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Papá sale en televisión

Éste es el título de un cuento de Stefano Benni que pertenece a una antología que lleva por título Cuentos italianos de hoy. A su negro, negrísimo relato Benni le ha puesto: «Papá sale en televisión». Al leerlo habrá que tener en cuenta que Italia es un país adicto a la tele. Que Giovanni Sartori escribió un buen ensayo titulado Homo Videns, que analiza esa adicción, en la que se ha basado el poder de Berlusconi. Entregamos ya este relato porque expresa en la modalidad de lo grotesco y el humor macabro el poder mediático que pareciera dirigir la vida del 80% de los italianos, que son los que —se calcula— se enteran de todo por la televisión. Al convertirse Berlusconi en amo de la televisión y Presidente de la República empezaremos a formarnos una idea de su verdadero poder. A esto hay que añadirle la extravagancia del personaje, su impudor, su impunidad, su sexualidad desbordante, sus hembras exuberantes y las fiestas que provoca en su residencia a las que acuden personajes célebres de todas partes del mundo. Aquí va, entre tanto, el cuento de Stefano Benni: ayudará a comprender muchas cosas que luego desarrollaremos. La preocupación —a esta altura de los acontecimientos— es: ¿hasta qué abismo descenderá el país del Dante, de Verdi, de Puccini, de Arturo Benedetti Michelangeli, de Pasolini, de Fellini, de Lampedusa, de Visconti, de los grandes actores que marcaron una época en la vida de todos nosotros: Sordi, Mastroianni, Gassman, Manfredi?

Aquí está el cuento: «Papá sale en televisión».

Todo está listo en casa de los Minardi. La señora Lea ha limpiado la pantalla del televisor con alcohol, encima ha colocado la foto de la boda, ha quitado el forro del sofá, que ahora resplandece en un vórtice de girasoles. Ha preparado una fuente de saladitos, una panetela de Navidad fuera de estación, el whisky británico y la naranjada para los niños. Ha limpiado las hojas de la malanga, y sobre la mesita de cristal ha puesto el búcaro más hermoso. Los tres hijos la miran mientras revisa si todo está en orden, da vueltas a los rizos de su permanente y golpetea con los tacones sobre el piso encerado. Nunca la habían visto sin pantuflas en casa. También los tres hijos están listos. Patricio, de doce años, está en el sofá con su mono deportivo preferido, rojo fuego, y una gorra de los Arrancacabezas de Minneapolis. Lucilla, de siete años, viste un pijama con un dibujo de dinosauritos y lleva en brazos una Barbie encinta. Revoltillo, de dos años, aprisionado en su sillita, ha quedado embutido en su mono acolchado que sólo le permite mover tres dedos y una cuchara a modo de prótesis. Ha sido drogado con jarabe de codeína para que no fastidie.

Tocan a la puerta. Es la vecina, Mariella, con su marido Mario, han traído chocolatines y el helado que rápidamente va al refrigerador porque, si no, se derrite. Mario, de saco y corbata para la ocasión, saluda a los niños y estrecha con energía la mano de Patricio.

—Y bien, campeón, ¿estás orgulloso de tu padre?

—Bueno… —Responde Patricio.

—Qué bonito peinado —dice Mariella a Lea—, hoy nos hemos puesto bonitas, ¿verdad? Claro, no es un día como otro cualquiera.

—En cierto sentido… —Responde Lea.

—¿A qué hora es la transmisión?

—Dentro de cinco minutos, más o menos.

—Entonces podemos encender.

—Yo tengo el control remoto —dice Lucilla.

—Lucilla, no te hagas la mandona.

—Papá siempre me deja manejarlo…

En aquel preciso instante, también el Sr. Augusto Minardi se siente emocionado. Ha consumido una excelente cena a base de arroz con champiñones y trata de relajarse echado en un catre. «Espero hacer un buen papel», piensa.

—Dentro de cinco minutos le toca a usted —dice una voz desde fuera de la habitación.

«Maldición», piensa el señor Minardi, «se me olvidó lavarme los dientes. Tal vez se note por televisión».

—No invité a la portera —dice la señora Lea masticando un bombón—, pero no por una cuestión de clase social, figúrate, es que es tremenda chismosa y quizás empiece a contar todo lo que suceda aquí esta noche. En ciertos momentos, sólo se puede confiar en los amigos más íntimos.

Mariella le toma afectuosamente la mano.

—Hiciste bien —dice—, además a Augusto tampoco le resulta muy simpática.

