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¿La verdad ha muerto?
El tema de la verdad es uno de los más complejos de la filosofía y a ella le pertenece, le corresponde. Dejemos de lado a los griegos porque, de lo contrario, no terminaremos más. Pero acompaño a Protágoras y a su formidable frase «El hombre es la medida de todas las cosas».
Repasemos algunos hechos: durante la Edad Media el problema no fue difícil. Dios poseía la verdad y se la revelaba a los hombres. O mejor dicho, a los pastores. A la institución eclesiástica. Surge eso que Foucault (al que ya recurrimos) llama «poder pastoral». Los buenos siervos de Dios, siempre que se sienten en pecado, acuden al buen sacerdote y, en el confesionario, le dicen las opacidades de su alma. El pastor conoce todo del siervo y el buen hombre no sabe nada del pastor. Así, el confesionario es como la CIA de la Iglesia. Tiene un fichaje de todos los siervos de todos lados. La «verdad» que Dios revela la recibe la Iglesia y el que no la cumpla será castigado por la Inquisición[10].
Descartes viene a establecer una nueva verdad. Al dudar de todo, duda también de Dios. ¿Qué es lo que le permite dudar de todo? Su pensamiento. ¿Qué es aquello de lo que no puede dudar? Claro está: de su pensamiento. La verdad que viene a instaurar Descartes es la de la razón: ego cogito, ergo sum. Pero hay otra verdad que Descartes debiera probar. La externa. ¿Cómo salir del cogito? A través de Dios. La revolución no ha sido total. Si veo todo eso ahí afuera es porque debe existir; si no, Dios no me lo haría ver. O sea, la única verdad que viene a establecer Descartes es la del pensamiento, la de la subjetividad. La del hombre. Pero ese hombre es incapaz de probar la existencia del mundo exterior. Todo cambia con Kant. Kant es un filósofo fundamental. Lo que hizo todavía sirve. Dice: Todo conocimiento empieza por la experiencia pero no se reduce a la experiencia. La primera parte de la frase es una concesión al pensamiento de Hume, al empirismo inglés, al que Kant respetaba mucho. O sea, todo conocimiento empieza por la experiencia, por lo fáctico, por lo empírico. Por los hechos. Hegel dirá: Lo verdadero es el todo. Tomemos cualquier instancia de la dialéctica histórica. Tiene tres momentos: afirmación, negación de la afirmación y negación de la negación. El tercer momento es la síntesis de los otros dos y los contiene en una totalidad en tanto superación. Este tercer momento es la totalidad. Y la totalidad —en Hegel— es lo verdadero. Especialmente al constituirse en tanto sistema. Adorno (en el siglo XX), oponiéndose a la dialéctica hegeliana, lanzará un famoso dictum: La totalidad es lo falso. Sartre, en la Crítica de la razón dialéctica, dirá que la totalidad nunca cierra: apenas totaliza ya se destotaliza. Pero siempre hay algo que nunca falta: la empiria, la materialidad, lo fáctico. Nietzsche dice: «No hay hechos, hay interpretaciones». Pero sí: hay hechos. Sólo que la verdad se establece por medio de la interpretación de los hechos. Sólo que, sin hechos, no hay interpretaciones. Seamos redundantes porque aquí está el centro de la cuestión: aun cuando la primacía de la interpretación de los hechos pareciera llevar a un relativismo, esa interpretación parte también de lo fáctico. De los hechos. Sin hechos, no hay interpretaciones. Foucault, partiendo de Nietzsche y Heidegger, establece la verdad como lucha de interpretaciones. La verdad es de este mundo, dice en Microfísica del poder. En La verdad y las formas jurídicas establece que hay una lucha por la verdad. Algo que también hace en Poder y verdad. Se lucha por la verdad porque la verdad es la que establece el poder. En suma, de todas las interpretaciones de los hechos van a triunfar aquellas que puedan acumular más poder. De aquí el interés de los monopolios en conservar lo que han logrado. Es fácil: si yo tengo doscientas o trescientas bocas comunicacionales a través de las que enuncio mi interpretación de la realidad, ésta se transforma en la verdad porque logro convencer a la mayoría. La verdad es hija del poder. Hoy más que nunca por el despliegue agobiante de los medios de comunicación. Esto no significa que no existan verdades alternativas a las del poder mediático. Pero serán muy débiles. Ya que el monopolio mediático (y, no lo olvidemos, los medios de comunicación son el partido político de la derecha) se ha ido devorando a todas las fuerzas competitivas del mercado. El mercado no es libre y es antidemocrático: se lo devoran los monopolios y los oligopolios, que concentran el poder adosando a los competidores o llevándolos a la ruina. Lo cual es fácil: cualquier monopolio puede vender un año a pérdida y fundir a las pequeñas empresas del mercado. Ahí es cuando las compra o deja que entren en convocatoria de acreedores, cuando acaso las compren o se fundan.
