JURGENS
La historia, en aquellos días, era un murmullo, apenas captado por algunas personas privilegiadas. Todas las demás que formaban el pueblo, ya no recordaban nada. El tiempo había matado la memoria de un pasado ciego. La religión recobraba, a fuerza de fatigas y decepciones, un lugar que siempre había ocupado entre los hombres. En algunos lugares, órdenes que iban reapareciendo, paulatinamente y como con reticencia, ocupaban un corro de tierra o unas ruinas, poniendo en marcha antiguos ritos y antiguas formas de vivir en comunidad.
Es así, tras grandes penalidades, y no menos gloria ignorada, en medio de toda suerte de necesidades y miserias del cuerpo, ya que no del alma, que aquella comunidad de dominicos vio, al fin, concluida la obra de su iglesia. Este edificio, ni pequeño ni grande, era el último jalón de la Orden en el Este de Europa, una Europa sumergida nuevamente en el oscurantismo de un medievo del tercer milenario.
Sí: una nueva era oscura. Aunque algo había en ella suficientemente claro: las perspectivas hacia un progreso estaban perfectamente canalizadas. Sencilla y llanamente, no habría perspectivas y de ello se encargarían los señores, celosos del bienestar de sus propios y respectivos feudos; lo que significaba que se había llegado a la definitiva conclusión de que tal forma de vida debería perdurar por siempre. No habría perspectivas y no habría, por tanto, progreso. El mundo no podía correr el riesgo de un nuevo siglo XXI; de ninguna manera se toleraría el suicidio colectivo.
Así, pues, con esta forma rígida, se permitiría a la naturaleza enfocar sus innumerables amenazas de pestes, enfermedades, catástrofes y demás cataclismos que fueran manteniendo a la humanidad en su justa medida de las cosas y en su verdadera dimensión demográfica.
Los señores feudales, que en sí no eran sino los hombres más fuertes en las distintas comarcas y regiones, se preocupaban de mantener el orden y la disciplina de una sociedad libre y, a su vez, controlada, pero siempre basada en el respeto de unos a otros y en el acatamiento a la autoridad como medio de conseguir el único fin, la felicidad de una sociedad con derecho a la vida y la obligación de sobrevivir. Se reconocía un designio no específico a criterio de cada individuo. Cada cual podía tomar los derroteros que deseara y hacer con su vida lo que le viniera en gana; pero nunca en perjuicio de los demás. Existía un control del que cada señor feudal era el responsable; un control sobre cultura, entendiendo que el progreso tenía sus límites, las ciencias las más reducidas y precavidas periferias, la tecnología sus fronteras bien específicas, y así en todos los campos del saber humano. No se volvería a pasar jamás el semáforo rojo que marcaba peligro para la especie humana. El progreso estaba tan sólo en la mente autónoma y tan sólo como una eficaz protección a ésta, los hombres podían practicar únicamente las bellas artes. La música tenía sus limitaciones por razones que se escapaban a la comprensión general. Gran campo para la imaginación de los hombres era practicar en toda su posible e ilimitada extensión la belleza como actividad. La tecnología se limitaba a crear solamente los útiles de trabajo que fueran sustancialmente imprescindibles para aliviar un tanto la fatiga del cuerpo; pero había prohibición absoluta, bajo severísimas penas, de rozar los límites tecnológicos que pudieran poner en peligro aunque tan sólo fueran las normas. Y las normas databan entonces de varios siglos atrás. Y la era oscura, o demasiado clara, de los señores feudales, gozaba de una paz poco menos que absoluta. Y la mente no era tan perezosa; se había convertido en la primera potencia, a pesar de todos los inconvenientes inherentes a un sentido estricto e incluso draconiano de conservación. Y los valores espirituales estaban recuperándose del golpe recibido a principios del viejo año dos mil.
Y, hablando de religiones, sólo podemos decir que la única perdurable varios siglos después de la explosión de las voluntades humanas con visos de individualismos, era la religión cristiana. Y sus continuadores, dentro de las mismas órdenes de los viejos tiempos de la prosperidad y del progreso, iban recuperando terreno e incluso conquistando zonas jamás holladas por los pies descalzos de los monjes peregrinos y misioneros. Unos solitarios y otros en comunidad, los nuevos discípulos y apóstoles de Aquél que un día murió en la cruz, iban ganando terreno por el mundo entero, lo cual era obvio nunca habían conseguido. Salvo algunas precauciones, ahora ya escasas, habían cesado los días del martirio colectivo, de aquellas verdaderas carnicerías; pues se les había hecho acreedores de verdadera culpabilidad, debido, principalmente, a que llegaron a cultivar, en ocasiones y según qué órdenes, más el comercio y la industria que la piedad; más las ciencias y la investigación que la auténtica apología del amor; más la ostentación de rango, autoridad y legalismo que una genuina y evangelista humildad. Y aquel viejo fenómeno de la religión, los señores feudales no iban a permitir se repitiese. Se había llegado a un rango especial y exclusivo en el uso y respeto de las libertades humanas.
Tan sólo podía un monje aceptar limosnas en materia o sustancia para atender a sus necesidades mínimas e inmediatas. Nunca dinero o riquezas, bajo apercibimiento de un porcentaje muy fuerte de penas, tanto para el donante como para el receptor. Cada comunidad religiosa debía atender a sus necesidades y preocupaciones materiales como mejor pudiera hacerlo cualquier otro ser humano. Para ello contaba con la libre elección del lugar, si así lo quería. Una vez aposentada la Comunidad en un espacio de terreno, libre de requerimientos particulares, el señor feudal hacía donación legal y oficial del terreno en cuestión o del edificio en ruinas de que se tratase, pudiendo, entonces, los monjes labrar su porvenir y su presente, lo que quería decir equilibrar y solidificar su estancia. Incluso solían contar, posteriormente, con la asistencia de señores y caballeros, así como de muchos ciudadanos, todos los cuales, con la mente abierta a toda especulación espiritual, decidían rellenar el hueco en la Iglesia y, de este modo, la Comunidad, la Orden y la Iglesia se sentían de nuevo confortablemente, tal vez más confortables que nunca en su historia lo habían estado. No tenían privilegios, pero tenían más sagrados derechos que en toda su larga vida. Lo cual era bueno, muy bueno. Veré Dignum.
Habiendo realizado un poco de historia, ahora ya sabemos por qué aquella Comunidad de dominicos había invertido casi toda, su vida en erigir una hermosa iglesia, templo de regulares dimensiones. Además, podía considerarse aquella geografía como tierra de adelantados, ya que en los antiguos tiempos tan sólo habían sido ocupadas y no por muchos años, por una regular fuerza de cismáticos que habían sido neutralizados fácilmente por las fuerzas ateístas de las aberraciones que imperaban en el siglo XX. Una de las aberraciones era el ateísmo materialista, lo cual había supuesto el terrorífico antagonismo de toda religión, máxime de la religión de Cristo.
Pero había transcurrido el tiempo, mucho tiempo, y ahora se respiraba felicidad, gracias a la nueva era oscura que había llegado al mundo. La máxima piedra angular de lo espiritual acababa de ser situada con el respeto de todos para cada uno y de uno para con todos. Y, además, para regular el orden de las cosas, estaba el miedo a la máxima autoridad del feudo. Pero, en realidad, era la fuerza al servicio del bien. Todo era bueno, si al fin se evitaba caer en antiguos errores.
