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Medios y monopolios: la verdad monopolizada
Suponemos que nadie negará la autoridad de Adam Smith para hablar de las cuestiones fundamentales relacionadas con los problemas de la economía capitalista. Uno de esos problemas era para él la formación de monopolios. Si Smith reviviera, se deprimiría gravemente ante la visión de un capitalismo depredador basado en la codicia de los grandes monopolios internacionales, que manejan la política, la economía, los medios y hasta deciden las guerras de los diferentes países del sistema que él creyó casi perfecto. Si decimos «casi» perfecto es porque —aunque no desarrolló mucho el tema—, Smith debió admitir que, en extrema instancia, el mercado no se regulaba solo, sino que debía intervenir una especie de Dios ordenador para volver a entregar forma y armonía a algo que la había perdido. A este Dios ordenador Smith le dio el nombre de «mano invisible». Esta mano se ha hecho célebre por su intrusión irracional en un tratado tan serio como lo es la Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776). El libro traía una novedad importante. Si los mercantilistas o los fisiócratas creían que la riqueza emanaba de un buen desarrollo y crecimiento de la macroeconomía, de una balanza comercial que fuera siempre favorable a la economía del país que expresaba (aun cuando los fisiócratas depositaran sus esperanzas de prosperidad más en los frutos generosos que provenían de la tierra), Adam Smith dio certeramente —por decirlo así— en el clavo. La riqueza tenía su origen en el trabajo. Anduvo cerca del tema de la plusvalía (no por otro motivo, Marx pecó de excesivamente modesto pero no incurrió en mentira alguna al decir que él no había descubierto el tema, sin considerar que había señalado nada menos que su injusticia, por ser precisamente la plusvalía esa parte del trabajo del obrero que el salario no reconoce: el obrero produce un 100% pero el capitalista le paga un 30% y se queda con el resto, ese 70% es la plusvalía que le permite enriquecerse), pero siempre le pareció adecuado que el capitalista se quedara con la parte del león ya que era él quien arriesgaba su capital. Todo lo demás se resolvía en la esfera del mercado. El mercado debía ser libre y el Estado no debía intervenir. Los principios esenciales de la economía capitalista son simples. En el mercado de trabajo se encuentran el capitalista y el futuro obrero. Uno, tiene el capital. El otro, su fuerza de trabajo. El capitalista le compra al obrero su fuerza de trabajo por 30 pesos. Van a la fábrica y el obrero empieza a trabajar. ¿De dónde sale el monto del salario? ¿Por qué le paga 30 pesos? Porque es el monto que necesita el obrero para mantenerse. Un obrero vale lo que vale mantenerlo. Lo que un obrero vale es su salario. Con él podrá vivir. De ahí que el librecambio surja cuando los capitalistas industriales (clase a la que representaba Smith) derrotan a la aristocracia cerealera y derogan la Ley de Cereales de 1815 con el apoyo de los obreros y los socialistas, que luchaban para abaratar los alimentos de los asalariados. Los capitalistas de Manchester y Liverpool también. Derogada la Ley de Cereales (llamada también Ley del Hambre), la burguesía británica empieza a importar materias primas a bajo costo de los mercados de ultramar en lugar de pagarle a precio de rey a la oligarquía cerealera del mercado interno. De más estará decir que la Ley de Cereales imponía gravámenes poderosos a las materias primas de importación favoreciendo a los cerealeros, que —sólo de este modo— podían competir con los productos primarios que venían del exterior y seguir con el monopolio que les permitía formar sus precios a gusto. Los industrialistas dijeron: no. Convocaron a los obreros y les dijeron: el pan que ustedes comen es tan caro porque estamos enriqueciendo a los productores británicos, todos aristócratas del monocultivo. Este problema será el que desate la Guerra Civil en Estados Unidos entre 1860-1865. En Inglaterra se resolvió pacíficamente. La aristocracia cerealera era muy inferior a los industriales de Manchester y Liverpool y cedió. Se derogó, según dijimos, la Ley de Cereales y se derogó, con ella, el proteccionismo económico, que (como dice Marx) es el modo de crear la industria. Pero la industria inglesa ya estaba ampliamente desarrollada. El proteccionismo —que la había posibilitado— ahora la perjudicaba. Sobre todo al encarecer los productos del agro, los primarios. Y sobre todo cuando tenía colonias desde las cuales podía importar todos los productos primarios que desease. ¿O para qué se habían hecho las revoluciones en América Latina? Para que los obreros ingleses comieran pan más barato y para que la burguesía industrialista —al reducir sus costos para mantenerlos— pudiera mejorar sus salarios y —más aún— aumentar sus márgenes de ganancia. Todo cerraba brillantemente para las industrias británicas. Inglaterra se declaró «Taller del Mundo» y convenció a todos de las sublimes ventajas del librecambio y del libre mercado. Reducido el Estado a sus funciones elementales de seguridad y distribución de la Justicia, el mercado libre se regularía por sí mismo en total armonía. Surge el lema: laissez faire, laissez passer. Aun hacia fines del siglo, en la Argentina, nada menos que el poeta José Hernández, en su libro Instrucción del estanciero, dirá célebremente: Vale lo mismo una locomotora que un vellón de oveja. Inglaterra fabricaría locomotoras, Argentina le entregaría vellones, muchos vellones de oveja. Y abundaba: Inglaterra será para la Argentina su colonial fabril, Argentina será para Inglaterra su colonia rural. En base a este recetario elaborado por los grandes economistas británicos, —Smith sobre todo—, se hizo la Argentina Granero del Mundo, la de los «ganados y las mieses» que cantó Lugones, la que tuvo las mayores cifras de exportación de su historia en la primera década del siglo XX según el portavoz de la Sociedad Rural, señor Biolcati. Sólo que ese dinero (basado en la frustración de otro desarrollo de la economía que no fuera el del monocultivo fruto de la «abundancia fácil» —la frase es de Milcíades Peña—, la abundancia fácil de un país con un suelo generoso para el ganado y el trigo que permitía enriquecerse a sus terratenientes con un mínimo de esfuerzo) apenas si se distribuía, quedaba en los bolsillos de nuestras ociosas y dispendiosas oligarquías hegemónicas[102], manteniendo a la gran parte de la población viviendo en conventillos donde se padecían enfermedades que molestaban, según los textos de la época, más a la clase propietaria que a los pobres inmigrantes que habían venido a «hacerse la Argentina». Pero con la crisis del 29 el modelo agroexportador se fue a la ruina. Como dice genialmente Adam Smith en medio de sus invectivas contra los monopolios (a los que odiaba): «Pronto se gasta lo que poco cuesta»[103].