—¿Te imaginaste alguna vez, campeón, que un día verías a tu papá por televisión? —Dice Mario, sentándose en el sofá junto a Patricio.

—En realidad, no…

—Pero papá ya salió una vez —dice Lucilla—; estaba en el desfile de una manifestación, pero se lo vio sólo un momento, y además llovía y él estaba medio tapado por el paraguas.

—Sí, sí, lo recuerdo —dice Mario—; yo también estaba en el desfile.

—¿Tú saliste alguna vez por televisión? —Pregunta Patricio.

—Yo no, pero mi hermano sí. Lo filmaron con la cámara telescópica mientras se fajaba a puñetazos en el estadio. Se vio más de dos minutos, con la bandera en la mano, lástima que le dieran tanto, a ese comemierda…

—Ese comemierda… —Ríe Revoltillo, agitando su cuchara.

—¡Mario, te lo ruego, modera tu lenguaje! Sobre todo hoy —dice severa la mujer.

El señor Augusto recorre el largo pasillo hacia la sala con la luz roja. Justo al fondo ve una cámara que lo está enfocando.

—¿Ya estamos en el aire? —Pregunta.

—No —dice su acompañante—, son tomas que quizás se montarán más tarde…

—Mira tú. Como en los vestidores antes del juego.

—Más o menos así —sonríe el otro—. Vaya, ahora estamos en vivo.

La aparición de Augusto en la pantalla ha provocado un gran aplauso e incluso alguna que otra lágrima en casa de los Minardi. Patricio no logra estarse tranquilo y salta en el sofá. Lucilla mordisquea la Barbie. La señora Lea tiene los ojos húmedos.

—Mira qué tranquilo está —dice Mariella—, parece como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Hasta se ve bonito.

—Sí, se peinó hacia atrás, como le dije.

—Me parece que va a recibir un montón de cartas de admiradoras —dice Mario.

La esposa se lo reprocha con la mirada.

—Vaya, se sentó. Mira qué primer plano tan lindo.

—¡El viejo Augusto! —Dice Mario algo conmovido—. ¡A quién se le hubiera ocurrido!

—Oh, no —dice Mariella—, los comerciales precisamente ahora.

—¿Estoy en el aire? —Pregunta Augusto.

—En este momento, no —dice el técnico—; hay treinta segundos de comerciales. Luego aparecerá el locutor que nos anuncia, luego tres minutos que nos sirven para preparar todo, luego se comienza. ¿Emocionado?

—Bueno, por supuesto. ¿Usted no?

—No más de la cuenta. Es mi trabajo —sonríe el técnico.

Los comerciales han terminado. Sobre la pantalla aparece el rostro grave del locutor.

—Estimados televidentes, estamos en vivo y en directo desde la prisión de San Vittore para la transmisión del primer procedimiento judicial terminal de nuestro país. Es una ocasión tal vez triste para algunos, pero importantísima para nuestra evolución democrática. En este momento están viendo al condenado, Augusto Minardi, sentado en lo que puede definirse como la antecámara de la sala terminal. Aquí se le inyectará un sedante, después se iniciará el procedimiento.

—Dios mío —dice la señora Lea.

—¿Qué pasa?

—Augusto le tiene un miedo terrible a las inyecciones.

—¿Es realmente necesario? —Pregunta Augusto al médico.

—Es mejor. Lo atontará un poco y así no se dará cuenta de nada.

—Prefiero que no. ¿Me puedo negar?

—No lo puedo obligar —dice el médico encogiéndose de hombros—. Pero, oiga, si allá adentro pierde la cabeza, es usted quien hará el ridículo…

—No —insiste Augusto—, la inyección no.

—Y ahora debe estar ya lista la ficha preparada por nuestro Capacci acerca de las diversas fases que han conducido hasta este día fatídico —dice el locutor.

«Augusto Minardi, cincuenta años de edad, exobrero textil desempleado desde hace tres años, sin antecedentes penales, la mañana del tres de julio del pasado año irrumpe en un supermercado de la periferia de M. armado de una pistola. Quiere robar la caja. Pero la cajera activa la señal de alarma. Irrumpe el agente de guardia. Hay un breve intercambio de disparos a cuyo término quedan en tierra tres personas: el guarda, Fabio Trivella, cuarenta y tres años, la cajera Elena Petusio, cuarenta y siete años, y el jubilado Roberto Aldini, de setenta y seis años».

—Ése no cuenta —dice Lea—, se murió de infarto.

