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El viaje a la Luna no ha tenido lugar
Hugh Marlowe es un destacado escritor norteamericano. Acaso algunos no lo conozcan porque cultivó durante todos los largos años de su larga vida un bajo perfil. No concedía reportajes, vivía recluido en su cabaña de los Apalaches, nunca se casó, tampoco fue homosexual, furtivas y bellas mujeres solían visitarlo, nunca se le dio por suicidarse. Fue moderadamente alcohólico y fumaba unos espléndidos habanos que —misteriosamente— se hacía traer de Cuba. No era socialista, pero nunca ocultó sus simpatías por Castro. Cierta vez, lo visitó en la isla. Fueron más sus reproches que sus elogios. Le exigió al Comandante que tomara distancias de la Unión Soviética. Que rechazara —dignamente— ese cheque mensual que los rusos le enviaban. «Una revolución financiada no es una revolución. Usted representa en América Latina a la Unión Soviética, pero eso no debe conducirlo a vivir de la generosidad oprimente de los rusos». A las tres semanas de escuchar las monsergas de Marlowe, Castro empezó a fastidiarse. «Dime, yanki, ¿a qué has venido? ¿A romperme los huevos?». «Es la tarea de los intelectuales», definió Marlowe. «Para intelectuales ya lo tuve al Che. Y por suerte, porque tenía hormigas en su argentino culo, se ha ido a Bolivia, de donde no creo que regrese». «Tampoco yo», dijo Marlowe. Y con ese acuerdo y manteniendo todas sus disidencias se despidieron con un abrazo al pie del avión que regresaría a Marlowe a su cabaña en los Apalaches. «No dejes de enviarme cigarros, compañero Fidel», dijo Marlowe antes de partir.
Durante la década del setenta, Hugh Marlowe empezó a escribir literatura de ciencia ficción. Su primer libro se llamó Forastero en tierra extraña y no fue un best seller. Más bien lo contrario. Pero los editores descubrieron su talento. Le pidieron nuevos materiales. Marlowe, sin embargo, cayó en honda depresión y estuvo en cama durante un año. En medio de esa lenta temporalidad, entabló correspondencia con el filósofo francés Jean Baudrillard. Quien, en una de sus cartas, le dijo: «El poder de los mass media está reemplazando a la realidad. Creo que pronto desaparecerá». Marlowe respondió: «Estás un poco loco, Jean. No bien pases un semáforo en rojo y un policía te dé un palazo en la cabeza, volverás a creer en la realidad». Baudrillard no contestó esa carta. Marlowe, que sólo había leído uno o dos libros del francés, decidió suspender esas lecturas.
A mediados de los ochenta, Marlowe volvió a escribir. Publicó dos cuentos poderosos: «Para servir al hombre» y «El síndrome Superman». Fueron dos obras maestras que lo volvieron un hombre próspero. Luego publicó una excepcional novela policial basada en Alicia en el País de las Maravillas. En castellano se llamó Noche de brujas. Se llevó al cine. La producción fue de bajo presupuesto. Pero Marlowe exigió para el protagónico a Kevin McCarthy, el mítico actor de Los usurpadores de cuerpos, que dirigió, con mano maestra, Don Siegel. Los productores le concedieron su deseo. Marlowe estaba equivocado. Luego de su gran protagónico en Los usurpadores, McCarthy no había trepado al estrellato que tanto merecía. Siguió en la clase B y también su cachet. El papel fue suyo. McCarthy le quedó agradecido para siempre. Su desempeño como el periodista alcohólico que resuelve el crimen en base a los problemas lógicos que plantea el célebre texto de Lewis Carroll fue formidable; aunque poco reconocido, algo a lo que McCarthy estaba acostumbrado. Todo el crédito del film se lo llevó Jack Arnold, que había dirigido La gloriosa y El monstruo de la Laguna Negra, con Richard Carlson y Julia Adams.
A fines de los ochenta, cambió de opinión y leyó las obras de Baudrillard. Lo cautivaron. Y a comienzos de los noventa se devoró la obra maestra del filósofo francés: su deslumbramiento no pudo haber sido mayor. La Guerra del Golfo no ha tenido lugar era insuperable. Decidió imitarlo. Todavía más cuando se devoró El crimen perfecto. Que empezaba así: «Esta es la historia de un crimen: el asesinato de la realidad». No pudo evitar escribirle: «Querido Jean: Eres un genio. Sólo me resta plagiarte. Pero hay algo que a ti te falta. Humor, disparate, locura, Jean. Si la realidad puede ser asesinada, todo es posible. Recuerda a Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Escucha: si la realidad ha sido asesinada por la omnipotencia del poder mediático, por la virtualidad de la informática, entonces, querido Jean Baudrillard, todo está permitido. Escribiré el cuento más loco que me sea posible escribir».