Otros monjes, con tantas ansias de Dios como aquellos dominicos, habían recorrido los mismos caminos. Pero el padre Sixto y los hermanos Pablo, Jesús, Key, Cayetano, David y Jacinto, habían logrado una gran victoria, erigiendo una casa abierta al culto, no muy lejos del Ararat. Y, por añadidura, era un buen lugar, paso para muchos peregrinos y misioneros camino de Oriente, tierra de promisión para los religiosos de las distintas órdenes. ¡Oriente! Rara contradicción con las esencias del Cristianismo, religión que, habiendo nacido en su amplia geografía nunca había podido consolidar sus posiciones. Este era el hecho: un hito más para el camino de la gloriosa cruzada que suponía el regresar con la cruz al lugar de donde se había salido hacía tanto y tanto tiempo. Solamente con entusiasmo y fe. Sin armas, sin demasiados sermones... Solamente con entusiasmo, con fe y con cinco dedos en cada mano. Habían tenido muchos, infinitos instantes de desfallecimiento; pero la duda nunca había surgido en medio del trabajo agotador de la jornada, sino poco antes de la primera hora del día cuando, con las primeras luces del alba, el mundo anunciaba su propio imperio en medio de las estridencias del canto del gallo, cuya osadía llegaba a tanto como hasta repetirlo por tres veces.
—Recordad, hermanos —decía entonces el padre Sixto—, que si nuestro Señor fue negado hasta tres veces por la misma piedra de la Iglesia, nuestra iglesia no va a ser negada ahora en menos ocasiones.
Y los hermanos de la Comunidad reanudaban sus deberes y tareas con más amor y más ánimos, si cabe, que el día anterior.
Y, así, de este modo, entre sudor, dudas y hasta alguna lágrima que otra, surgida en la soledad del intento, fue rematándose la labor en la construcción de la nueva casa de Dios. Vióse esta obra de fábrica coronada con una gran torre, como siempre había sido de rigor; en la torre, al final de ella, una esfera a medio camino de las alturas; una cruz, final del largo trayecto ascendente, poco antes de rozar las nubes. Elevación, mundo y sacrificio, signo de una realidad que constantemente ha acompañado a las criaturas que crecen, viven y mueren en el temor del Señor de todas las cosas.
Pero, ¡ay de los hombres! La imagen de Cristo no aparecía en parte alguna de aquel templo, a pesar de estar bien presente en todos y en cada uno de los rincones. Mas para completar un rosario hace falta hasta la última cuenta. Y alguna más. Faltaban imágenes y, sobre todo, la talla de la Virgen María. ¡Siempre faltan tantas cosas!
De modo que cuando el anciano obispo de Nueva Anatolia recibió al padre Sixto, ya sabía aquél cuál iba a ser la petición de éste. Le reconocía un buen dominico; batallador, voluntarioso, lleno de piedad... Tan sólo necesitaba una inyección de santa paciencia, aunque bien mirado, hasta el Señor había estado impaciente por recibir la cruz. Sí, bien mirado, la impaciencia no era un pecado; no, no lo era...
—Ya tenéis vuestra iglesia construida, ¿no es así? —dijo el anciano ministro de Dios en aquella región del Mundo.
—Así es, Ilustrísima —repuso el padre Sixto, sin atreverse a mirar de frente al anciano.
—Alzad la vista; alzad la cara bien alta, padre. Quiero leer en vuestros ojos cuál es vuestro estado de ánimo —pidió el obispo, todo bondad, como correspondía a su dignidad.
—¿Mi estado de ánimo, Ilustrísima? —acertó a decir, a su vez, el padre Sixto que, en realidad, no sabía hacia dónde dirigir la mirada.
—Bien está, padre. Pedidme lo que necesitáis. Y líbrenos el cielo de que necesitéis dinero, ya que de esto apenas hay nada en nuestros bolsillos.
Ante estas palabras, casi acariciantes, el padre Sixto pasó a explicar el motivo de su visita.
—Ilustrísima —dijo—, sabéis que la iglesia, tal como está ahora, se encuentra vacía. Quiero decir que faltan imágenes, tallas y demás... Aparte de que esperamos vehementemente, Ilustrísima, la talla de la Virgen María que, con mil perdones, nunca acaba de llegar. Necesitaríamos también...
—Lo sé, lo sé, padre Sixto. Pero tened en cuenta que todo se andará por sus propios pasos. ¿No pensaréis, por ventura de Dios, desvestir un santo para vestir otro? Padre: paciencia, mucha paciencia...
Como viera el anciano obispo que su interlocutor no replicaba, ni había visos de que tal cosa ocurriera de inmediato, prosiguió:
—Pensad, padre, que para una obra de nueva estampa, como lo es vuestra iglesia, nada mejor ni más a propósito puede haber que ornamentos nuevos e imágenes también nuevas.
—Sí, Ilustrísima... Para un nuevo santo una nueva aureola —dijo escapar, cariacontecido, el padre Sixto—. Perdón, Ilustrísima: es mi impaciencia la que me hace expresarme así.
—Se comprende, padre, se comprende. Mas algo puede hacerse, empero, por vos y por vuestra impaciente Comunidad. Sabed que quien tiene el encargo de hacer la talla de Santa María del Valle es un gran artífice, a la par que un gran genio. Hace las cosas de un modo excepcional.
El padre Sixto denotó cierta extrañeza, por lo que el anciano obispo se apresuró a aclarar lo concerniente al artífice.
—Naturalmente que este hombre cobrará en dinero y no en oraciones, precisamente. Para ser exacto, os diré que es un hombre imposible, lo que se dice imposible. Siempre necesita dinero... Como quiera que tiene ciertos vicios... En fin padre, que es un pecador en toda la extensión de la palabra. Verdaderamente, un hombre imposible, os lo aseguro.
—¿Imposible, Ilustrísima? —preguntó el padre Sixto.
—Imposible, sí; así como suena —repuso el obispo—. Imposible por cuanto tiene tanto de artista genial como de abandonado y manirroto; así como tanto de virtuoso con sus manos como defectuoso con su alma. Lo encontraréis, a poco que es lo propongáis, en cualquier antro de mala muerte. Os recomiendo precaución y paciencia en el trato con este hombre. Se llama Jurgens. Es posible proceda del Norte de Europa. Habla tres o cuatro idiomas, aparte de algunas lenguas ya en desuso. Es muy inteligente y muy difícil.
—Entiendo...
—No podéis entender, todavía. No, hasta haberle conocido. Una vez que le conozcáis tal vez entenderéis verdaderamente lo que quiero deciros. Y cuando os entregue la talla de Santa María del Valle, será una gran victoria la vuestra si lográis retenerle en la iglesia, porque os la revestirá con todo primor y belleza. Pero quiero advertiros que tendréis que librar una gran batalla con Jurgens.
—Con licencia de vuestra Ilustrísima, iré al instante en busca de este Jurgens.