—Sí —dice Patricio—, pero falta el mensajero.

«El agente y la cajera fallecieron a causa de las heridas recibidas, el jubilado por un infarto. Minardi intenta la fuga, pero se interpone en su camino el mensajero Nevio Neghelli, de veintitrés años, que resulta herido levemente».

—Ahora es que la cosa se pone buena —dice Patricio.

«Minardi es capturado poco después en una sala de juegos de video. El proceso se celebra dos meses más tarde y el acusado es condenado a cadena perpetua. Pero tras el nuevo decreto-ley del 16 de octubre, la pena le es conmutada por terminación mediante la silla eléctrica».

—Era la ficha del delito —explica el locutor—, y ahora les presento a los invitados que animarán nuestro debate durante y después del procedimiento. Primeramente, tenemos al padre Cipolla, jesuita y sociólogo.

—Buenas noches.

—El comentarista televisivo Girolano Schizzo.

—Buenas noches.

—Eh —salta Patricio—, pero si es Schizzo, es él mismo.

—No me gusta, es tan vulgar —dice Lea.

—Pero es uno de los más populares —comenta Mario.

—Luego tenemos al senador Carretti, de la oposición, que ha presentado numerosas enmiendas a este decreto-ley, y a su lado el escritor y director de films de horror, Paolo Cappellini y la actriz Maria Vedovia…

—Buenas noches, buenas noches, buenas noches…

—Y para finalizar, el ministro que firmó el decreto-ley, el honorable Sanguin.

—Buenas noches.

—Qué cara de culo —comenta Mario.

—Mamá, ¿por qué ya no ponen a papi?

—Lucilla, cállate y deja de comer tantos bombones.

—«Arad» ulo —dice Revoltillo.

—¿Lo amarré muy fuerte? —Pregunta el técnico.

—No, no, está muy bien —responde Augusto.

—Si quiere un consejo, cuando llegue la descarga, baje la cabeza. Así no se ven las muecas.

—¿Las qué?

—Las muecas.

—Pero yo quisiera que en casa me vieran bien.

—Yo —dice el senador— quisiera decir, para comenzar, que estoy en contra de este uso de la transmisión en directo.

—¿Y entonces qué hace aquí, hipócrita? —Aúlla Schizzo—. Como de costumbre, usted y esos cochinos parásitos de su partido se aprovechan de los acontecimientos, pero no quieren pagar su parte.

—Cálmese y respete la gravedad del suceso, grosero.

—Grosero será usted, recomemierda.

—Por favor, por favor —interviene el padre Cipolla.

—Quisiera recordarles la solemnidad del evento —dice el locutor— y con ese fin quisiera hacerle una pregunta al realizador Cappellini, a Schizzo y a Carretti, por favor, un poco de silencio. A usted, Cappellini, ¿se le habría ocurrido un argumento similar? Quiero decir, si por ejemplo tuviera que pensar en un actor para el papel de Minardi…

—Bueno, no sé…, ya que se trata de un tipo tan sanguíneo…, no estaría mal Depardieu…

—¡Oíste! —Dice Mariella toda excitada—, ¡lo ha comparado con Depardieu! ¿No estás contenta?

—Bueno, sí, es un hombre lindo, pero no sé si se le parece de verdad —dice Lea, tímida.

Suena el teléfono.

—Mamá —dice Lucilla—, es un periodista. Pregunta qué sentimos en estos momentos…

—Cállate, están enfocando a papá —dice Lea sin prestarle atención.

—¿Y en cuanto al papel femenino? —Dice el locutor—. Usted, señorita Vedovia, ¿estaría dispuesta a hacer el papel de la mujer?

—Bueno, es un papel bonito, muy dramático. Claro, haría falta envejecerme mucho con el maquillaje.

—«Mucho», eso lo dices tú, puta de mierda —dice Mariella.

—No es nada, no es nada —dice Lea, conciliatoria.

—¿Y de mí no hablan? —Dice Patricio—. Yo quisiera que mi papel lo hiciera Johnny Depp.

—Sí, y el mío Gary Cooper —ríe Mario.

—«Uper» —dice Revoltillo.

—En este momento estamos frente al televisor y comemos bombones y luego también hay helado —está diciendo Lucilla por teléfono—. ¿Qué sabores? No sé, ¿quiere que vaya al refrigerador a ver?

—Y henos aquí en el momento esperado por todos —dice el locutor—. Observen la silla, el mismo modelo en uso en las penitenciarías norteamericanas. Aquí tienen un primer plano del técnico, señor Grossman, que ya ha llevado a cabo doce ejecuciones en Texas y en Alabama.

