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Los dos pequeños hijos de Yussef en la cámara de torturas y ante sus ojos

Brody se lo pregunta a H:

—¿Qué entiende usted por impensable?

H responde:

—Hice traer a los dos pequeños hijos de Yussef. Me propongo torturarlos ante sus ojos. Si no confiesa así, no queda otra cosa.

Helen Brody estalla:

—¡Por Dios! ¡Somos seres humanos! ¡No podemos hacer algo así!

H no se lo dice, pero debió haberle dicho:

—Agente Brody, es porque somos seres humanos que hacemos esto.

La película tiene dos finales. H trae a los dos niños de Yussef: dos pequeños, inocentes niños. Uno tiembla de horror ante la posibilidad de verlos bajo las garras de H. Que se los muestra a Yussef y le informa que los va a torturar. Los lleva a una habitación, no lejos de Yussef, con ventanales tan amplios como para que éste vea todos los horrores que se prepara H a presentar ante sus ojos. Yussef —a quien le han quitado sus ataduras un momento— consigue un revólver y se pega un tiro en la boca. ¡Sus hijos lo ven! Gritan, lloran, devastados.

Primer final: La Agente del FBI, Helen Brody, cobija a los hijos de Yussef y abandona con ellos el edificio de los martirios. Es un día de sol. Los niños —junto a la Agente «buena»— salen, sanos y salvos, en busca de una nueva vida.

Segundo final: En cierto momento del interrogatorio, Yussef confiesa cuánto material nuclear dispuso para armar las tres bombas. H saca cuentas y se vuelve loco. ¡Con ese material alcanza para cuatro bombas! Las bombas son cuatro. No consigue imponer su criterio. Corte a:

El equipo de des activadores de bombas encuentra la tercera bomba y la desactiva. Alivio, alegría, abren una botella de champán, festejan. La cámara deja de enfocarlos y se desvía. Leve paneo por distintos lugares del loft en que se encuentran festejando. Por fin, se mete en un recoveco, un lugar secreto, insospechado. Aquí, la cámara de Gregor Jordan ya no nos entrega ninguna escena dramática. Lo que se propone mostrar es sólo para que los espectadores lo vean. Ningún personaje de la película está en esta escena fundamental. Es sólo para los espectadores. «Vean, miren esto». La Cámara sigue penetrando laberintos ignorados, demasiado ocultos como para ser descubiertos. Hasta que encuentra la cuarta bomba. Ahí, la cámara se detiene. Sólo enfoca la bomba. Vemos el marcador: números que descienden, no dejan de descender.

0-10 / 0-9 / 0-8 / 0-7 / 0-6 / 0-5 / 0-4 / 0-3 / 0-2 / 0-1 / 0-0.

Pantalla en negro.

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Por supuesto: la angustia, la sorpresa, incluso la desesperación del espectador son desmedidas. Había una cuarta bomba. Sólo H fue capaz de descubrirlo. Tarde, pero si lo hubiera «apretado» más a Yussef. Si le hubiera torturado a los hijos, le habría extraído el dato. Pero Yussef, al lograr eliminarse, le quita esa posibilidad. Como sea, la imagen de los des activadores de bombas brindando con champán y el encuadre final de la bomba, la cuenta regresiva y la pantalla en negro son devastadores. ¡Señores (dice el film) hay que torturar hasta el fin! O le plantea algo tan terrible al espectador que lo deja atónito.

Hollywood ha dado distintos y crecientes pasos en cuanto al tema de la violencia:

Los cowboys, los colonos o el Ejército mataban a los indios. Qué importaba. Eran indios.

Los soldados yankis mataban alemanes nazis. Qué importaba. Eran nazis.

Los delincuentes juveniles sacaban sus navajas y se mataban en guerras de pandillas. Problema social grave.

El Ku Klux Klan mata negros. No, porque somos «Kennedy Boys» que luchamos por los derechos civiles.

John Wayne, en The Searchers, sale de la tienda de Scarr con la cabellera sangrante de éste, sosteniéndola en alto, como tributo de victoria. Su cara no es la del héroe. Es la del bárbaro. ¿Qué pasa? ¿Nos estamos convirtiendo en bárbaros?

Richard Widmark en Two Rode Together, no puede impedir que la turbamulta de colonos enfurecidos linche a un indio, que era un blanco hecho comanche, el hermano de Shirley Jones.

Luego, Harry el Sucio, El Vengador Anónimo. La bestia de Charles Bronson. Casi quema vivo a un tipo en uno de esos films que hacía con su mujer, la bella y desdichada Jill Ireland (murió muy joven, de cáncer). En otra, en que hace de policía, el delincuente le grita: «¡Voy a volver! ¡Voy a salir y voy a buscarte!». Frío, inexpresivo (es decir: tal como era), Bronson le dice: «No lo harás». Le mete un balazo en la frente. A negro. Fin de la película.

Después, cuando las piñas ya no fueron suficientes, empezaron las patadas en las costillas de los caídos.

Los golpes de karate. Resultan ser mortales. Y las espadas de Kill Bill. Y ahora…

La tortura. La tortura-límite. Lo unthinkable. Lo impensable. Lo que posiblemente ni Hollywood pensó. En cuanto a la tortura de niños ante sus padres, fue moneda corriente entre los militares de la Seguridad Nacional que actuaron en nuestro territorio. Sabemos que se educaron en la Escuela de las Américas y que en la base de esa educación estuvieron los héroes de Dien Bien Phu y Argelia: los paracaidistas franceses, la OAS. Los militares argentinos fueron más allá de todo límite. Los niños que se salvaban de la tortura eran entregados a padres apropiadores. Según se sabe perfecta, claramente. Definitivamente. Sin discusión posible.

Filosofía política del poder mediático
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