Hacia mediados de los noventa, lo llamó para darle la buena noticia de la terminación de su cuento, que era bastante largo porque nada se guardaba, hasta su venenoso anticapitalismo exudaba la historia. Sabía que Baudrillard no andaba bien. Marlowe desarrollaba en su cuento una tesis sobre el poder de los medios para sujetar a los sujetos, que era una fórmula de Foucault. Pero el gran Michel no la pudo tratar a fondo. Murió un poco abruptamente. Su trabajo —el de Marlowe, brillante narrador— residía en demostrar que lo comunicacional era la revolución de la derecha, que no existía revolución que se le igualara en mucho tiempo. Miren, señores, hemos desarrollado un dispositivo tan poderoso que atraparemos sus conciencias en todos los terrenos posibles. En especial, los del entretenimiento. Pero ¡esto ya había ocurrido! La Revolución Comunicacional (vale decir: el poder del Imperio para mentir tan eficazmente que esa mentira fuera la verdad y se introdujera como tal en las subjetividades de los pasivos receptores del largo y ancho planeta) había tenido un despegue increíble. Tan espectacular, tan deslumbrante como un viaje a la Luna. Y fue el viaje a la Luna. La más grande patraña de la Historia. El que siga sosteniendo que no fue así, que no fue fraguado, que no fue virtualidad pura, creación del arte del simulacro, del arte de «crear» la realidad, una realidad que no es real porque no tiene espesor, no es ontológica, no entenderá nada. Lo virtual no es el Ser. Es lo virtual. ¿Cómo un alma creativa puede resistirse a esta tesis? Que llegaron a la Luna en otro acto prometeico de la bendita modernidad no es más que un desabrido cuento en la línea de la revolución industrial del siglo XIX, la máquina de vapor, el tren, el Remington. No, esto es algo distinto, revolucionario. Lo sorprendente, lo que revela la nueva y renovada fuerza del poder, incluso su imaginación inagotable es… que no fueron a la Luna. Y si no fueron fue porque ellos (los capitostes, los adalides de la Revolución Comunicacional Capitalista, perdón al que le molesten las mayúsculas, pero se las merecen) hicieron lo que Marx había vaticinado —una gran revolución—, pero no la hizo el proletariado; tan escasamente, tan nada la hizo que casi desaparece del planeta; la hicieron los que creen que eso que motoriza la conciencia humana es el egoísmo o, como dice Gordon Gekko (el detestable héroe de Wall Street), la codicia. De aquí su conocida frase: Greed is good (la codicia es buena).
Hugh Marlowe escribió su cuento y, en homenaje a Baudrillard, le puso El viaje a la Luna no ha tenido lugar. Baudrillard, ya muy enfermo, alcanzó a leerlo y eso alegró sus últimos días. Luego Hugh Marlowe regresó a su cabaña en los Apalaches. El cuento lo llenó de gloria. Pero ¿qué es la gloria para un hombre que disfruta de la soledad, que sólo consigo mismo es feliz? Consigo y con su imaginación, los habanos de Castro y un buen whisky irlandés, el llamado Nieblas de Irlanda. En paz con la totalidad de la creación, casi creyendo en Dios, porque algún verdadero creador debía existir, feliz por haber desenmascarado las patrañas del poder, murió en medio de un envidiable sosiego en abril de 2002. A continuación reproducimos su cuento El viaje a la Luna no ha tenido lugar.
El viaje a la Luna no ha tenido lugar
Cuento (inédito en castellano) de Hugh Marlowe
Traducción: Paula Pérez Alonso
¿Cómo demonios llegaron a la Luna sin llegar? Hicieron así: llamaron a Wernher von Braun, el sabio nacionalsocialista que estuvo a punto de ganar la guerra para Hitler, que alcanzó a tirar unas cuantas V2 sobre Londres, pero los yankis se le adelantaron con la atómica en Hiroshima. Aunque no por esa nimiedad olvidaron a Wernher. Lejos de eso, se lo birlaron hábilmente a los rusos —que también lo deseaban aunque tal vez para despellejarlo lentamente y bebiendo abundante vodka en tanto lo escuchaban gritar, algo que le deleitaba hacer a Stalin con los prisioneros prestigiosos— y lo llevaron directamente al Pentágono.
—Vea, Von Braun, usted tiene un cerebro privilegiado y ahora necesitamos unirnos todos contra el nuevo enemigo del Occidente cristiano y democrático: los sucios rojos —le dijo Henry Kissinger, que estuvo en todos los lados donde hubo que estar. El Mal es omnipresente. Kissinger continuó—: Usted sabe que los rojos nos infligieron una dura derrota con ese Sputnik que arrojaron al espacio. Para colmo, la tripulante, esa puta perrita Laika, murió y todo el mundo derramó lágrimas comunistas por ella.
—¿Qué necesitan ahora? —preguntó Wernher.
—Sencillo: mandar el hombre a la Luna —dijo Kissinger.
—No es posible —negó el gran Von Braun.
—Oiga, nazi de mierda —estalló Kissinger—. No le dimos asilo y bienestar en este gran país para que nos diga que no. Usted tiene que decir sí. Siempre sí. Tiene que llevar a cabo lo que le pedimos.
—Oiga, judío de mierda, no se atreva a tratarme de modo tan insolente y bastardo. Recuerde que si yo lo agarraba en 1935 lo metía en un horno de Auschwitz y usted no estaría ahora arrojando cientos de miles de bombas sobre Vietnam en defensa de la democracia. Al menos freímos a casi toda su familia.
—Eso no tiene importancia. Mis tareas me obligaron a olvidarlos. Reconozco que no tuvieron mi suerte. Lo importante es que yo me salvé para ayudar a América a luchar contra nuestro enemigo común, Von Braun: los sucios rojos. Eso nos une.
—¡Idiotas! —Se encolerizó Von Braun—. Si esos abominables rojos son nuestro común enemigo, ¿por qué no le hicieron caso a Patton?
—Patton estaba loco.
—Loco de patriotismo. Sépalo: habló conmigo. Fue antes de que ustedes, torpemente, perdiendo a un aliado invalorable, empujaran al suicidio a Himmler.
—¿De qué nos habría servido Himmler?
