VIII

Desde el principio, Cambell había estado luchando con aquella paradoja de los nativos, casi salvajes y correctos, en un planeta de una tecnología constructiva muy avanzada de la cual no se servían y con un lenguaje con visos de primitivismo y características muy avanzadas de métodos deductivos en preguntas y respuestas.

Y ahora que todo estaba bastante claro, seguía lo más terrible, que era tener que agradecer aquella retirada. Se apreciaba en aquella especie de escapada algo así como la docilidad ante la presencia de fuerzas superiores. Sin embargo, las fuerzas superiores estaban a su disposición. Luego, dejaban lugar a otros seres para que ocuparan su puesto de responsabilidad en el Universo. Y esto parecía lo más lógico, considerando siempre un grado tan avanzado de civilización de los mal llamados nativos. Cambell los había denominado los hijos de las estrellas con la completa aprobación de sus compañeros de investigaciones, incluido el joven Ratsbonne. —Comandante —dijo nada más entrar en la sala despacho del jefe de la colonia—, deseamos exponer unas teorías acerca de este planeta. Creemos esto urgente por suponer que los hijos de las estrellas, perdón, los que hasta ahora habíamos creído nativos, pueden desear salir del planeta de un momento a otro. Tal vez esta noche. En tal caso, le ruego los dejemos reunirse allá donde ellos lo hayan convenido, sin mayores inconvenientes ni trabas por nuestra parte. Le ruego lea el Resumen del Análisis General. Usted verá claramente cual es la situación.

Tomó el comandante las cartulinas y se dispuso a leer.

—¿Pueden esperar en la antesala de servicio? Allí estarán cómodos.

Salieron los cuatro hombres y se dispusieron a esperar la determinación que estimase conveniente adoptar el comandante.

—Yo diría que es esta noche, señor —dijo Ratsbonne—. Me lo dice el hecho de que los ooz hayan abandonado las placentas.

—Puede ser. Además, está el aumento de energía. Puede ser que se esté reuniendo todo el pueblo errante en algún lugar, disponiéndose a ascender hacia las estrellas.

Mendel parecía preocupado. Y Cambell también. Interrumpió sus reflexiones el paso de una patrulla por el lado mismo del ventanal. Poco después se oyó el ruido de pasos en el despacho del comandante y rumor de motores en la plataforma de móviles volantes.

Se abrió la puerta de la antesala y apareció el comandante. Parecía excitado y resuelto a tomar cartas en el asunto. —De acuerdo, señores. Pero hago una salvedad. Dado que han sido localizados estos... hijos de las estrellas y que cada vez va aumentando el número de los convocados, he tomado la determinación de observarles lo más cerca posible. Cuando quieran, señores...

Y salió seguido de los demás. Un capitán patrullero se unió a ellos y todos juntos fueron hacia la plataforma de los móviles que ya estaban preparando sus motores. Ocuparon sus plazas y también dos grupos de patrulleros con sus jefes al frente en los móviles que esperaban al efecto.

Algo más de una hora después descendieron y pararon los motores. A unos dos o tres kilómetros de distancia se distinguían perfectamente los detalles de una gran ciudad. La luna alargada de Milton reflejaba alguna claridad sobre una gran explanada de arena que se extendía a la derecha de la ciudad. A medida que los hombres se acercaban a la explanada, más intenso era el rumor que habían captado desde el principio de posarse en el suelo. De la gran ciudad también llegaban sonidos intensos.

—Señor —dijo Ratsbonne—. Hay peligro de que los ooz acusen nuestra presencia y escapen sin ayudar a los hijos de las estrellas. Debemos esperar aquí los acontecimientos.

Y en aquel momento el comandante extendió la mano y las patrullas se tendieron en la arena. Los cascos mates todavía brillaban a la tenue luz del satélite.

Contemplaron los hombres un magnífico espectáculo de miles y miles de cuerpos que brillaban al sortilegio de aquella reunión. De pronto un grito general y las masas de hijos de la noche se pusieron en movimiento con las manos en alto. El ritual de una gran ceremonia daba comienzo. Los cuerpos completamente desnudos irradiaban una extraña fosforescencia. Los ecos de un canto llegaron hasta los hombres de la Tierra que asistían conmovidos hasta lo más profundo de su ser al espectáculo cósmico que se les ofrecía.

Un enorme oleaje de brazos se movía en forma de círculos continuos. El canto tenía su ritual en las tonalidades, y la danza de los brazos marcaba el éxtasis de los misteriosos hijos de las estrellas.

De pronto, un brillo cegador apareció sobre la ciudad y fue desplazándose hacia el lugar de la ceremonia de los cuerpos. La llanura comenzaba a ser un incendio maravilloso de fantásticas proporciones. Se confundió el brillo cegador con la llanura y, tras un ensordecedor alarido, una masa en movimiento de espiral lento pero decidido fue ascendiendo y ascendiendo. El brillo cegador se fue perdiendo en la noche de los espacios. La llanura quedó solitaria y triste, tal como se había predicho. En la memoria de los hombres quedaba la nostalgia de una ceremonia más importante que la misma vida de cada uno de ellos.

Y cuando regresaron a las naves voladoras, apreciaron una difícil desolación por doquier. Milton ya no era el paraíso de los hijos de las estrellas desde el momento que los hombres de la Tierra se quedasen en el planeta.

Arriba brillaba Andrómeda y más arriba todavía las constelaciones y más arriba las nebulosas y más arriba el sinfín de las estrellas. Millones y millones de años luz y millones y millones de años tiempo concreto de la Tierra contemplaban a Milton, avanzada de una nueva civilización insospechada.