguía radiando.

El ordenador realizó todas las agrupaciones posibles; rechazó las repeticiones; analizó, naturalmente, las cadencias; pasó después a la conversión idónea, para lo cual necesitó millones y millones de variaciones de grado N; compuso en varios idiomas la asombrosa cantidad de todas las frases posibles inteligibles, consumiendo, cual monstruo voraz, millones de kilovatios de fuerza y necesitando hasta llegar al horrible final tal cantidad de cinta perforada, que no pudo medirse en longitud sino en volumen.

¡Dios misericordioso! El mensaje procedía de una civilización que lo tenía todo. Toda la perfección material y todo el bienestar espiritual. Sí: también el espiritual, la paz espiritual, la serenidad espiritual. Todo... Pero, ¡ay!, también tenía el hastío, y el aburrimiento, y la desesperación, y la turbación, y la angustia, y la desolación. Desde hacía tiempo y tiempo, aquellos seres no sabían qué hacer con sus vidas, con sus mentes, con su espíritu. No tenían conciencia de la gran aventura del mal y, sin esperanza de una proyección, sólo esperaban el fin. Necesitaban algo, y lo pedían a través de la distancia en los océanos estelares, a través del vacío de años luz, a través de la única esperanza que les quedaba, de otras vidas en otros mundos.

¡Dios misericordioso! El mensaje procedía de una civilización, de una humanidad que lo tenía todo; todo menos a Ti. ¡Te desconocían, Dios! Te desconocieron durante toda su existencia. No tuvieron jamás conciencia de Ti. Les dejaste en el Paraíso, y los milenios idílicos les llevaron al pánico y a la desilusión a ultranza.

Y esto es lo que pedían en su mensaje al Universo, a quienes pudieran oírles, escucharles, interpretarles: ¡Salvación!

¡Qué angustia la mía! Y, sin embargo, pusimos todo nuestro entusiasmo en ofrecer la tabla de salvación a aquellos seres. La única tabla: el conocimiento de Dios. Tu conocimiento. Y el nuestro también. Nuestros sufrimientos, nuestras dudas, nuestros sinsabores, nuestro doloroso nacimiento, nuestra aciaga vida, nuestra siempre esperada muerte, nuestras luchas, nuestras esperanzas, nuestras alegrías, nuestros fugaces instantes de felicidad, nuestra gozosa aventura de ser humanos, nuestros errores en compañía del mal y la posibilidad de una auténtica salvación.

¡Cuántas cosas podíamos dar a aquella humanidad perdida, señor! ¡Cuántas cosas que el hombre siempre ha necesitado con toda el alma para el logro final de sus esencias, para el auténtico y verdadero fin en sí! Todo se lo daríamos a ellos, tan necesitados. Les daríamos amor. Les daríamos los símbolos de la Eucaristía, aunque con ello fuese implícito el símbolo de la duda, que es lo que nos hace tan humanos en la Tierra. Les daríamos el conocimiento de tu Hijo que dio su cuerpo y su sangre para sacarnos de las ciénagas de un pecado original. ¡Tantas cosas, Señor!

¡Qué claro veía yo! Gracias, Señor, por habernos expulsado del paraíso. Gracias por hacernos acreedores al sufrimiento y a la redención de una lejana culpa, llenando nuestro cuerpo de daños y nuestro espíritu de inquietudes. ¡Gracias por siempre te sean dadas, Dios mío!

Mas al entusiasmo siguió el momento más triste de mi vida. Investigaciones, verificaciones, la reflexión y... ¡Oh, Dios! Habíamos tenido un error. Se llegó a la conclusión de que el mensaje era correcto, que había sido bien recibido y mejor interpretado; pero el mensaje procedía no de Procyón, que estaba relativamente cercano, sino de M-82, a diez millones de años luz. Y no solamente eso, sino que, con ser casi una eternidad aquellos diez millones de años, no eran nada, porque, ¡ay!, ¿podían haberse salvado aquellos desgraciados seres, aun encontrándose en un extremo de su galaxia, de la horrenda y grandiosa explosión que se había producido en ella?

M-82 es una galaxia cuyo núcleo vomita chorros de hidrógeno hasta de mil años luz de longitud. Pocas cosas pueden salvarse en esta desgraciada espiral. Una cámara fotográfica en exposición de tres horas nos muestra claramente la horrible explosión de millones de estrellas. Cuando el mensaje estaba comenzando a llegar a nosotros ya no había allí nadie para emitirlo.

Habían desaparecido de la existencia. ¡Dios mío! ¿No pudiste darles nuestro mismo destino para que no se viesen en la necesidad de pedir limosna al Universo? Precisamente fuimos la Tierra quienes recibimos su mensaje. Nosotros que nos lamentamos de nuestra situación y de nuestra ignorancia. Nosotros que lo tenemos todo, sin admitir apenas nada. Gracias, Dios, por dejarnos con nuestras dudas. Gracias por nuestras taras. Gracias por saber a quién pedir auxilio. Gracias una y un millón de veces hasta el fin de nuestros días...