II

¡Había sucedido la mayor catástrofe conocida! De pronto, sin explicación posible alguna, todos los «robots» del mundo habían dejado de funcionar. Y lo terrible era que no podían ser reparados... por la sencilla razón de que los constructores eran también máquinas. Y éstas se habían parado asimismo. Nadie sabía cómo ponerlas en marcha, cómo localizar aquella avería colectiva... Y nadie tenía fuerzas para abandonar sus sillones rodantes, por el motivo de que sus piernas, al no ser utilizadas, casi se les habían atrofiado.

El pánico más atroz se apoderó del mundo. ¡Aquello era el final! ¿Quién produciría las pastillas alimenticias? ¿Quién las medicinas precisas para combatir las enfermedades...? Y, sobre todo... ¿Quién iba a trabajar en los laboratorios preparando los sueros de la inseminación? La especie humana corría el peligro de extinguirse...

—¡Esto no puede ser! —chillaba Clayton—. ¡Alguien tiene que solucionarlo! El Gobierno... ¿Qué hace el Gobierno?

El Gobierno Mundial no hacía nada, no podía hacer nada. Porque también ellos permanecían hundidos en sus asientos, incapaces de moverse...

—En los antiguos museos se guardan semillas que producían alimentos tales como lo que llamaban trigo, vegetales... Lo único que hace falta es plantarlas... —sugirió el primer consejero Harrington.

El presidente le dirigió una colérica mirada.

—¿Y quién las plantará, imbécil, ahora que no disponemos de los «robots» agricultores...?

Hambre. El hambre se cernía sobre el mundo... Aquella supercivilización se extinguiría inexorablemente.