—Id con Dios, padre. Os recomiendo, otra vez, paciencia —insistió nuevamente el anciano obispo—. No os exagero si digo que este Jurgens es tan metafísicamente difícil que tendréis que librar con él batallas tales que el mundo os parecerá una lluvia de rosas en comparación con tamaña espina.
—Iré de todos modos —afirmó el padre Sixto.
—Gustáis de las dificultades, ya lo veo.
—Son el aliento del Señor —dijo por toda respuesta y comentario el dominico.
—Id con Dios —concluyó el anciano obispo.
El padre Sixto halló al artista Jurgens en su taller, trabajando precisamente en la talla de la Virgen de Santa María del Valle. De modo que, pudiendo apreciar el trabajo realizado, poco pudo decirle respecto a la premura del tiempo.
—Así, hermano, que ya la quisieras ver concluida. Pues estas cosas se han de hacer despacio. El tiempo no tiene valor para nadie y menos para vosotros los hombres de iglesias y rezos. Además, ¡qué diablos!, fue hace cuatro días, como quien dice, que me la encargaron.
—No... No puedes imaginar cuánta falta nos hace esta imagen. La iglesia...
—La iglesia, hermano, esperará. Ha esperado siempre. Y el que no podrá esperar seré yo. ¡Maldita sea mi estampa! Tengo necesidades. Y si me dedico exclusivamente a vuestra dichosa talla, no logro explicarme cómo podré mantenerme en pie. Habrás venido sin malditas las ganas de soltar un centavo más a cuenta, ¿no es cierto? El obispo debe creer sinceramente en los milagros.
—Dios proveerá. Todo depende ahora de ti. Termina el trabajo y tendrás el resto de tus honorarios —dijo humildemente el padre Sixto.
—Dios proveerá... ¿Por qué no vas a otro con ese cuento? No habrá talla, ya lo sabes, si no hay dinero. Vuelve dentro de otra semana y, si me he sentido con ganas y no he muerto de inanición, la tendrás terminada y a tu disposición. El mundo, hermano, es de los artistas. Ya era hora. Gracias a nosotros, ahora la Tierra empieza a tener belleza. Esculturas, jardines, obras pictóricas, maravillosas cerámicas... una verdadera expresión de cordura. Gracias a los artistas, este mundo se salvará. Dios no proveerá. No lo ha hecho nunca. Hizo el Universo, eso puede ser cierto; construyó nuestro mundo y eso también puede ser muy cierto; pero somos nosotros, los artistas, los que han de salvarlo de tanta estulticia y dejadez. Dios duerme; su séptimo día durará otra eternidad. Mientras tanto nadie ensalzará su obra como el genio de los artistas: ésa es nuestra obligación. Nada de sueños vanos ni quimeras estúpidas. Ahora el arte se valora como realmente se lo merece. Nosotros, los artistas, somos el alma de la belleza; nosotros somos la materia que trabaja la misma materia hasta hacerla victoriosa. No lo olvides, hermano. Bien merece que se nos pague nuestro trabajo como es debido.
—Yo no dudo...
—Ya te puedes marchar, hermano. Y cuando vuelvas por la talla de tu Virgen, trae el dinero, si no es pedir demasiado. Díselo a tu obispo, que me parece está en la creencia de que yo os iba a regalar mi trabajo. Yo no me mantengo de promesas, ni del aire tampoco. Ahora, déjame tranquilo de una vez. No puedo trabajar con tanta gente a mi alrededor. ¡Déjame ya!
Aquel hombre inaccesible, resultó para el padre Sixto más imposible de lo que el anciano obispo habíale dicho. Jurgens volvió a su trabajo, y el pobre dominico, con un gran susto sobre sí y absolutamente perplejo, salió del taller. Salió del taller y también de aquella ciudad. Había mucho que hacer en la iglesia. Realizó unas adquisiciones y reemprendió el regreso.
Verdaderamente, quedaba mucho por hacer en el templo y en la Comunidad, tanto fuera como dentro. Revoques, rejas, losas en las entradas, baldosas de tierra cocida en el atrio... La recogida de los frutos del campo y de la huerta, su transporte a la ciudad para su venta... Y mil detalles más, tan necesarios para la buena y continua marcha de la obra comenzada.
Transcurría el tiempo de forma inexorable. Y la semana que Jurgens pidió había transcurrido con creces, hasta el punto de que había sido multiplicada por cuatro. La iglesia, para abrir sus puertas al culto, no necesitaba más que la imagen de la Virgen, una vez que oportunamente hubiera sido entronizada. Pero todo parecía indicar que Jurgens se había dormido pensando en otras cuestiones. Hasta que un buen día, aquel decidido dominico que era el padre Sixto determinó atacar en firme la plaza fuerte del hombre imposible al que le había sido encomendado tan señalado trabajo.
Es por esto que, mientras la Comunidad en pleno se dedicaba a sacar el máximo provecho de las tierras que le habían sido concedidas por el señor feudal, el padre Sixto recorría con su burro el largo camino desde la pequeña aldea hasta la ciudad.
—¿Sabes, hermano Cayetano, que el padre Sixto ha salido por segunda vez en busca del artista? —dijo el hermano Jacinto, bajo los primeros rayos de sol de aquella mañana.
—Lo sé, hermano, lo sé. La imaginación de estos artistas se pierde, a veces, entre los más extraños mundos. Por eso algunos se retrasan en la entrega de los encargos. Por lo demás, la impaciencia ya no dejaba vivir al padre.
—Naturalmente: no es para menos. Ha pasado harto tiempo y no hay indicios de que ese hombre acabe su obra. Parece, realmente, como si estuviese bromeando. Estos artistas...
—No hay que desesperar, ya que todo llega —tranquilizó el hermano Key.
—Sigo pensando que tanto aparato y tanta demora por parte de un simple artista, no es para darle tanta importancia —siguió protestando el hermano Jacinto.
—¡Ay, hermano, cuánto te pareces al padre Sixto! Has de saber que todo aquello hecho por el hombre, tendrá más valor cuanta más demora sufra en su realización —sentenció el hermano Key.
—¡Válgame el cielo! —casi gritó el hermano Jacinto—. ¿De modo que crees, hermano, que ese buen hombre que tanto se retrasa en su obra tiene razón para estar mano sobre mano la mayor parte de su tiempo, sin sufrir más preocupación que la que le cause su remordimiento? Dudo que esto del remordimiento vaya con él.
—Piensa, hermano impaciente, que en este mundo no sabemos de la misa la mitad. Aquel a quien nosotros juzgamos ahora puede mañana taparnos la boca con buenas razones. Sus razones nunca serán las nuestras. Y al contrario.
—Pues roguemos para que este hombre no se retrase medio siglo en acabar la talla de la Virgen. Y roguemos también para que nosotros lo veamos.
Mientras que con tales lamentos y protestas estaban los monjes de la Comunidad, el padre Sixto, que a la sazón se hallaba sólo a unas dos millas de la ciudad, se había encontrado en el camino con un soldado del señor feudal, que se hallaba ya de regreso de una de las misiones que le había llevado a hacer un largo recorrido por el territorio.
—De modo, hermano, que vas a ver a Jurgens...