Pero todo ha cambiado. Un cambio en la ética periodística. Vimos que todas las filosofías partían de los hechos. Kant requería de la experiencia. De aquí que sea nuestro ejemplo predilecto. Todo conocimiento empieza por la experiencia. El periodismo nació para decir la verdad. Se diferencia en esto de la literatura. El buen periodismo dice la verdad, la buena literatura miente. Ésta es una frase indiscutible y llena de orgullo a los escritores. El escritor escribe ficciones. (No voy a entrar aquí en las interpretaciones que afirman que interpretar la realidad es una ficción porque sería largo. El que ha llevado esta interpretación al extremo es Hayden White en La ficción de la narrativa. Pero es una posición —aunque valiosa y que enriquece el debate serio— discutible). Digamos que Kant jamás diría que no parte de la experiencia. Que Nietzsche no negaría que parte de los hechos para interpretarlos. Y que esa guerra por la verdad que postula Foucault también se basa en la facticidad. En el periodismo esto es lo que ha muerto. El periodismo ya no parte de los hechos. Ésta fue su tarea primordial desde su nacimiento. El periodismo informaba. Pretendía informar imparcialmente. Aquí radicaba su rigor. Pretendía ser un tábano para mantener alertas a los hombres y advertirles que no adhirieran a la falsedad. O pretendía ser un clarín sobre los grandes problemas argentinos, para no eludirlos, para enfrentarlos, para decir, sobre ellos, la verdad. Ahora el periodismo ya no trabaja sobre materialidad alguna. Al estar en constante estado de beligerancia, deja de lado lo fáctico. Ya no parte de los hechos, los inventa. Esa foto del presunto Chávez en la tapa de El País es la prueba. El País fue un diario respetable y querible, progresista. Hoy es parte del complot mediático contra los gobiernos populares de América Latina que nosotros —lo sentimos mucho pero son nuestras creencias, les pedimos que las respeten y no se rebajen insultándonos— defendemos. Ese «Chávez» no se basa en ninguna «materialidad», en ningún «hecho». Todos los filósofos que he citado dirían que así no se consigue la verdad. Que no es el camino para llegar a ella. Porque sin base material no es posible la interpretación. Y si no hay interpretación, lo que hay es la más recalcitrante y vergonzosa mentira. Señores, ustedes están hundiendo al periodismo. Costará mucho que recuperen la fe de los lectores, o de muchos de ellos que no se dejan engañar fácilmente. Ustedes, señores, al apelar a la mentira como arma de antagonismo, están matando a la verdad. Y eso no tiene retorno. Y es, además, imperdonable.
No todo es amargura en el periodismo. Todavía hay periodistas honestos, leales a las convicciones de toda su vida. También hay periodistas más que honestos en los medios de las corporaciones. Actúan con bajo perfil porque necesitan el trabajo. En el libro —por ejemplo— que hicimos con Horacio González (Historia y pasión: la voluntad de pensarlo todo), el periodista de Clarín que articuló el diálogo, Héctor Pavón, tuvo una descollante participación. Hay más buena gente de la que muchos creen. Tal vez eso debiera alegrarnos, impulsarnos a seguir. También hay periodistas con gran sentido del humor, que se ríen de sí mismos y de sus errores. Hay un libro ampliamente recomendable y que los divertirá mucho. Es el de Juan José Panno, periodista deportivo de larga trayectoria. Se llama Obras maestras del error. El humor del libro de Panno se expresa por medio de la elección de títulos de los medios gráficos y furcios de célebres periodistas. Por ejemplo: «Mató a su madre sin razón justificada». «Por beber en exceso se volvió homosexual». «Se suicidó arrojándose de un octavo pisooooo». (Éstos pertenecen al libro de Eduardo Galeano: Las palabras andantes). Sigue Panno: «Los delincuentes, al verse abatidos, se entregaron rápidamente». «Tengo grandes recuerdos de Discépolo. Yo siempre le preguntaba por qué eran tristes sus letras de tango, tan melancólicas, pero ahora no me acuerdo qué me contestaba». «El equipo de Boca Juniors hace 15 fechas que no logra perder». «Gatti siempre se equivoca de vez en cuando». El furcio más recordado de la historia de la radio —según Panno— fue el del locutor que hizo la propaganda de Lysoform: «Señora, después del polvo, baño Lysoform». No sé si Panno lo anota (no lo encontré) pero puedo aportar uno célebre del programa de preguntas y respuestas de Iván Casadó, allá por los pacatos años cincuenta: «Señorita, ¿qué fruto tiene el hombre que la mujer no?». La señorita respondió: «La banana». Era la nuez de Adán. Cortaron de inmediato la transmisión. Otro sobre fútbol: «Fue un tiro violentísimo. Si entraba, era gol». «Escucharemos la noticias nuevas». «Lamentablemente, no hubo que lamentar víctimas». «Los dos muertos quedaron tirados en el pavimento antes del traslado a la morgue». Raúl Portal se ríe de sí mismo: le gustaba mucho el «Clarín porteño» de Cora Cané, que salía en la última página. (No sé si sigue saliendo porque hace un tiempito que no leo Clarín. Volveré en tiempos mejores). Portal dice: «En Clarín, lo importante está en la última paja». Luego, cuenta, anda caminando por una calle de Rosario. Un pibe, que va con su papá, lo detiene: «Yo siempre te veo en la tele y mi papá también. Cuando vos aparecés en la tele, mi papá siempre dice: “¡Qué boludo!”».