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Sólo la política puede controlar al mercado
Algo más todavía: recurrir a teóricos casi míticos de autoridad indiscutida nunca estará de más. Michel Foucault sigue en la cresta de la ola académica. Es un admirable crítico de la modernidad capitalista que encontró en Nietzsche y Heidegger el modo de eludir el marxismo, con el que tuvo malas experiencias, sin abandonar la posibilidad de hacer esa crítica. Foucault sigue de moda y ello implica que se editen todos los cursos que dictó en el Collège de France. Al de 1979 le han puesto el título de Nacimiento de la biopolítica. Es muy poco lo que Michel llega a decir sobre la biopolítica. Se ve atormentado a lo largo del Cours por esta carencia. Dice: «Les aseguro que, pese a todo, en un comienzo tuve en verdad la intención de hablarles de biopolítica, pero después, como las cosas son lo que son, resulta que terminé por hablarles extensamente —demasiado extensamente, tal vez— del neoliberalismo»[118]. La frase «las cosas son lo que son» tal vez sea sorprendente. Todos sabemos que, si para algo los postestructuralistas se han remitido a Ferdinand de Saussure y a Heidegger es para decir que las cosas no son lo que son. Para Heidegger la frase de Michel sería una torpe expresión de la «metafísica de la presencia». De «lo que es a los ojos». Lo que es a los ojos es el ente, pero el ente no es, o solamente es «a la luz del ser». Foucault ignora la «diferencia ontológica», nada menos. Saussure diría que —en un sistema lingüístico— todo elemento surge en tanto diferencia de todos los demás. Nada es, todo está referido —en tanto diferencia— a otro elemento de la estructura. Esta diferencia, esta incompletud con que cada elemento del sistema aparece, es una ausencia en su presencia. O si queremos decirlo de otro modo: una despresencia. Las cosas no son lo que son. O son entes que sólo son a la luz del ser. Que pertenecen al nivel de lo óntico y no al de lo ontológico, marcándose así lo que Heidegger llama la «diferencia ontológica» y la negación de la «metafísica de la presencia». O son elementos de un sistema que «no son» sino que son, ante todo, una diferencia: la que se establece con otro signo. De ahí que sorprenda que sea precisamente Michel Foucault, que sabía muy bien estos correctos señalamientos de toda una generación de filósofos empeñados en destruir el en-sí hegeliano y marxista, el que diga que «las cosas son lo que son». Pero lo dijo en un curso. No lo escribió. Jamás me basaría en una frase dicha un poco al azar en un Cours para cuestionar a Foucault. De aquí que sigo pensando que los libros que valen son ésos que los filósofos escriben. Al menos cuando se pretende fundamentar una crítica ajustada.
En Nacimiento de la biopolítica, Foucault habla mucho de economía. Era inevitable que tratara el tema de los monopolios. Dice: «En la concepción o en una de las concepciones clásicas de la economía, el monopolio se considera una consecuencia a medias natural y a medias necesaria de la competencia en el régimen capitalista, es decir que no se puede dejar desarrollar la competencia sin ver aparecer, al mismo tiempo, fenómenos monopólicos cuyo efecto preciso consiste en limitar, atenuar y, en última instancia, incluso anular esa competencia. En su lógica histórico-económica, por lo tanto, ésta se suprimiría a sí misma; esta tesis implica, claro está, que todo liberal que quiera asegurar el funcionamiento de la libre competencia deberá intervenir dentro de los propios mecanismos económicos, aquellos que, justamente, facilitan, llevan en su seno y determinan el fenómeno monopólico. Vale decir que, si se quiere salvar a la competencia de sus propios efectos, a veces es preciso intervenir sobre los mecanismos económicos. Ésa es la paradoja del monopolio para una economía liberal que plantea el problema de la competencia y acepta, a la vez, la idea de que este monopolio forma efectivamente parte de la lógica de ésta»[119]. ¿Es realmente una paradoja? ¿El sistema capitalista no contiene, en su ética, los motores para la formación del monopolio? Aunque Smith abomine de ellos, entra en contradicción consigo mismo al hacerlo. ¿No era el egoísmo el fundamento de la moral capitalista? ¿No era que nada debíamos esperar de la benevolencia del carnicero y todo de su egoísmo? ¿A qué llevaba el egoísmo del carnicero? A la competencia. La competencia le hacía esforzarse por ofrecerme un mejor producto que su competidor. Aquí, yo me beneficio, según Smith. Pero ¿qué pasa con el competidor derrotado? Va decayendo paulatinamente. O se funde o lo compra el carnicero exitoso, el que más ha logrado bloquear su benevolencia, fortalecer su egoísmo, darme un buen producto y liquidar a su ineficaz o menos dotado competidor. La moral del egoísmo lleva al monopolio. El monopolio le es inevitable al capitalismo. De aquí que deba existir una instancia política que frene esta deficiencia estructural. Que no será la «mano invisible» de Smith, sino el Estado. Lo sentimos mucho. Es así. Sólo la política puede controlar el mercado. Ésta es la racionalidad fundante del conflicto que ofrece la Argentina durante estos tiempos. Un estado enfrentado a un monopolio poderoso. El Estado considera que ha crecido demasiado. Que distorsiona el mercado. Que anula su democracia. Debe controlarlo. Esto es todo. Lo demás es hojarasca. Se trata de una lucha durísima. Nunca un estado emprendió semejante tarea en este país. Salvo el IAPI, que monopolizó estatalmente la compra y venta de granos y ganado. De productos agropecuarios para realizar un traslado del sector agrícola al sector industrial. Hay quienes han dicho que la economía y aun la historia de la Argentina pueden estudiarse por medio de la hegemonía de estos traslados. Gobiernos con tendencia a trasladar beneficios del sector industrial al agrícola. Gobiernos con tendencias a trasladar beneficios del sector agrícola al industrial. Los primeros han logrado los mayores triunfos por estar ligados a los sectores más concentrados de poder. O sobre todo: por haber contado con las Fuerzas Armadas como su brazo decisorio, su poder de fuego. Ahora pareciera que no.
Creemos haber explicitado el decisivo tema para la Argentina de hoy sobre la relación entre monopolio y mercado. Y la necesaria intervención del Estado (la política) para corregir los desajustes autoritarios y antidemocráticos que el monopolio —al transformarse en lo Uno— introduce en la libertad y pluralidad democrática del mercado. En el que debe haber lugar para todos.