—¿Le conoces, acaso? —preguntó el padre Sixto, tratando de caminar con su asno junto a la cabalgadura del soldado.
—¿Que si le conozco? —y el soldado soltó una larga carcajada que asustó a un par de tímidos gorriones que andaban saltando por las ramas de un árbol, al lado del camino—. Ya lo creo que le conozco.
—¡Menos mal que al fin le conoce alguien! —exclamó el atribulado dominico—. Menos mal...
—Le conozco muy bien. Por desgracia me encontré con él y adivina, hermano, quién salió perdiendo. Yo perdí todo mi dinero; otros sufrieron también las mismas consecuencias —el soldado parecía lamentarse de su encuentro con Jurgens—. Más que un artífice o artista es un empedernido jugador, un tramposo y un pendenciero, además de un borracho y un mujeriego. Se cuentan cosas de él...
—¿Por ejemplo? —inquirió, lleno de curiosidad, el padre Sixto.
—Tiene una inteligencia poco común. Es... ¿Cómo diría yo? ¿Muy sensitivo? Bueno, yo no lo he visto: pero hay quien cuenta de Jurgens y no acaba. Dicen que puede... que puede elevarse y avanzar en el aire. También se dice que domina la materia, de una forma extraña. Es como un brujo o algo por el estilo, si es que entiendes lo que quiero decir. Ya sabes... Tras mucho tiempo trabajando el pensamiento, formando la mente de cierta manera, existen personas que han logrado estas propiedades, estos poderes.
—Yo no sé que exista nadie con una mente tan poderosa como tú dices, a pesar de que alguna vez he oído comentarios. Más bien son viejas supersticiones.
—Pues, existen. Jurgens es uno de esos individuos. Sólo falta comprobarlo. Entonces veremos qué se hace con él. A mi señor no le gustan los hombres con poderes mentales, pues los considera conocedores de antiguas sabidurías que llevaron a la humanidad a una de sus viejas catástrofes. Dice mi señor que, de permitirse estas prácticas, seguramente se llegaría a correr el mismo riesgo de principios de milenio. Ya sabes, culto a la belleza, a la verdad, a la sencillez... Y todo en servicio del bien común.
—En fin...
—¿Tienes algún negocio con Jurgens? —preguntó intrigado el soldado.
—Sí, en efecto. El recibió el encargo para realizar la talla de una imagen. Debió haberla terminado hace algún tiempo. Todavía esperamos. Es desesperante...
—Que tengas suerte, hermano; las armas que tienes a tu servicio, a pesar de obrar milagros sobre el mismísimo diablo, dudo que puedan servir para vencer a Jurgens. quien se ríe del mismo Satanás. Yo no me tengo por hombre de prejuicios y temores; pero te sugiero te guardes muy bien de ese pájaro. Un día, la justicia le meterá definitivamente en cintura; pero hasta entonces me temo que hará más de una fechoría.
Siguieron charlando hasta la entrada de la ciudad. El soldado, ante unas esculturas de bella estampa, señaló con su mano la atención del dominico.
—¿Jurgens? —preguntó el padre Sixto.
—Sí, Jurgens. En escultura, lo mismo le da labrar en madera, como en piedra, como en metal. Verdaderamente, es un gran artista. Personalmente es un ser que más bien parece haber nacido en el mismo averno. Te lo aseguro... Ten mucho cuidado.
Y allí, en medio de aquel parque, entre las obras de arte salidas de las manos de Jurgens, monje y soldado se despidieron deseándose mutua suerte.
En aquella nueva ocasión, en aquel viaje, el padre Sixto prefirió, ciertamente, no pedir audiencia al anciano obispo, tanto por no molestarle, como por no inquietarle con el objeto de su visita a la ciudad. Se dirigió directamente al taller de Jurgens. Estuvo a punto de hacer la señal de la cruz; pero no lo hizo por parecerle un tanto exagerado. Sin embargo, no sin dejar de encomendarse a todos los Santos de la Corte Celestial, allá que se entró el buen dominico, con más obligación en su alma que agilidad en su espíritu. Pero, ¿cuál no fue su desencanto al hallar vacío el taller? Se apresuró a salir a la calle, y en ella se estuvo, reflexionando, dudando entre preguntar por el artista o esperarle hasta que regresara.
En estas estaba cuando una mujer, con un gran cesto sobre la cabeza, se paró ante él.
—¿Esperas a Jurgens? —preguntó amablemente.
—Sí, buena mujer. ¿Puedes decirme por dónde anda? ¿Está en la ciudad? —inquirió a su vez el padre Sixto.
—Estará, con seguridad, en una casa que hay al final de esta misma calle. Es una casa... muy particular. La conocerás en seguida. Está pintada de azul y blanco y tiene un nombre en la verja: La Tapadita. Sí; casi con toda seguridad que Jurgens seguirá allí —y la mujer del cesto en la cabeza siguió adelante sin esperar más comentarios.
La calle ascendía entre un verdadero aquelarre de piedras. Piedras en las aceras, piedras salientes en la fachada de cada casa, piedras en el pavimento de la calzada... Un verdadero calvario... Las construcciones, con verdadero sentido arquitectónico de lo que sería una auténtica anarquía, surgían del suelo como un rosario de blasfemias. Cada individuo era amo y señor de su vida y hacienda en el más amplio sentido; podía hacer lo que le viniera en gana con su dinero, legalmente ganado y atendiendo a su personal sentido de la estética. Invertirlo en moradas discrecionales y siguiendo el prurito de cada uno, era algo tan racional como la misma libertad de que se gozaba en los tiempos de la nueva era oscura, inconscientemente provocada por el tecnicismo loco de los siglos anteriores, pero mantenida bajo una dirección más discreta y serena por parte de los señores feudales, los cuales no permitirían, de modo alguno, ser superados por los acontecimientos ni dominados por las circunstancias. Estos, los señores feudales, para no permitir que la libertad del individuo se viera en apuros, habían determinado hacía ya mucho tiempo impedir, por todos los medios y procedimientos a su alcance, la constitución de gobiernos centrales; pues la historia había demostrado que un solo sabio —si por sabio se tenía al gobernante— no era suficiente para mantener el equilibrio de la paz, la tranquilidad y la serenidad sociales. De la nueva forma se extraían las mejores ventajas, y casi sin control, sin aquel control abigarrado, entre una administración complicada y un sentido de organización del momento, se llevaba a cabo un preciso y exacto orden en las vidas, las propiedades y el mundo todo de una sociedad que todavía mantenía en su interior un horrible sentido de culpabilidad debido a un cuasi fin del linaje humano.
Por esto es que la calle que conducía a la casa en donde debía encontrarse Jurgens era una verdadera anarquía. Pero bien entendido que esta anarquía producía en el ciudadano un dulce sopor de felicidad. La calle suponía una paradoja más, surgida en los nuevos tiempos. Además, si bien no existía tanta comodidad de utensilios y aparatos de consumo hogareño, las cocinas estaban bien surtidas. Hemos de considerar que un gran porcentaje de la humanidad se dedicaba por entero a las faenas agrícolas, con lo que se aseguraba el suministro de viandas.
