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Foucault, el fragmento de noche que cada uno lleva en sí

En el primer tomo de Historia de la sexualidad, Foucault trata el tema de la voluntad de saber[80]. Su propósito es señalar en Occidente una voluntad de saber sobre el sexo que llegaría a ponerlo en categorías como —por ejemplo— la higiene. La ciencia sobre el sexo estaba subordinada a la moral. A una moral sometida, a su vez, a la norma médica. «So pretexto de decir la verdad, por todas partes encendía miedos (…) afirmó como peligrosos para la sociedad entera los hábitos furtivos de los tímidos y las pequeñas manías más solitarias; como fin de los placeres insólitos puso nada menos que la muerte: la de los individuos, la de las generaciones, la de la especie»[81]. Para el cristianismo, el sexo anal era tan insano que producía todo tipo de pestes; las que, desde luego, producían muy habitualmente la muerte. Foucault menciona (en Francia) como escribas de estas amenazas a los médicos Garnier, Pouillet y Ladoucette, abanderados de la ciencia sexual. Una ciencia positivista que debía concluir en inventos como la higiene, que era, en la Argentina, una materia obligatoria en los bachilleratos. Escribe Foucault: «Se definía como instancia soberana de los imperativos de higiene, uniendo los viejos temores al mal venéreo con los temas nuevos de la asepsia, los grandes mitos evolucionistas con las recientes instituciones de salud pública; pretendía asegurar el vigor físico y la limpieza moral del cuerpo social; prometía eliminar a los titulares de taras, a los degenerados y a las poblaciones bastardeadas»[82]. Señala nuestro autor que —durante el siglo XIX— el sexo tuvo dos expresiones: una «inmensa voluntad de saber que en Occidente sostuvo la institución del discurso científico; la segunda, (…) una obstinada voluntad de no saber»[83]. Y ahora Michel se atreve a una división esencial en la forma de afrontar y no elidir la sexualidad: «Ha habido históricamente dos grandes procedimientos para producir la verdad del sexo. Por un lado, las sociedades —fueron numerosas: China, Japón, India, Roma, las sociedades árabes, musulmanas— que se dotaron de una ars erotica. En el arte erótico, la verdad es extraída del placer mismo, tomado como práctica y recogido como experiencia; el placer no es tomado en cuenta en relación con una ley absoluta de lo permitido y de lo prohibido ni con un criterio de utilidad, sino que, primero y ante todo, en relación consigo mismo, debe ser conocido como placer, por lo tanto, según su intensidad, su calidad específica, su duración, sus reverberaciones en el cuerpo y el alma»[84]. Ahora Foucault nos describe el otro gran procedimiento «para producir la verdad del sexo»: «Nuestra civilización, a primera vista al menos, no posee ninguna ars erotica. Como desquite, es sin duda la única en practicar una scientia sexualis. O mejor: en haber desarrollado durante siglos, para decir la verdad del sexo, procedimientos que en general corresponden a una forma de saber rigurosamente opuesta al arte de las iniciaciones y al secreto magistral: se trata de la confesión.

»Al menos desde la Edad Media, las sociedades occidentales colocaron la confesión entre los rituales mayores por los cuales se espera la producción de la verdad: reglamentación del sacramento de penitencia por el concilio de Letrán, en 1215, desarrollo consiguiente de las técnicas de confesión»[85]. La penitencia es uno de los puntos más extensamente tratados por Santo Tomás. La penitencia no tiene sólo por causa razones ligadas a la divinidad, sino que expresa incorrecciones, faltas, delitos que se han cometido en el ámbito civil, de aquí que su participación haya sido cada vez mayor en «la administración real en la persecución de las infracciones y ello a expensas de los procedimientos de transacción privada, de constitución de los tribunales de inquisición: todo ello contribuyó a dar a la confesión un papel central en el orden de los poderes civiles y religiosos»[86].