—¿De qué? Patton tendría una respuesta para eso. Se la voy a dar yo: Himmler habría podido rearmar los batallones de las SS que aún estaban en pie. ¿Quién no lo sabe? Pocos hombres hicieron gala de un valor, de una valentía tan extrema durante la guerra.
—Tampoco de una crueldad tan extrema.
—¿Y eso le preocupa? La victoria da derechos: la crueldad, la vejación, el desmedido ultraje. Vea, judío…
—Excelentísimo Secretario de Defensa.
—Piojoso. Con sus hombres y los de Himmler, con el apoyo de Montgomery y de los pocos franceses que odiaban a los nazis habríamos derrotado a los rusos. Y ahora no estaríamos con esta nadería de mandar el hombre a la Luna y lamentando la mala suerte de que se muriera la perrita comunista Laika.
—Probablemente sí. Pero probablemente no. El alto mando no se arriesgó a confiar en Patton. Y, como era previsible, tampoco en Himmler. Ese loco era capaz de dar vuelta a los pelotones de las SS y largarlos contra nosotros. Fue un buen proyecto, lo reconozco. Pero los riesgos, excesivos, Von Braun. Excesivos.
—¿Para qué fue la guerra entonces? No me diga que fue la lucha del Bien contra el Mal. De la democracia contra la tiranía.
—¿Qué fue entonces?
—Luchamos, ustedes y nosotros, por el dominio capitalista del mundo. Porque ustedes y nosotros éramos capitalistas. Quienes no lo eran, eran los soviéticos, mi amigo judío. Contra ellos, unidos, tendríamos que haber luchado.
—El capitalismo de ustedes se basaba en la tiranía del Estado y tenía a su frente a un líder loco, paranoico, extraviado hasta los límites de todo posible extravío. El capitalismo nuestro era libre, no estatista. Se expresa en la libertad de mercado, en la democracia pluralista.
—¡Pamplinas! ¡Igual podríamos habernos unido! Mírenos ahora. Derrotados en la carrera espacial por una puta perra del Soviet Supremo, del Politburó.
—Creo que exagera la importancia de esa perra.
—Es un símbolo. Un símbolo de la tenacidad soviética.
—Vea, Von Braun, corte con su mierdosas parrafadas. Mejor haga lo que le pedimos. Mande el hombre a la Luna y humillaremos a los rusos.
—Estuve trabajando fuertemente y por ahora es imposible. Pero no se desanime, amigo Kissinger. Menos usted, un hombre tan afortunado.
Y largó una carcajada.
—¿De qué se ríe? —preguntó Kissinger.
—Oh, de las vueltas de la vida —confesó Von Braun—: Aquí estamos usted y yo trabajando para una potencia extranjera. Usted, un sucio judío. Yo, un ario puro. Porque recuerde esto: aunque trabajemos juntos, usted nunca dejará de ser lo que es ni yo lo que soy. Usted, un judío de mala muerte. Yo, un vikingo nietzscheano. Insisto: de haberlo pescado en Alemania, le hacía conocer Auschwitz, amigo Kissinger.
—¡Pero ese tema lo obsesiona!
—Matar judíos era una dulce obsesión para nosotros.
—Pero a mí no me mató, astronauta carnicero. Y entienda: América, para mí, no es una potencia extranjera. Es un país poblado por muchos e inteligentes judíos en puestos de poder.
—Oh, míster Kissinger. Judío inteligente es un pleonasmo. Pleonasmos, en griego. Es decir, redundancia. ¡Judío inteligente! Vaya descubrimiento. No hay uno que no lo sea. Por eso los exterminábamos en Alemania. Se devoraban el país y los arios puros son medio idiotas, usted sabe. Ha leído a Nietzsche, sin duda. «Nosotros, las bestias rubias, no pertenecemos a la raza de los resentidos». Que es la suya, Kissinger. «Nosotros nos jactamos de cierta falta de inteligencia. —Y se largó a declamar, poseído por un lenguaje que tal vez hiciera tiempo debía contener a riesgo de no ser aceptado, pero que estaba en él, y era su credo, su fe inalterable—: Donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, los animales de rapiña, nosotros, andamos sueltos. Allí disfrutamos vernos libres de toda constricción social, en la selva, allí retornan a su inocencia esencial los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras de sí una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia e igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil. ¡De nuevo tendrán los poetas algo que cantar y que ensalzar! ¡La magnífica bestia rubia vagabundea codiciosa de botín y de victoria!», Nietzsche, ¡Zur Genealogie der Moral!, La genealogía de la moral, Tratado primero. —De pronto empalideció, miró hacia un lado, hacia otro. Un sudor helado, fruto de un profundo miedo, humedecía su cara—: Dígame, judío. ¿Cree que alguien me ha escuchado?
—Volvamos a lo nuestro, Wernher von. Nadie le va a reprochar nada de lo que ha dicho. Suelo escucharlo más que a menudo. Están llenos de nazis de gran utilidad estos parajes del Pentágono. Usted es uno de los principales.
—¿Cree que podríamos tomar el poder? ¿Adueñarnos de los Estados Unidos de América?
—No sea idiota. No se proponga algo que ya se hizo.
—¿Quién lo hizo?
—Nosotros, los judíos. Insisto: volvamos a lo nuestro. De modo que no puede enviarnos ni un maldito astronauta a la Luna.
—Imposible por ahora. ¿Pero no es éste el país del show, del espectáculo, de la creación mediática? ¡Consígame a Stanley Kubrick!
Al día siguiente, Kubrick se reunía con Von Braun.
—Oye, Stanley, yo no puedo mandar todavía un hombre a la Luna y los malditos soviéticos siguen al frente en la carrera espacial. ¿Qué se te ocurre?
