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Foucault y el poder pastoral
No vamos a entrar en un análisis pormenorizado de la discursividad foucaultiana. Creemos haber hecho este trabajo (y con bastante extensión) en La filosofía y el barro de la historia. Nos van a interesar esas facetas de Foucault que lo acerquen al tipo de trabajo a que estamos entregados. Nuestra investigación se encuadra dentro de la misma tarea que Foucault llevó adelante a lo largo de toda su vida. El análisis del poder. El tipo de poder que nosotros trabajamos no atravesó su campo problemático. Acaso sea notable, tal vez sea explicable, pero siempre nos ha sorprendido (sobre todo en las últimas dos décadas) el escaso interés hermenéutico que la filosofía francesa les ha dedicado a los medios de comunicación. Alguien dirá que en el concepto (bastante reciente) de biopolítica está comprendido el tema del poder mediático. Sí y no. No hay nada que quede fuera del concepto de biopolítica. Pero Foucault (que poco desarrolló ese concepto: sí el de biopoder) no vio en lo mediático una nueva y poderosa forma del poder pastoral. Tampoco trabajó el modo en que, en su tarea de anular la libertad de los sujetos, los mass media ocupaban el lugar de un sujeto centrado en el Imperio, un sujeto con enormes corporaciones mediáticas que difunden sus contenidos, sus órdenes, sus mandatos y su ideología a lo largo y ancho del planeta basados en el concepto de la globalización comunicacional. Foucault muere en los inicios de la década del ochenta. No vio la caída del Muro de Berlín, el surgimiento (fundante de todo un proyecto de dominación bélico-política) del concepto de globalización, de guerra preventiva ni la tortura como arma esencial de la tarea de inteligencia. Conocía alguna de estas cosas, pero no las tematizó. No vio la universalización de la historia que implicó el atentado a las Torres Gemelas con la inclusión destructiva del mundo Oriental en la civilización capitalista-occidental. Hay una ironía en la caída de esas torres. Hegel llamaba a pueblos como el islámico, los africanos o los suramericanos, pueblos sin historia. El 11 de septiembre de 2001 los pueblos sin historia irrumpieron con inusitada violencia en la gran historia de Occidente. La barbarie (el afuera de la civilización occidental) hirió brutalmente la centralidad de la modernidad capitalista[71]. Si en El matadero, el cuento de Echeverría, es la civilización la que extravía sus pasos en los territorios sanguinarios de la barbarie, el nine eleven implica la irrupción de la barbarie (una irrupción precisa, matemática, por lo tanto inesperada como producción bélica de la barbarie) en el corazón de la civilización de Occidente, en su corazón financiero. Esto (que no pudo ver Foucault) implica, más que nunca, no sólo la respuesta bélica entendida como retaliación, sino un dinamismo y una agresividad jamás vistos disparados a partir de los medios de comunicación. No sólo se trata de matar en las campañas guerreras, de torturar para sacar a la luz las tácticas del terrorismo (a través de un trabajo de inteligencia que no ha variado mucho desde lo que mostrara el film La batalla de Argelia, estudiado a fondo en los centros de contrainsurgencia del Imperio), sino de colonizar las subjetividades. El sujeto centrado imperialista cree que el sujeto no ha muerto porque el sujeto ya no es el sujeto europeo que tanto desveló a la French Theory. Eso es historia antigua. El sujeto son los millones de sujetos que habitan un mundo globalizado al que hay que colonizar. Los amos de la comunicación centralizada se dicen: Esas subjetividades deben ser nuestras. Debemos conseguir que piensen y crean lo mismo que nosotros. Que imaginen la existencia como nosotros necesitamos. Este poder pastoral es el más poderoso de la historia. Y la manada que conduce es más manada que nunca. Es un rebaño de idiotas constituido en exterioridad por el sujeto constituyente del Imperio. De ahí este ensayo sobre la culocracia. La imagen hegemónica de la idiotización que necesita y consigue imponer el imperio informático es el culo. Esta postulación es fundante en este ensayo. ¿Hiere su rigor la presencia en ella de la palabra «culo»? ¿Tenemos que recordar la frase de Jules Renard que —no casualmente— pusimos de acápite a este ensayo? Si tenemos que recordarla, ahí va: «Si la palabra “culo” se encuentra en una frase, el público, por más sublime que aquélla sea, no entenderá más que esa palabra». Pero Renard era un hombre del siglo XIX que apenas si penetró una década en el XX. Hoy, la palabra «culo» no asusta a nadie. Al contrario, el culo reina en este mundo que busca la idiotización desde dos puntas: 1; para dominar a los sujetos; 2; porque los sujetos quieren ser dominados. Quieren ser entretenidos con banalidades. Quieren no saber. Sólo sobrevivir. El horizonte de sus apetencias no roza lo sublime, ni lo sacro, ni la generosidad, ni la creación, ni nada que eleve al hombre por sobre su condición de manada, de cordero feliz: quieren trabajar, quieren un hogar, un coche cero, seguros de todo tipo, quieren viajar e ir de shopping. No consiguen esto porque el deterioro de la cultura anal de Occidente lleva a los matrimonios al mutuo engaño (una amante él, un amante ella) o al sincericidio que desemboca en las experiencias swinger, los pibes se revientan con la droga, la música ha devenido ruido, ni el buen rock de los años sesenta y setenta se escucha, y de «Dios» nadie se acuerda mucho, especialmente porque son tantos los ersatz de la divinidad que hay en el mercado y a la mano (visibles) que es más práctico recurrir a ellos: pastores electrónicos, budistas evangélicos, taoístas crísticos, cultos satánicos, la devaluación del eros, el culto al sexismo, la pedofilia vaticana y sus escándalos financieros, los paraísos pedófilos, la violencia, la guerra, la exclusión de los inmigrantes indeseados, los muros contra la barbarie, la brutalidad represiva, el terror de los poseedores, la adicción a los artilugios de la electrónica, la desaparición del futuro en los jóvenes, la exaltación del instantaneísmo, la cerveza, el paco, la heroína y el último y más tranquilizador de los dioses, el que garantiza como ningún otro la paz perpetua, el suicidio[72].
La sociedad disciplinaria que tanto criticó Foucault es —en los días presentes— un paraíso perdido. Si el hombre no fue libre, hoy lo es menos. Si lo acecharon grandes peligros, hoy se han multiplicado y su poder destructivo es total y totalizador. Si Heidegger, en el reportaje de Der Spiegel, veía en el preciso funcionamiento de las cosas una imagen del triunfo de la técnica, hoy no sólo nada funciona en lugares en que Heidegger nunca pensó (en la periferia del mundo de la centralidad, por ejemplo), sino que el funcionamiento está erosionándose gravemente en los países del Primer Mundo. Sobre esto no es necesario explayarse mucho porque está ocurriendo ahora y es difícil ver su desemboque histórico. Pero nadie puede prever (aunque nadie deja de temer) el desarrollo capitalista de China unido a sus peores tradiciones autoritarias comunistas. O la agresividad del régimen de Corea del Norte. O la locura de Occidente en su campaña contra el terror. O el terror mismo. Aunque el terror ya no es patrimonio del llamado terrorismo, sino que pareciera que la entera humanidad ha entrado en una era de terror. Entre tanto, el poder mediático crea un universo ficcional a la medida de sus intereses.