—Pero usted habla muy bien el italiano —dice Augusto asombrado.

—Mi madre es italiana —responde Grossman.

—Observen que está hablando con el condenado. Por cierto, habla muy bien el italiano porque su madre es de Matera. No sé si en este momento es posible hacerlo venir hasta el micrófono, creo que no, porque lo veo muy ocupado. Ahora un último intervalo publicitario y luego tendrá inicio el procedimiento terminal.

—Pueden llamarla por su nombre: ¡ejecución! —Dice Carretti.

—Y a él lo llamamos asesino, ¿sí o no? —Grita Schizzo—. ¿Acabamos de una vez con esta piedad mojigata, descarado oportunista?

—Bufón sanguinario.

—¡Moralista de opereta!

—Comerciales.

—Lo llamó asesino —llora Lea.

—Bueno, ¿sabes? Así, en el calor de la transmisión en vivo… —La consuela Mariella.

—Bueno, lo que se dice disparar, disparó en serio —dice Patricio— e incluso ganó.

—Ganó, ¿en qué sentido? —Dice Mario.

—En sentido western

—Entonces seguramente limón, chocolate y crema. Luego una cosa que no sé si es yogur o crema de leche —dice Lucilla al teléfono.

—Ya es hora —dice el técnico—. Fíjese que ahora lo están tomando en primer plano. Mantenga la cabeza un poco inclinada y respire lentamente. Verá que no va a sentir nada. Como un ligero pinchazo.

—Oh, Dios mío, no —palidece Augusto.

—No, no, como lanzarse desde un sexto piso.

—Así está mejor —dice Augusto—; estoy listo.

—Éste es un momento importante de la democracia televisiva —dice el locutor—. Queríamos ofrecerles las cifras de teleaudiencia después del procedimiento, pero son tan asombrosas que las damos a conocer ahora mismo. En este momento, dieciséis millones de personas están siguiendo nuestra transmisión.

—¡Caramba! —Dice Mario—, como Italia contra Alemania.

—Mira qué tranquilo está —dice Mariella—, parece que estuviera en el cine.

—No, no, yo lo conozco, parece tranquilo, pero está emocionado —dice Lea.

—Yo tengo cinco años… Sí, papá siempre ha sido bueno conmigo… ¿Cómo dice? No mucho, quizás una o dos veces… Sí, con el cinto, en las nalgas, pero no fuerte… —Dice Lucilla al teléfono.

—Llegamos al momento tan esperado. Schizzo y Carretti, silencio por favor, ¡alguien que los separe! Observen el rostro del condenado. Un rostro mediterráneo. El rostro de alguien como nosotros. Se ha afeitado. Ha cenado por última vez: arroz con champiñones y vino blanco. Y ahora está aquí, ante su propia conciencia y la nuestra. El técnico está dando inicio al conteo final. Pueden ver los segundos correr en la parte superior de la pantalla. Estamos a menos de quince segundos. Les recordamos que quien lo desee, está todavía a tiempo para apagar el televisor. Es una opción de ustedes estar o no presentes: ésta es la democracia. Estamos a ocho segundos… Observen bien las luces encima de la silla. Cuando se enciendan las tres querrá decir que la descarga se ha activado. Menos de tres segundos…, dos…, uno.

—Señor Grossman, ahora que nos estamos relajando y todo ha salido bien, ¿cómo definiría esta ejecución?

—Bueno, diría… normal… El condenado ha mostrado una cierta tranquilidad…

—Bravo, papá —grita Patricio.

—Bavo —dice Revoltillo golpeando con la cuchara.

—El viejo Augusto —dice Mario conmovido, disparándose un sorbo de whisky—. ¿Quién lo hubiera dicho?… Qué fuerza…, recuerdo que una vez, pescando, se enganchó el anzuelo en un brazo…

—Mario, por favor —dice Mariella, que tiene la cabeza de Lea entre los brazos.

—Mi hermano está dando saltos en el sofá, el señor Mario está bebiendo whisky, mi mamá llora sobre las rodillas de la señora Mariella. ¿Mucho? Sí, me parece que está llorando mucho. ¿Yo? Yo estoy hablando por teléfono con usted, ¿no? Sí, me llamo Lucilla, recuerde, con dos «l», no Lucía, que en la escuela siempre se equivocan…

[Fin.]

Filosofía política del poder mediático
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