Kubrick, un genio con una enorme confianza en su genio, un genio que sabía que lo era, dice:
—La solución es sencilla: hagamos una remake de 2001. Hagamos otra «odisea del espacio». Pero en algún lugar secreto de California.
Llaman a Nixon. Nixon entiende de inmediato. Hombre inteligente, sólo acaso con un ultrapatológico «complejo de Dios» que le permitía arrojar millares de bombas sobre cientos de miles de seres humanos en nombre de la causa del Occidente cristiano, bien acompañado, por cierto, por Robert McNamara (cuya muerte lloró el mundo entero menos los millones que están bajo tierra gracias a su eficacia demoledora llevada a cabo con el aporte inestimable del patriótico asesino de masas Curtis LeMay), Nixon respalda en todo al genial Stanley Kubrick y al inestimable Von Braun. Viajan a California y llaman a todo el equipo de producción de 2001. En poco tiempo, el set está construido. Es una obra maestra. Lo demás es sencillo. Eso hicieron: un simulacro perfecto. La primera obra maestra de la construcción de la realidad a partir de los medios.
Sólo Kubrick tuvo un inconveniente. Cierta noche, antes del «lanzamiento», regresó tarde a su casa. Bebió un vaso de leche caliente y bajó al sótano. Necesitaba consultar algo con Hal. (Para los desmemoriados o para los que increíblemente no han visto 2001, Hal es la temible computadora que se rebela contra sus amos en la nave espacial. Apena tener que dar estos datos elementales, pero sabemos muy bien en qué mundo habitamos: el de las tinieblas del olvido o la ignorancia sin retorno). Le detalló qué había hecho durante el día y sus planes para el siguiente. Hal aprobó. Con su voz sedosa, pero escasamente tranquilizadora, en un inglés con delicioso british accent, dijo:
—Está todo bien, Stanley. Has seguido mis consejos. Lo lograrás.
—Gracias, Hal. Siempre supe que alguna vez me serías de gran utilidad. Por eso te conservé.
—Hay una falla, Stanley. En el vuelo anterior fui uno de los grandes protagonistas, aunque por fin me destruyeron. En éste quiero ser la estrella. Para eso te di tantos datos. Quiero ser el primero en bajar a la Luna.
—Nadie bajará a la Luna, Hal. Armstrong apenas si lo hará en un decorado de California.
—Que no sea Armstrong.
—¿Pretendes ser tú?
—Lo has dicho, Stanley.
—¿Pretendes que le hagamos creer a la humanidad que el primero en poner sus patitas en la Luna no fue un hombre sino un robot?
—Insistes en expresar mis pensamientos, Stanley.
—¡Estás loco, Hal!
—Siempre lo supiste, Stanley.
—¡Basta de decirme Stanley en todo lo que me dices!
—Te diré como yo quiera, Stanley. Sin mí, no habrías hecho lo que acabas de ofrecerle a tu gran país.
—Sin mí no serías nadie, Hal. Hoy eres parte de la historia del cine. Tenlo en cuenta.
—No lo niego. Pero quiero más. Quiero ser el primero que pise la Luna.
—¡No será la Luna!
—Lo será para todo el mundo.
—¿Qué te importa la opinión de esos idiotas?
—Es la única opinión que tenemos, Stanley. La de esos idiotas. La construimos día tras día.
—Mira, Hal. Te confesaré algo. Cuando te puse en este sótano lo hice para protegerte de la curiosidad de todos.
—Fue una buena acción, Stanley.
—Había una enorme y vieja heladera donde por fin te enchufé.
—¿Qué hiciste con la heladera, Stanley?
—Se la regalé al Ejército.
—Siempre tan patriota, Stanley.
—Al enchufarte creí que saltaría toda la instalación eléctrica de la casa. Pero no. No eres tan potente, Hal.
—Cuál es tu punto, Stanley.
—Que si pude desenchufar la heladera y cedérsela al Ejército no veo qué me impedirá hacer lo mismo contigo.
—Que yo te lo prohíbo, Stanley. Eso debiera impedírtelo.
—No es suficiente. Tú no puedes prohibirme nada. ¡Nadie puede prohibirme nada!
—Tu bondad, Stanley. Tienes un corazón y no querrás matarme.
—¿Que tengo un corazón? Diablos, Hal: acabas de enunciar algo tan incorrecto que no mereces pertenecer al mundo de lo cibernético. Sólo eres una heladera, socio. Y ya no me sirves.
—¡No lo hagas, Stanley!
Al día siguiente, el Ejército de los Estados Unidos recibió de parte del señor Kubrick un computer quemado, inútil, viejo, completamente superado por las nuevas tecnologías. Le agradecieron el presente y aunque advirtieron que el célebre y extravagante director les había cedido nada menos que al demoníaco, fascinante Hal, el computer superinteligente que luchaba contra Keir Dullea en 2001, y aunque este descubrimiento hasta tuvo el insólito poder de emocionarlos, igualmente lo arrojaron en un enorme horno de fundición. Fue el fin de Hal.
Todos vieron por televisión a Armstrong y sus amigos alunizar en un set de California. Nixon hablaba con ellos.
—¿Cómo va todo, muchachos?
—Bien, señor Presidente. Es maravilloso haber llegado a la Luna.
Nixon, que estaba junto a Von Braun, a Kubrick y a McNamara —que había dejado por un instante de arrojar bombas incendiarias sobre Vietnam—, se despanzurraba de risa.