El padre Sixto, haciéndose sus propias reflexiones, se apercibió de que su olfato había captado un incierto pero agradable tufillo que surgía de las casas en aquella hora próxima a la del almuerzo. El almuerzo... Esto le hizo recordar que se encontraba en ayunas. Pero lo primero, era lo primero.
Y llegó a la casa por cuyas referencias parecía ser la que albergaba a Jurgens. Tras atravesar un sombrío patio, todo muy bien empedrado y limpio, abrió una cancela bajo un dintel repleto de bugambillas. Nuestro dominico llegó ante el umbral de una puerta de madera, muy bien trabajada y con apliques de hierro forjado. Tiró de una cadenita; al otro lado dejóse sentir el tintineo de una campanilla. Abrióse la puerta de par en par y cuál no sería la sorpresa de la moza ojinegra que salió a recibir al visitante que, como disparada, desapareció de la vista del padre Sixto. Luego se llegó hasta él otra mujer, entrada en años y también en carnes, muy bien vestida y alhajada, ya que esto de bien vestirse y bien alhajarse ha sido muy propio en todo tiempo de doncellas y aún de dueñas que, por su modo de vivir, ni las primeras han sido tales ni las segundas cuales.
La mencionada dueña, sin franquear la puerta, requirió de muy mal talante al padre Sixto para que dijese qué le había llevado a aquella casa a la cual no se le había llamado. A lo que contestó el dominico en razón del propósito que tenía de ver a Jurgens, el artista al cual se le tenía hecho un encargo de su Comunidad. La dueña, ya con el gesto menos agrio, se volvió para el interior de la casa en busca de Jurgens que, en tales momentos, estaba en su gloria dando buena cuenta de un palomo bien regado con un vino «ad hoc». Cuando el artista supo quién preguntaba por él se indignó y estalló en una sarta de denuestos que hasta la misma dueña escapó, si no escandalizada, sí bastante asustada, de la estancia.
—¿Qué vienes a hacer aquí, rompiendo la calma de esta casa? —gritó medio bestial, medio festivo el artista.
—Yo no quiero romper la calma de esta casa. Y, ante todo, buenos días tengas, Jurgens.
—Bien. ¿Qué deseas? Supongo que si has vuelto por la talla habrás traído contigo el resto de mis honorarios, ¿no?
—¿La tienes terminada? —preguntó el padre Sixto, esperanzado en sobremanera y con la mirada brillante.
—¡Pues claro que sí, hermano! ¿Quién crees que es Jurgens? Jurgens es un caballero, hermano, que cumple siempre lo que promete, aunque si bien es cierto que no gusta de hacer excesivo número de promesas. Di a Su Ilustrísima, como tú debes llamarle, que quedará altamente complacido... Sí... Ha quedado divina...
—¡Ay, alabado sea Dios! —el padre Sixto ya casi ni escuchaba las palabras del pecador Jurgens, tanta era su emoción.
—Alabado sea Dios... —remedó el tal Jurgens—. Así sea, hermano, así sea. Ahora déjame en paz y vuelve por el taller después de la hora de la siesta. Y no dejes de ir preparado con el dinero.
—¡Ahora mismo! ¡Ahora mismo, Jurgens! —dijo muy grave el padre Sixto—. ¡Ahora mismo!
Jurgens se quedó mirando, boquiabierto, al monje, a aquel insignificante dominico que le instaba con tanta urgencia y seriedad para que le entregase el trabajo. Algo debió de ver el artista en aquella expresión que, sin más, le siguió calle abajo hasta el taller. El era un artista y además un genio. Lo que quedó archidemostrado ante su obra bien acabada.
Lo había dicho el obispo. Y ahora el padre Sixto tenía ante sí la demostración más exacta de quién era el genial Jurgens. Nuestra Señora del Valle... El pobre pero feliz dominico permaneció minutos y minutos extasiado ante la imagen. Y en verdad que merecía la pena haber esperado tanto tiempo. Ahora, en aquellos instantes, comprendía que una obra de esta magnitud no era cosa de un día, ni de un mes tampoco. Era...
—Es un milagro —acertó, por fin, a decir el padre Sixto, rompiendo el silencio.
—Como quieras, hermano. No quiero discutir contigo, ni con nadie. Es una obra salida de estas manos. Y podría hacer más.
El padre Sixto sacó una bolsa con el dinero que llevaba preparado y extrajo la mitad de lo que en ella llevaba.
—Esto es lo que se te debía por el trabajo una vez concluido. Toma. También aleo más —y entregó dos monedas de oro— a modo de agradecimiento por haber hecho el trabajo tan maravillosamente bien. Aquí queda otro tanto que te daré en cuanto vengas a nuestra iglesia y te pongas a trabajar en los murales. Todo lo que pidas por tu trabajo se te dará con creces. Todo lo que pidas, a cambio de tu arte para nuestra iglesia.
—No tengo muchos deseos de trabajar esta temporada, ¿sabes? Estoy pasando una crisis, hermano. Pero lo tendré muy en cuenta. Es una oferta muy digna de ser tenida en cuenta.
—Te vendrá bien una temporada con nosotros, viviendo en comunidad y con absoluta tranquilidad. Muchos artistas han encontrado en una situación análoga a la que te ofrezco una renovación de sus bríos y una confortable estabilidad espiritual que bien se necesita a veces.
—Bueno, si acepto ya me verás por allí. Mis respetos al viejo, digo al obispo, a Su Ilustrísima... —y desapareció del taller, dejando solo al padre Sixto que se apresuró a hacer los preparativos para el transporte de la imagen.
Pasaron días. Muchos días. La Virgen María había sido entronizada y el culto se realizaba va tal y como habían soñado el padre Sixto y sus acólitos. Mientras tanto, Jurgens... Bueno, de él sólo se sabía que se pasaba el tiempo en terribles francachelas, entre tahúres y mujeres de mala reputación, amén de cometiendo más de un desaguisado, por lo que había tenido ocasión de probar en varias ocasiones la cárcel. Se decía que un día se fugó de ella y que últimamente estaba en el castillo o mansión del señor feudal, el cual había dispuesto una magnífica mazmorra a prueba de fugas y en la que se hallaba en reposo el muy poco ortodoxo Jurgens.
Y la pequeña comunidad de dominicos de Nuestra Señora del Valle seguía, mientras esas cosas ocurrían, su piadosa existencia. La iglesia seguía allí, esperando al artífice que la había de terminar. Pero el tal artífice, peregrino de cárceles y tabernas, no llegaba. Hasta que un atardecer, después que la Comunidad había realizado todos sus deberes, un hombre apareció por debajo de la enramada que había entre el templo y el huerto. Caminaba de un modo perezoso y cansado; una prenda sobre uno de sus hombros, cabellera y barbas rojas y rebeldes; una estampa fuera de lo corriente. Macilento y de mirar penetrante, traje o vestimenta malparada por alguna extraña y poco aceptable singladura, calzado con unas botas altas y sucias. Y nada que contar, pues debe hacérsenos ya suficiente para un solo hombre.
