III

Hubo que sacar fuerzas de donde no parecían existir. Como pudieron, arrastrándose como animales inferiores, los hombres fueron en busca de aquellas preciosas semillas... Tambaleándose sobre sus débiles piernas ocuparon sitios en los laboratorios, estudiaron antiguos tratados ya casi carcomidos por el tiempo... Se organizó una fuerza de Policía y se plantaron los cimientos de lo que habrían de ser las futuras Fuerzas Armadas... Quejándose y maldiciendo, pero tuvieron que hacerlo...

* * *

Los dos jóvenes permanecían con las manos entrecruzadas, mirándose a los ojos. Cerca de ellos, en el parque, los niños jugaban en medio de sus alegres gritos infantiles...

—Ayer estuve en el museo del siglo XXIII y vi los antiguos «robots»... ¡Aquellas máquinas me dieron asco, querido!

—¡Y pensar que el hombre que salvó a la Humanidad fue el único que tuvo inteligencia entre aquella pandilla de insensatos! —murmuró la muchacha—. Solamente él comprendió la locura de la excesiva automatización... Es cierto que también utilizó una máquina, pero benéfica. Al paralizar a los «robots», obligó a que la Humanidad trabajase... que supiera lo que era ganarse el sustento por sus propios medios...

Se levantaron, y al pasar frente a una estatua, ambos le dirigieron una mirada de respeto. Reflejaba un hombre de dulces facciones y amplísima frente. En el pedestal, podía leerse en una placa dorada:

«A Oscar M. Rabenstein, salvador de la especie humana.»

Y siempre había flores al pie de la estatua...