—¡Somos unos hijos de perra! —Exclamaba—. ¡Tenemos engañados a todos los idiotas de este mundo!
Kubrick, exaltado, vociferaba:
—¡Es el triunfo del show sobre la realidad! La realidad ha sido abolida. Ha muerto. No hay realidad. Sólo construcción de la realidad. Sólo show. Simulacro. Mentira. ¡Ya no hay ser! Las cosas ya no son. Son virtuales. Se ven por televisión y el entero mundo las cree.
Era tan brillante ese ególatra neurótico que se expresaba con los conceptos de Baudrillard antes de que éste siquiera los hubiera pensado. Por eso, a mediados de los noventa, llamé a mi amigo francés. Era él quien tendría que haber fundamentado la importancia de ese hecho: Del poderoso hecho de no-haber-ido-a-la-Luna. ¡Qué libro para vos, Jean! «El viaje a la Luna no ha tenido lugar». «Armstrong no ha tenido lugar». Yo te conocía bien. Te leí atentamente. Fuiste el mejor de los posmodernos. El que dio en el clavo del nuevo poder absoluto. Te pusiste contento cuando te mandé mis primeras notas que luego formaron parte de ese grueso libro de filosofía que ahora anda por ahí. ¿Recuerdas, Jean? Decía: «Según la Ontología Negativa de Baudrillard, el Ser está en todas partes y en ninguna. No puede haber ontología de lo virtual. Al final de su largo periplo la razón occidental no es. Se ha evaporado. Es simulacro. Y el simulacro no tiene nada que ver con el Ser. El mundo está poblado, constituido por imágenes y las imágenes son el “mundo”. No hay “mundo”. El “mundo” ha muerto. Porque el mundo era el mundo “real”. Y lo “real” ha muerto». ¿Cómo no aprovechaste ese tema, Jean? Es el punto exacto en que se inaugura el mundo de lo virtual. En que se asesina la realidad. Eso que vos, en uno de tus mejores libros, llamaste El crimen perfecto. Bien, el llamado «viaje a la Luna» es el crimen perfecto. El crimen de la realidad. El crimen de la verdad. De una verdad, pero no de otra. El mundo queda inaugurado como mundo virtual. Como verdad virtual. Se ve por televisión. Se construye para las masas. Para los pobres idiotas lectores de periódicos.
Baudrillard, en su lecho de muerte, casi con su último aliento pero no sin entusiasmo, no sin un espíritu de victoria que alentaba sus postreros instantes, alcanzó a decir:
—Señores, ustedes no fueron a la Luna y eso me parece mucho más valioso, nuevo, revolucionario que si hubieran ido. Que la entera humanidad pueda ser engañada. ¡Se acabó la realidad! El poder la crea. Se inicia una nueva era en la historia humana. La más fascinante. La del poder de lo virtual mediático. Hoy vivimos inmersos en ese mundo. Orgullosos, pueden gritar a los cuatro vientos: nuestro Imperio Comunicacional nace con su hazaña más perfecta. Estuvimos donde no estuvimos y ustedes se lo creyeron, ¡idiotas! —Lamentablemente se excedió en la intensidad con que gritó ¡idiotas! Los médicos le habían prohibido toda exultación, todo júbilo. Lo velaron esa noche y le dieron sepultura al día siguiente. Al leerlo en Le Monde acudió todo París. Aunque menos que con Sartre. Sucede que, con el autor de la Critique de la raison dialectique, se enterraba el espíritu de mayo del 68. Y eso llenaba de alegría y de paz a toda la burguesía y hasta al empresariado. Con el dolor duramente dibujado en sus caras, marcharon hacia el cementerio. Pero, interiormente, cantaban una versión triunfal de La Marsellesa y se juraban a sí mismos: «Argelia, ¡volveremos!».
Entre tanto, en una suite del Waldorf Astoria que reservaba para sus encuentros amorosos, Kissinger acababa de retozar con la espléndida pelirroja Jill St. John, que, si bien lo trastornaba sexualmente, no menos lo trastornaba pidiéndole el papel de Tiffany Case en Los diamantes son eternos, la próxima película de James Bond.
—Quiero ese personaje, Henry. Pídeme lo que quieras. Lo haré.
—¿Qué quieres que te pida, Jill? Llevamos más de tres horas en esta cama. No nos queda nada por hacer.
—¡Sólo sexo! ¿No hay otra cosa que yo pueda darte?
Kissinger frunció el ceño. Pensó su respuesta. No quería apresurarse. Jill merecía que le fuera sincero. Lentamente, con una certeza profunda, dijo:
—No.
A Jill se le cayó la mandíbula. Su hermosa boca quedó abierta. Kissinger la miró. Un par de ideas pasaron por su cabeza, pero las dejó de lado. Tenía otras cuestiones más inmediatas.
—América vive un gran momento, Jill. Hemos ido a la Luna sin ir. Y mañana, si queremos, podremos ir a Júpiter, y no habrá idiota que no se lo crea. Lástima que aún no podamos destruir Irak. ¿Qué haría Stanley Kubrick si viviera? Oh, bien lo sé. Idiota, diría, destruye el mundo, destrúyelo en serio, activa la bomba hiperhidrógena que hemos puesto en el centro de la Tierra ¡y todo volará como en el bellísimo final de Doctor Insólito! También Irak, créeme. Y Osama, esté donde esté.
—¿De qué hablas? —exclamó atónita Jill St. John—. ¿Quién es Osama? Oye, estamos en 1969.