Cuando los dominicos vieron aparecer tan singular individuo se quedaron perplejos, esperando algún acontecimiento fuera de lo corriente, como tan fuera de lo corriente era, en sí, la aparición. Como quiera que el hombre de la barba roja y desastrada pinta permaneciera allí, fija la mirada en a fachada de la iglesia, el padre Sixto avanzó hasta llegar a él, reconociendo en aquella aparición al artista Jurgens, el esperado Jurgens.
—Aquí me tienes, hermano —dijo el padre Sixto—. Esperándote...
—Aquí me tienes también a mí, hermano... —vaciló Jurgens en proseguir—. Hecho una ruina; pero bien dispuesto para tus deseos.
—Al fin... Gracias a Dios...
—De modo que ésta es tu iglesia. ¿Sabes que casi tenía ganas de saber cómo era? —comentó Jurgens, comenzando a avanzar al lado del padre Sixto.
Pasaron entre los asombrados dominicos y se dirigieron todos al refectorio en donde les esperaba la humilde vajilla para el no menos humilde refrigerio. Tomaron asiento. Mandó el padre Sixto poner un plato más en la mesa. Rezaron un breve padrenuestro, dando gracias, después, por el alimento que iban a recibir acto seguido. Presenciaron todos en silencio el reparto de la colación en los respectivos recipientes. Un hermano lego, el hermano Cristóbal, agregado a la Comunidad en aquellos últimos días, fue pasando el cazo de uno en uno y vertiendo el alimento único y siempre providencial, del anochecer. Fue un cuarto de hora silencioso, tras el cual se concluyó aquella sencilla cena. Jurgens, que había guardado silencio profundo, paseó la vista por todos aquellos rostros de frailes ya satisfechos y agradecidos y estalló en un ruidoso estrépito de risas irreverentes.
—¡Gran Dios! Si no lo veo no lo creo. Y aún así, dudo que sea verdad. ¿Será cierto eso de que vivís del aire, hermanos?
—Dejaré que pienses aquello que mejor te parezca, rogándote dejes los comentarios para la soledad de tu espíritu —protestó muy seriamente el padre de aquella Comunidad—. Vivimos, con sencillez, como es propio de todas las comunidades de nuestra orden y de muchas otras. No soy yo quien va a reprocharte tu regla de conducta y menos ahora que has llegado a esta casa. Te esperábamos y, por tanto, deseamos seas bien venido.
—Así se habla, hermano; pero no pretenderás que yo subsista a mi obra llenando mi vientre con agua de borrajas. Algo más sólido requiere mi soledad de espíritu, hermano. Y, de este modo, ten por bien seguro que mi obra será acabada para felicidad de todos y cada uno de nosotros.
—El hermano Cristóbal te ayudará a subsistir, Jurgens —asintió con una sonrisa el padre Sixto—. Ahora, dime: ¿cuándo piensas iniciar los trabajos?
—No soy ningún holgazán ni un desagradecido. Comenzaré inmediatamente. Tú me dirás el tema y el lugar y el orden. Yo realizaré lo que será objeto de orgullo por vuestra parte y admiración por el orbe entero.
—La humildad no es tu flaco, precisamente...
—Humildad... No estoy sujeto a esa regla del juego que, si bien en vosotros puede ser pura convicción, en los demás es hipocresía.
—Está bien. No discutamos sobre matices de las debilidades humanas. Empezarás por el altar —y al padre Sixto le brillaban los ojillos al imaginarse el interior de su iglesia totalmente terminado—. Serán la Anunciación, el Nacimiento y la Crucifixión, por este orden. Después, en otro panel, la Ascensión, la Anunciación de María y... Bueno, ya determinaremos exactamente... En la primera serie, y como fondo, la imagen del Señor.
—¿La imagen del Señor? ¿Dios? Yo creí que ya estaba desterrada esta vieja fantasía de configurar al Ignoto, al jamás conocido, el de la faz resplandeciente sin faz... En fin... Amén a todo, hermano.
Jurgens parecía estar sumamente divertido. Se levantó de su taburete y dio unos pasos.
—De todos modos os entiendo, hermanos. No creáis que soy un monstruo. Os comprendo perfectamente. Me dan ganas de empezar ahora mismo, esta misma noche, sin más dilación. Lo malo es que necesitaré el material y algunos útiles que yo diré. Mientras todo esto llega, yo me repondré de los avalares que el destino me ha deparado por esos caminos del Señor.
—Cada uno tiene lo que se merece...
—Esa es la doctrina de los budistas, hermano —reprochó con desgarro Jurgens.
—Mal has tenido que pasarlo, Jurgens —dijo dulcemente el padre Sixto.
—Mal, muy mal —dijo Jurgens—. Eso es muy cierto, hermano. Muy cierto.
—Otra cosa quisiera decirte... Es acerca del modo de conducirte aquí, mientras te encuentres entre nosotros, en comunidad. Yo soy... Yo soy el padre de la Comunidad, pues alguien ha de serlo, a fin de mantener un orden, una jerarquía y una disciplina. Tú serás el hermano... ¿Qué nombre quisieras tener entre nosotros, Jurgens? No te molestará esto. Al contrario, te encontrarás más confortablemente. Incluso vestirás hábito como los demás...
Hubo un gran silencio. Jurgens miraba a todos aquellos componentes de la Comunidad de dominicos y miraba al padre Sixto para después volver su vista a todos los demás. Levantó, finalmente, los ojos al techo y así estuvo un rato, contemplando el blanco del enlucido, como esperando inspiración para lo que tenía que decir o hacer en el instante siguiente.
—No estaría mal el nombre de Gustaf —dijo—. Es el mío, después de todo.
—Serás, desde ahora, el hermano Gustaf. Los demás hermanos de la Comunidad son estos —fue señalando el padre Sixto a medida que pronunciaba sus nombres—. Key, Cayetano, Jacinto, Pablo, David, Jesús... Y ahora Cristóbal, nuestro hermano menor. Repito, hermano Gustaf: sé bien venido a esta casa de Dios que también es desde ahora la tuya.
Se levantó el padre Sixto de su silla y también le siguieron los demás. Salieron todos ellos, precedidos del padre, camino de su retiro y Jurgens, el hermano Gustaf, se quedó solo en el refectorio, en espera de algún bocado más sólido que le sirviera el hermano Cristóbal. Como así ocurrió. Terminado el suplemento de aquella cena, Jurgens pidió al hermano Cristóbal le acompañase hasta su retiro, una pequeña cámara muy limpia con un camastro al fondo. Sobre este lecho había un hábito. Y cuando el hermano Gustaf se quedó a solas consigo mismo, se desprendió de sus raídas vestiduras, enfundándose la ropa del monje. Se miró y admiró de arriba abajo, y así, tal como se hallaba nuevamente enfundado, arrojóse en la cama, quedándose inmediatamente dormido, tales eran su cansancio y agotamiento.
Una campana, como el gorjeo de un pajarillo, sacó al hermano Gustaf de las profundidades de su sueño. Procedió inmediatamente a su aseo y se apresuró a bajar al refectorio. Mas allí no había nadie todavía y se tomó la libertad de engullir un buen pedazo de pan acompañado de una respetable ración de queso blando que acertó a encontrar sobre una de las alacenas. Salió al huerto y paseó por allí un rato, hasta que descubrió a los frailes que salían en fila de la iglesia.