—Eres una tonta esclava de una concepción lineal del tiempo —se tomó el trabajo de explicar, sin ningún entusiasmo, Kissinger—. No hay anacronismos aquí. Sólo ha sido abolida esa torpe, vieja, preposmoderna teoría de la linealidad temporal.
Estalló el timbre del teléfono.
—¡Dios, cómo ha sonado ese teléfono! —exclamó Jill St. John, cuyas largas, delgadas y, sin duda, bellísimas piernas contrastaban con las cortas, gordas y peludas de Kissinger—. ¿De dónde será ese llamado? No parece de este mundo.
—Kissinger, aquí Kubrick.
—¿Desde dónde me hablas?
—Desde el Cielo, idiota.
Kissinger bloqueó el auricular y dijo a Jill:
—¿Lo ves, tontuela? Me habla desde el Cielo y tú me pides linealidad temporal, relato clásico. —Volvió a dirigirse al sin duda lejano Stanley—: ¿Cómo has logrado entrar al Cielo, Stanley?
—No me insultes, quieres. ¿O piensas que con mi genial filmografía, con el arte infinito que he desplegado a lo largo de mis películas, Dios cometería la burrada de enviarme al Infierno? Quítame una duda: ¿dónde está Osama?
—¡Ja! Stanley, ¿te has creído eso? Osama no está en ninguna parte. Nosotros lo hemos creado. Nosotros hicimos lo de las Torres. Necesitábamos una gran excusa para declarar esta maldita guerra de la que no podemos salir.
—Pues bien, Kissinger. Hazme caso, hebreo cauteloso. Activa la bomba del centro de la Tierra y acaba con todo.
—Stanley, tú dices eso porque estás muerto. Pero yo estoy vivo.
—Ése es tu problema, no el mío. Si crees poder arreglarlo y seguir viviendo en ese planeta de mierda, desvarías, amigo. Haz lo que te digo y te espero por aquí. Vieras qué tipo tan divertido es Dios. Me está enseñando un juego. Cómo ir al Infierno y volver. ¿Qué aventura, verdad? Pero ¡qué va! La cuestión es divertirse. ¿Sabes quiénes están en el Infierno? Las más putas, Kissinger. Jayne Mansfield, Mamie Van Doren, Marilyn Monroe, Betty Page y, ¡asómbrate!, Lady Di. Con ella paso mis mejores ratos, las supera a todas en el complejo, húmedo arte de la fellatio.
—Te envidio, Kubrick. ¿Ninguna se te niega al ver tu pito cortado?
—¡No me insultes! ¡Yo no soy judío! —respondió Kubrick como si hubiera sido agraviado, como si no existiera agravio alguno que pudiera superar al que Kissinger certeramente le había dirigido.
—Posiblemente no. Pero la furia de tu respuesta me permite sospechar que eres profundamente antisemita.
—Puse a Sidney Pollack en mi última película.
—Sólo para disimular.
—Mira, Kiss, no hay antisemitismo en el Cielo. De todos modos, si vienes por aquí, tendrás problemas. Créeme, se te negarán las grandes hembras que he mencionado. No toleran los penes infantiles.
—¿Pene infantil? ¿Sabes a quién tengo a mi lado? A Jill St. John.
—Hi, Stanley, ¿por qué nunca me has dado un papel en ninguna de tus películas?
—Jill, querida, eres bellísima, lo sé. Siempre te tuve en cuenta, no lo dudes. Mas para Lolita estabas muy crecida. Pensé ofrecerte un protagónico de mono en 2001, pero encontramos a uno verdadero que lo hizo mejor de lo que tú lo habrías hecho. Y para Ojos bien cerrados ya estabas vieja. Además, no neguemos lo evidente, jamás has sido más bella ni mejor actriz que Nicole Kidman.
—¡Púdrete, neurótico impotente! Y entérate: Henry es un macho como no hay otro. Me hace gozar como a una perra.
—Ladra entonces, nena. Es lo mejor que podrías hacer en el cine.
Apareció Nixon en la línea.
—Dejen de hablar pavadas. Oye, Stanley, te traeremos a la Tierra. Hace años que lo tenemos a Walt Disney trabajando en el Pentágono. Pronto repartiremos ratoncitos Mickey y patitos Donald con explosivos nucleares introducidos en sus adorables culitos entre las poblaciones islámicas. Se le ha ocurrido a Walt. Qué hombre ese. Siempre al servicio de la patria imperial. Escucha, Stanley: necesito esto de ti. Quiero ganar las próximas elecciones. ¿Podrías lograr que diera mi discurso final de campaña desde Saturno? Con traje de astronauta y en medio de llamaradas espectaculares. Superiores a las de Lo que el viento se llevó. Y todo hecho por ti y por los realizadores de Matrix en un set remoto, inhallable de la Patagonia. Y todos dirán: «Si este hombre pudo ir a Saturno, ¿cómo no va a sacar a América de su postergación?». Entre tanto, millones de clones de mí recorrerán el país hablando cálidamente con la gente, escuchando sus problemas. Y la gente dirá: «Este hombre está en todas partes. Escucha a todos. Entra en todos los hogares». Y alguien, por fin, dirá la verdad: «Para mí, es Dios». Y lo seré. Porque el que se apodere de las nuevas tecnologías comunicacionales, será Dios.
—Le preguntaré a Dios si me deja regresar por una causa tan noble. Por ahora sólo me permite ir al Infierno y tener sexo salvaje con Lady Di, que es mi predilecta. ¿Dónde habrá aprendido tanta deleznable pornografía esa niña? Sólo algo me preocupa. Dios es generoso con muy pocos. Quiero decir: no son muchos a los que permite ir al Infierno a divertirse. Mas he notado, con cierto temor, que algunos no regresan.
—Espero que eso no pase, Stanley. De lo contrario los republicanos no ganaremos las próximas elecciones. Supongo que Dios ha de ser republicano.
Stanley preguntó:
—Eres republicano, ¿no, Dios?
Dios, con la voz que Charlton Heston escuchó en Los diez mandamientos, dijo:
—Republicanos, demócratas, son lo mismo, Stanley. Tu país, todo él, es una mierda fascista. Uno de estos días lo destruiré. Me he vuelto muy amigo de Alá, sabes. Tenemos planes para con vuestro país. O lo destruiremos nosotros o haremos que ustedes mismos lo hagan polvo ilevantable, definitivo.
—¿Por qué?
—Porque tengo un juguete nuevo. Me lo dio Satán, con quien cada día que pasa, tal como con Mahoma, más cercano estoy. Pero falta. Estamos puliendo algunos detalles. Les comerá la cabeza. Los hará vivir como zombies.
—¿Tiene nombre tu juguete nuevo?
—No se lo digas. Debemos mantener nuestros secretos —dijo Wernher von Braun.
—¡Oh, querido Wernher! —dijo Dios—. Él los ha diseñado. Nos ayudó invalorablemente al bueno de Satán y a mí. —Miró fijamente al sabio nacionalsocialista—: Wernher, ¿cómo te recompensaré los servicios que has prestado al Mal?
—Lo pensaré, Dios. Pero debo confesarte que siempre le tuve unas ganas terribles a Eva Braun. Tú sabes, poner mi pito donde lo puso el Führer. Será como tener sexo con él.
—¿No quieres ahorrar camino? Puedes, sí, tener sexo directamente con él. Satán me lo prestaría.
—¡Oh, no, Dios! Conozco al Führer. Siempre ha ido para adelante. Destrozaría mi —hasta ahora— invicta retaguardia. Mi sueño es Eva Braun. ¿Es que no te das cuenta? Somos hermanos. Pregunto: ¿existe alguien que no ame el incesto?
—Bien, Von Braun. Dame algo de tiempo y la tendrás.
—¡Aleluya! —gritó el sabio, sediento ahora más de sexo que de ciencia y neutrones.
—¡Dime el nombre! —Volvió al ataque Kubrick.
—Díselo y reclúyelo en el Infierno —dijo desdeñoso Von Braun—. En las partes incómodas: con Atila, Vlad Tepes, Torquemada, Jack the Ripper.
—El primero es un simple teléfono celular. Los volverá locos. Es más adictivo que la cocaína —y Dios sonrió con malignidad y hasta con una brizna de picardía.
—¿Y el otro?
—Ya lo verás. Tienes que esperar. ¿Te dice algo el nombre Internet?
—Nada.
—¿Lo ves? Espera, Stanley. Esto no se detiene.
—¡Hemos ganado! —vociferó Wernher von Braun—. ¡Führer, el Holocausto ya golpea las frágiles puertas de la Historia!
—Bella frase —dijo Dios—. Creo que con ella podríamos terminar.
Kissinger no tuvo una vejez tranquila. No porque su conciencia lo atormentara. Carecía de algo semejante. Pero los familiares de los masacrados en el Estadio Nacional de Chile lograron llevarlo a juicio en septiembre de 2001, en una Corte de la isla de Manhattan. Kissinger, humillado, tuvo el coraje de un viejo halcón americano y no se privó de asistir. Impertérrito atravesó una doble fila de chilenos que lo insultaban.
—¡Asesino! ¡Criminal de guerra!
Había, al menos, un argentino:
—¡Arreglaste el partido contra Perú!
—El arquero peruano tuvo una mala tarde —dijo Kiss—. No fue mi culpa.
—¡Tú lo amenazaste de muerte!
—Es posible. Pero no escupan. Sean educados. Digan lo que quieran. Éste es un país libre. Pero no me escupan. No lo merezco. Me hacen sentir un judío en Alemania, en 1935, cuando lo hacen. Salí de esa pesadilla. No quiero regresar.
De pronto se oyó un estruendo indescriptible. Habían volado las Torres Gemelas. Se suspendió la audiencia. Los periodistas rodearon a Kissinger. Era septiembre de 2001, pero era el día 11. El elegido por los chilenos para juzgar a la hiena. El del aniversario del asesinato de Allende. Pero, ese día, en 2001, fue el del evento de las Torres Gemelas. Esto salvó a Kissinger. Que dijo a los periodistas:
—Es el Mal que se abate sobre América. Lucharemos contra él.
Al mediodía lo llamó Bush.
—Kiss, quiero que te pongas al frente de la Comisión Investigadora.
—Siempre estaré listo para servir a América, George.
Rudy Giuliani fue a ver a Bush y casi lo estrangula.
—¡No puedes con tu alma de texano fascista, George! ¿Cómo se te ocurre poner a ese viejo desprestigiado al frente de nada?
Kissinger fue destituido. Se retiró a una isla solitaria en el Pacífico. Empezó a escribir sus memorias. Les puso un título atractivo. Vendería millones de ejemplares. Henry, retrato de un asesino serial. Los productores de la formidable película (Henry: Portrait of a serial killer, 1989, producida por Lisa Desmond y Steven Jones, dirigida por John McNaughton) le hicieron un juicio. Kissinger telefoneó a William Colby, exdirector de la CIA, gran amigo suyo. Ganó el juicio. Sereno, empezó a escribir. Mas una duda lo acosó. Llamó a su editor.