Con ellos, departiendo y recibiendo instrucciones del padre Sixto, pasó Jurgens el día apaciblemente, sosegadamente, uno de los más quietos días de su azarosa vida. Y, al anochecer, con los primeros toques vespertinos, regresó el hermano Cayetano con el material que iba él a precisar para su obra.
A la mañana siguiente, después de maitines, con la nave libre de curiosos, Jurgens, es decir, el hermano Gustaf, comenzó a prepararse para su trabajo. Puso una serie de sábanas sobre la imagen de la Virgen del Valle y cubrió con diversos paños el altar. Una mesita le serviría para colocar el material. Y cuando ya estaba dispuesto, entró el hermano Cristóbal llevando una escalera.
—Hermano Gustaf —dijo el lego—. Esto es lo único que he encontrado. ¿Te servirá?
—No —repuso lacónicamente Jurgens—. Pero es igual. Déjala por ahí. Ya veremos qué se hace...
Y el artista tomó asiento en uno de los bancos de la última fila, fijando la mirada en el paramento sobre el que había de fijar los colores. El hermano Cristóbal le abandonó, dejándole a solas con la idea que sobre la pintura a realizar íbase forjando. Al poco tiempo entró el padre Sixto en la nave, con cuya llegada el hermano Gustaf alzó los brazos airadamente, en son de verdadera y tempestuosa protesta.
—Necesito soledad. Más soledad que vosotros, a lo que parece. Vamos a ver, her... padre: ¿puedo trabajar aislado de este mundanal ruido, si se me permite la expresión, durante todo el día? Quiero decir sin que nadie me moleste con sus entradas y salidas. ¿Puedo expresarme así? ¡Hasta los mismos santos deben verse perturbados!
—Tienes razón, hermano Gustaf. Daré orden para que nadie te moleste. Tú mandas en tu trabajo y yo en el mío. De manera que ahora es cuando te concedo la razón. Se hará como tú dices. Te cerraré las puertas y nadie entrará a interrumpir tu tarea. Cuando necesites o quieras salir no tendrás más que tirar de esta cuerda, allí, al lado de la puerta que da acceso al pulpito. Con un solo toque de campana vendré a abrirte. ¿Estas satisfecho ahora, hermano Gustaf?
—Satisfecho —murmuró, más que respondió, el llamado hermano Gustaf.
—Lo que no entiendo de ninguna manera es cómo podrás alcanzar a pintar allá arriba. Tendríamos que haber dispuesto de un andamiaje a propósito.
—No necesito andamios, ni nada más, gracias, padre. Yo me basto solo para mi trabajo. Ahora, adiós...
Gustaf Jurgens volvió a tomar asiento mientras el padre Sixto salía y cerraba con llave una de las puertas laterales. El artista continuaba sentado en el mismo lugar cuando el ruido de una llave se escuchó en la puerta principal. Más tarde oyó el mismo ruido sobre la pequeña puerta que daba a la sacristía y a las demás dependencias de la Comunidad. Un raudal de luz entraba por los ventanales, iluminando profusamente la nave. Los rayos el sol adquirían una belleza sin par al entrecruzarse y converger en el interior de la iglesia tras haber pasado por las vidrieras de múltiples colores. Y Jurgens se extasiaba en este maravilloso espectáculo.
—Realmente, esta iglesia está muy desnuda —se dijo en voz alta, poniéndose a pasear por entre los bancos y sin dejar de admirar la belleza que se producía con los juegos de luz.
De pronto, con un ágil gesto de la mano derecha, capturó un rayo de luz, lo proyectó hacia la escalera que estaba apoyada sobre un lateral y la elevó a las alturas. El hermano Gustaf sonrió satisfecho. Tomó a continuación otro rayo y lo dispuso al extremo contrario que el anterior. De este modo, la escalera se sostenía por la tracción de los rayos tensores contrarios. Y como era un auténtico artista, el hermano Gustaf capturó un par de rayos solares con tonalidades rojas y amarillas formando con ellos una especie de tirabuzón. Puso esta forma luminosa en la vertical de la escalera y a continuación fue a por los utensilios y material para su trabajo. Pero a medio camino se arrepintió. Con un chasquido de sus dedos todo aquel material se puso en orden en el círculo que formaba el arranque de aquel tirabuzón de luz, e inmediatamente fue ascendiendo lentamente todo aquello que había de servirle para consumar lo que había de ser una obra de arte; las espátulas en una bandeja, los botes y tubos de pintura, unas pequeñas gavetas y unos saquitos de cemento con un par de cubos de agua fueron izados seguidamente, hasta posarse en la escalera que hacía de puente.
—Ya está —dijo, lanzando su mirada hacia el lugar donde había situado los materiales—. La luz es una gran cosa que el Gran Arquitecto hizo.
Y el hermano Gustaf fue elevándose lentamente en el eje de la columna luminosa que concluía en la escalera mantenida en el espacio por los tensores horizontales que iban de ventanal a ventanal. Y comenzó a manipular en las gavetas, mezclando algunos colores con el cemento. Iba y venía por la escalera y por el tensor de la izquierda plasmando en el muro las figuras que habían de ser la Anunciación. Trabajaba con parsimonia, con la seguridad que da la experiencia y la fe en sí mismo. Y de esta manera el trabajo iba avanzando y las figuras fueron señalándose en la pared con una belleza de colorido y una exactitud en el dibujo que para sí hubieran querido muchos de los clásicos. El hermano Gustaf...
La mañana fue avanzando y he aquí que fue llegada la hora del refrigerio del mediodía. Por lo cual el hermano Cristóbal, tomando algunos alimentos, atravesó los pasillos y topó con la puerta de la sacristía que daba paso a la nave, cerrada con llave. Pero la llave no estaba, pues es sabido que el padre Sixto la había llevado consigo.
—¡Hermano Gustaf, la comida! ¡Hermano Gustaf! —se volvió sobre una mesa y dejó allí la bandeja con las viandas. Miró por el ojo de la cerradura y vio... Bueno, vio al hermano Gustaf allá arriba, que se paseaba sobre un sendero de luz y extendía sus manos hacia la pared con sendas espátulas. Y vio al fondo a la Virgen iluminada por un rayo de luz blanca, brillante, que servía al hermano Gustaf para sensibilizar mejor el colorido y la forma. Y la belleza de aquella imagen sobrepasaba a todo cuanto el Hermano Cristóbal había tenido ocasión de contemplar a lo largo de su vida.
La barba roja del hermano Gustaf adquiría tonalidades fantásticas al atravesar distintos haces de sol en su recorrido por el tensor. El hermano Cristóbal, angustiado, acabó por caer allí mismo, al pie del agujero de la cerradura, sin sentido. Y así fue hallado por el hermano Cayetano que iba en su busca y en averiguación de la causa de la demora. Pero el hermano Cayetano no sintió curiosidad y evitó la tentación del ojo de la cerradura. Limitóse a llevar al refectorio el cuerpo del hermano lego. La Comunidad inquirió la causa de aquel insólito desmayo de un hermano tan fuerte de constitución y tan lleno de salud como era el hermano Cristóbal; y nadie pudo dar contestación a aquel hecho evidente hasta que él mismo volvió en sí.
—¡Padre, padre! —sollozó—. El hermano Gustaf está allá arriba...
—¿Qué quieres decir con esto de que el hermano Gustaf está allá arriba? —preguntó sin demasiado entusiasmo el padre Sixto.
—Pues eso... Que está allá arriba él solo, sin nada debajo —aclaró el hermano lego.
—El hermano Gustaf está pintando, de modo que es lógico que esté allá arriba. ¿Qué quieres decir con eso de sin nada debajo?
—Simplemente eso: no se apoya en nada. Camina sobre rayos de luz de muchos colores y tiene a la virgen delante.
—¡Hermano Cristóbal! Será mejor que descanses un rato en tu celda —amonestó severamente el padre Sixto—. Hermano Cayetano, acompaña al hermano Cristóbal, no vaya a ser que vuelva a desmayarse.
Pero el padre Sixto no las tenía todas consigo, precisamente por tratarse de algo relacionado con Jurgens. Y se fue hacia la nave de la iglesia seguido de todos los demás. Llegaron a la sacristía y abrieron la puerta. Vieron al hermano Gustaf sentado en uno de los bancos, contemplando el trabajo realizado durante aquella primera mañana. Miraron arriba y allí estaba la imagen de la Virgen, de rostro resplandeciente y manto azul celeste, destacando sobre el fondo blanco de la pared. Un rayo de desvaída luz la iluminaba. Y quedaron maravillados. Y el padre Sixto fue a sentarse al lado del hermano Gustaf, mirándole a la cara, pero sin atreverse a hacer preguntas.
Los hermanos se retiraron a un gesto del superior y éste llevaba su mirada de la figura hecha por Jurgens a la escalera que estaba apoyada sobre una columna.
—Hermano Gustaf, me imagino que estarás muy fatigado, ¿no? —preguntó solícito.
—¡Oh, no! No estoy fatigado. Tan sólo tengo un poco de apetito. El trabajo tiene eso —adujo el hermano Gustaf con una sonrisa enigmática.
—Allí, en la sacristía, tienes tu comida. Ve antes de que se enfríe.
El padre Sixto salió de la iglesia y se fue hacia el huerto en el que se hallaban los hermanos trabajando. Una vez se reunió con ellos deseó hacerles una advertencia.
—No puedo deciros ahora la razón y menos el motivo; pero prohíbo a todos, absolutamente a todos, que entréis en la iglesia o curioseéis en ella mientras el hermano Gustaf se encuentre en ella trabajando. Es una orden rigurosa y su cumplimiento también ha de ser igualmente riguroso, bajo apercibimiento de severas penitencias.
La Comunidad cumplió la orden, prohibiendo el padre Sixto al hermano Cristóbal volviera a decir nada más sobre lo que se imaginaba haber visto. Y con esto, el padre Sixto vio transcurrir el tiempo. Todas las mañanas, con la primera misa, observaba cómo la obra del hermano Gustaf avanzaba.
También iba apercibiéndose de cómo los laterales estaban siendo ocupados por algunas escenas de la Pasión de Jesucristo. Pero el padre Sixto era demasiado prudente como para hacer preguntas. Y, por otra parte, casi no coincidía con Jurgens, ya que éste hacía una vida muy privada. Trabajaba y paseaba solitario, como un monje más, habiéndosele visto en mas de una ocasión sentado en el centro de su celda, abstraído, reflexionando o haciendo ejercicios que sólo a él concernían. Tan sólo el hermano Cristóbal tenía contactos con él; pero había quedado suficientemente consternado como para hablar más de lo únicamente necesario con aquel hombre al que miraba con tanto respeto como temor.
Mas una mañana que la puerta principal estaba abierta, el hermano Key, acompañado del hermano Pablo, acercóse a la iglesia y allí fue todo: admiración, espanto, alegría, tristeza, terror, duda y enorme consternación. El hermano Gustaf, casi al final de la bóveda, allá arriba, sentado como en un tronco de luz e iluminado por dos o tres rayos de sol de distintas tonalidades que entraban a raudales por los ventanales, era la viva estampa de los patriarcas bíblicos.
Los dos dominicos, con más susto que ánimo, arrodilláronse tocando con la frente el suelo. Cuando miraban hacia el altar veían una gran cruz casi transparente formada por una columna de luz y unos rayos horizontales. Y volvían a poner la frente en el suelo. Hasta que llegó el padre Sixto con el resto de la Comunidad.
- Spiritus domini replevit orben terrarum -estaban diciendo los dos en voz baja.
Y cuando todos los demás acertaron a ver lo mismo que los hermanos Key y Pablo, iniciaron el Salus, honor, virtus quoque a coro. Todos menos el padre Sixto, que había quedado sin habla.
El hermano Gustaf oyó el coro. De la impresión estuvo en un tris de dejar sin efecto sus poderes y caer en la vertical de su trono de luz. Se sobrepuso, no obstante, en breves momentos, volviendo las cosas a su ser normal y haciendo que la nave recuperase su grado corriente de claridad. Entonces descendió lentamente, sin abandonar su sonrisa. Avanzó por el pavimento, entre dos hileras de bancos, hacia la puerta taponada por la Comunidad de dominicos arrodillados y en oración.
—Pasad, pasad, hermanos. La obra ya está terminada. Padre Sixto, ¿qué ocurre? Has perdido tu saludable color en la cara y hasta el brillo en las pupilas de tus ojos... ¡Vamos, vamos! No es nada. Ahora ya lo sabéis todo. Y la obra está acabada. Qui vitam sine termino. Amén.
Y sus risotadas resonaron en la iglesia como la irreverencia del mismo diablo.
- ¡Retro, Satanás! -exclamó con el rostro lívido de espanto, a la vez que de cólera, el padre Sixto.
—Pero si ha sido un milagro...
- ¡Retro, Satanás! -repitió el padre Sixto, abarcando con sus brazos a los dominicos que, como pajarillos asustados, se replegaban hacia un rincón.
—Ha sido un milagro, pero a mi estilo. Pero, ¿qué creéis que es un milagro? Es el uso de los poderes por parte de quien los posee. Todos vuestros santos tenían estos poderes. Bueno, casi todos. Y los utilizaron en hacer el bien. ¡Grandes poderes benefactores! Yo también los he empleado en hacer el bien. Y mi trabajo me ha costado...
- Retro, Satanás -insistió el superior de la Comunidad con un hilillo de voz.
Jurgens se quedó mirando el grupo con una sonrisa tan dulce como pudo y luego se volvió hacia las figuras plasmadas en los muros y en la bóveda de la nave. Hizo un gesto con la mano derecha abierta y envió el reflejo de un rayo de sol al maravilloso cuadro que ofrecía Cristo en la Cruz. Y Cristo tenía la faz sonriente; pues era, al fin y al cabo, su victoria. Jurgens se volvió de nuevo hacia los dominicos y tenía lágrimas en los ojos.
- ¡Qui vitam sine termino! -dijo, otra vez, alejándose de allí, hasta desaparecer en el exterior, entre las sombras de la enramada del camino. Y vieron todos como aquel camino no tenía fin.