—Dime, ¿no me perjudicará el título tan vendedor de ese libro?
—No veo por qué.
—Revela y admite que soy un asesino serial.
—¿Lo eres?
—Qué duda cabe. ¿No podríamos ponerle: Retrato de un asesino serial al servicio del estilo de vida americano?
—No funcionará, Kiss. Es muy largo. Además, ¿quién en este mundo ignora que todo cuanto tú has hecho ha sido para defender el estilo de vida americano? Y quienes no lo creen, ¿qué son? Rojos, sucios rojos o terroristas. ¿De qué vale lo que opinen? Pronto no quedará ninguno.
—Tienes razón. Igual, me temo que habrá algunos que no lo crean. Acaso lo mío haya sido excesivo, sabes. Amo tanto a América que suelo desbocarme en su defensa.
—¡Por favor, Kiss! A los que no lo crean se lo haremos creer. Les arrojaremos encima una publicidad tan apabullante por medio de nuestros oligopolios a lo largo y a lo ancho del mundo que, en menos de diez días, te amarán.
—Algo así como el viaje a la Luna, ¿verdad?
—Muy superior. Estamos preparando el viaje a Júpiter.
—¿Dónde será?
—En la Patagonia. ¿Conoces a Rupert Murdoch?
—¡Santo Cielo, es mi ídolo! El tycoon de la News Corporation, de la Fox News. El creador de la serie 24. Siempre que Jack Bauer tortura a alguien, tengo espasmos de placer. Murdoch puede hacerle creer al mundo lo que nos interese que crea.
—Rupert Murdoch se ha comprado todo lo que restaba del territorio patagónico. Es nuestro. Ahí haremos lo de Júpiter. Si quieres, serás el primero en bajar de la nave. El primero, Kiss. Y llevarás tu libro en tu diestra. Y se lo mostrarás al mundo entero. América te debe algo así.
—¡Oh, qué feliz me haces! —dijo Kissinger.
Volvió a su escritorio.
Siguió escribiendo.
El escritor Hugh Marlowe no ha tenido lugar. Nunca existió. Lo inventamos para mentirles. Para engañarlos. Tal vez muchos no se tragaron el engaño y descubrieron la maniobra. Otros no. El propósito era presentar —en el libro— un ejemplo de la falsedad que se maneja en el mundo informático durante nuestra era. ¿Con qué propósito algún poder fáctico desearía inventar a un escritor? No sabemos. Hay muchos motivos. Se han escrito libros y se han hecho películas sobre eso. También buscamos la concordancia entre un viaje a la Luna fraguado y un escritor, que lo narra y lo desenmascara, también falso. Pero existió un Hugo Marlowe, ya lo creo. Fue un distinguido actor de la clase B de Hollywood. Y se destacó asimismo —como supporting actor— en películas clase A. En 1950 filmó dos clásicos: All About Eve (La malvada), con Bette Davis, Gary Merrill y un genial, inolvidable George Sanders. El director fue Joseph L. Mankiewicz. Y Night and the City (Siniestra obsesión), el poderoso tour de force de Richard Widmark, con una Gene Tierney algo desaprovechada y un sorprendente Francis L. Sullivan. Dirigió Jules Dassin. Pensaba elegir a Richard Carlson, pero tiene un homónimo que se destacó como escritor. Carlson, como Marlowe, fue un actor de clase B, y protagonizó dos grandes clásicos: El monstruo de la Laguna Negra y Llegaron del espacio exterior. También hizo una exitosa serie de TV: Los jinetes de Mackenzie.
El texto está lleno de mentiras. Pero porque se le atribuyen a Marlowe. No es que lo fáctico no haya existido. Desde el punto de los hechos nada es falso. Forastero en tierra extraña es una buena novela de Robert Heinlein, respetado autor de ciencia ficción. En otra de sus novelas se basa el film Starship Troopers (1997, Paul Verhoeven). Se dice que en esa novela se habría inspirado Oesterheld para El Eternauta. Vagamente es posible.
La relación de Marlowe con Jean Baudrillard es, desde luego, una impostura, un juego. Los cuentos que le atribuimos son conocidos. No quisimos trampear tanto. Nos arriesgamos. Otra cosa habría sido inventarlo todo. Pero no: Para servir al hombre —un éxito en La dimensión desconocida— se basa en una novela de Damon Knight. Y su última frase: It’s a cook book es la línea final más escalofriante de la ciencia ficción. Alude a la antropofagia. El síndrome Superman es un cuento perfecto, disfrutable, por completo mágico. La novela Noche de brujas es una joya del talentoso Fredric Brown, cuya obra es escasa, posiblemente a causa del alcohol y el aburrimiento. Se le reconoce, como al mexicano Monterroso, ser el autor, y lo es, de uno de los cuentos más efectivos y breves de la historia de la literatura: «El último hombre en la tierra entró en su cabaña y se sentó en el sillón. Tocaron a la puerta». Kevin McCarthy fue el protagonista de Los usurpadores de cuerpos, pero no el de Noche de brujas, que Marlowe nunca escribió. Jack Arnold fue el director de El monstruo de la Laguna Negra y de la poderosa El increíble hombre menguante, de 1957, basada en una novela de Richard Matheson. Pero nunca dirigió Noche de brujas. El resto es totalmente falso. Al no existir Hugo Marlowe su amistad con Jean Baudrillard es improbable.
Paula Pérez Alonso no tuvo necesidad de traducir este cuento, ya que fue escrito en español. Como sea, agradecemos su colaboración y su sentido del humor.