En esa relación desigual que hemos estudiado (pastor-manada), el siervo que se hinca en el confesionario dice todo lo que el pastor —como miembro activo de la Iglesia— requiere escuchar. Sobre todo porque el mecanismo de la confesión tiene dos partes claramente visibles y diferenciadas. 1: El pecador confiesa al cura sus pecados. El cura escucha. Aquí, su papel es pasivo. 2: El pastor le habla al confesante. Le habla y le pregunta lo que (él) quiere o, más precisamente, lo que requiere. ¿Qué es lo que requiere saber el pastor? Todo lo que sea posible saber del penitente y su entorno. Consumido por su culpa, humillado, el pecador habla. Otra vez el pastor escucha. Su misión, por encima de otras, ha sido la de inquirir. Escuchar los informes del pecador. Y luego inquirir: sobre su familia, sobre quiénes son pecadores pero no vienen al confesionario, sobre los hombres y mujeres que —sin duda secretamente— practican otra fe. Los sinónimos de inquirir entregan la complejidad y riqueza de la actividad del pastor: examinar, espiar, husmear, indagar, interrogar, demandar, interpelar, exigir. Estos últimos ya se mezclan con los sinónimos de inquisición. Tendríamos, entonces, la siguiente traslación de sinonimias: de la escucha el pastor pasa a la pregunta, la pregunta se entiende también como el acto de inquirir, el acto de inquirir es asimismo un acto inquisitivo (investigador, indagador, preguntón, averiguador, curioso), un acto inquisitivo lo lleva a cabo un inquisidor (ya aquí aparecen sinónimos que nos llevan a nuestra meta: eclesiástico, juez, magistrado), un inquisidor es un miembro del gran tribunal de la Inquisición de la Iglesia Católica. Aquí, los sinónimos nos dirigen certeramente al corazón del terror inquisitorial: pesquisa, información, interrogatorio, interpelación, tribunal, audiencia, corte. Todo se ajusta más si requerimos los sinónimos de inquisitorial: exigente, severo, estrecho, puritano, estricto. En este punto pareciera que hay un rigor y hasta una magia fascinantes en el lenguaje. Cada palabra requiere a la otra y la siguiente aclara a la anterior y abre paso para la que viene. Con la cual se produce el mismo efecto aclaratorio. Hemos trazado, así, con el procedimiento de la sinonimia de las palabras (cómo unas se expresan por otras y así sucesivamente hasta que las nuevas que aparecen van entregando un nuevo significado o, tal vez, un significado más estricto, más estrecho, que no se adivinaba en la primera palabra) el modo en que del confesionario del humilde pastor se llega a los estratos más altos y más despiadados de la Inquisición. Una de las palabras del terror inquisitorial (y una de las despóticamente principales) es información. Esta palabra —desde la aparición del libro de Roger Trinquier: La guerra moderna— es sinónimo de tortura. No lo era en los tiempos de Torquemada. Pero, en verdad, así funcionaba: se torturaba para castigar, para purificar y para quitar información. De esta forma, el poder pastoral seguiría un espiral perverso que iría del confesionario hasta el potro de torturas del impiadoso Torquemada. ¿Sabría esto el insignificante pastor de la aldea? ¿Sabría que era el punto de partida del, por decirle así, Servicio de Informaciones de la Inquisición? En algunos casos, sí. En otros, no. Pero en muchos, en la mayoría, sí. Para que la rueda funcionara, ese acto de conciencia del pastor del poblado debía cumplirse. Era el punto de partida de una correa de transmisión que no podía fallar en ninguna de sus etapas. La Edad Media fue una época de doble temor y de una mirada también doble: la de Dios y la de la Iglesia. Además, la Iglesia utilizaba la mirada de Dios (que era la suya) para atemorizar a las almas del valle de lágrimas. «Dios te mira. Dios sabe todo lo que haces». Dios es el más grande Big Brother que inventó el poder despótico de los hombres. Durante los mil años del Miedioevo funcionó lapidariamente. Luego, a partir de Descartes y la Revolución Francesa encontró sus adecuados reemplazos. Pero nunca dejó de estar. Todo poder requiere que sus sometidos se sientan mirados. Que sientan que alguien —siempre— los está mirando. Este universo panóptico se complementa con el de la colonización de la subjetividad desde la ideología y desde la idiotización culocrática.

Foucault llega a la clara postulación de las distintas actitudes entre Oriente y Occidente ante el sexo. «Nuestra sociedad, rompiendo con las tradiciones de la ars erotica, se dio una scientia sexualis. Más precisamente, continuó la tarea de proseguir discursos verdaderos sobre el sexo, ajustando, no sin trabajo, el antiguo procedimiento de la confesión a las reglas del discurso científico»[87]. Pero la metodología de la confesión y la penitencia fue deslizándose —desde el siglo XIX— «hacia la psicología, hacia las relaciones entre adultos y niños, hacia las relaciones familiares, hacia la medicina y la psiquiatría»[88]. Sin embargo, la fascinación por el sexo se mantuvo despierta. Sobre todo en tanto secreto que todos llevamos en nosotros. Como punto al que pueden advenir las amenazas del mal, nuestro punto frágil o «el fragmento de noche que cada uno lleva en sí»[89]. (Este último texto tiene el poder de seducirme. Creo que es el más hermoso que salió de la buena, clara prosa de Foucault). Foucault llega, por fin, a cierta conclusión (que anticipa, ya que pensaba proseguir con esta obra): el placer del análisis que desde tanto tiempo atrás Occidente fomenta «forma los fragmentos de un arte erótica que, en sordina, transmiten la confesión y la ciencia del sexo»[90]. En un libro que recientemente ha aparecido entre nosotros insiste sobre y ajusta este análisis: «En Occidente la sexualidad ha sido esencialmente el objeto de un saber. Ese saber no es de fecha reciente, no fue con Freud con quien comenzamos a decirnos simplemente que el secreto del hombre estaba en su sexualidad; ya se había dicho antes de él: los psiquiatras y los médicos del siglo XIX, y también lo habían dicho el pensamiento cristiano, la teología cristiana, la pastoral cristiana»[91].

Foucault también trata con seriedad y hondura la condición gay. Su punto de partida es el trabajo hecho en Historia de la locura en la época clásica. También podemos añadir que el mismo método se realiza en Vigilar y castigar. Son dos libros contra el poder disciplinario de la razón. Para constituirse, para entregarse a una entidad racional y dominadora, el podersaber tiene que expulsar a la locura de la sociedad. Nada como la locura cuestiona las bases del mundo burgués instaurado por la racionalidad iluminista de la Revolución Francesa. Lo mismo con las prisiones: los delincuentes, al violar las leyes, las cuestionan y cuestionan el orden racional disciplinario de la sociedad civil. En Michel Foucault y la condición gay, Rubén H. Ríos escribe: «Los teóricos gay/lesbianos que utilizan el análisis estratégico foucaultiano, en combinación con operaciones deconstruccionistas y enfoques psicoanalíticos (tergiversando un poco, en realidad), como Diana Fuss y otros, piensan que el funcionamiento del término “homosexual” en el discurso homofóbico es el de un exergo o suplemento de la definición de la identidad “heterosexual”, una diferencia imaginaria que sirve para disimular la inestabilidad identitaria de la heterosexualidad, y por negación y oposición a ese Otro marcado (o queer) autoposicionarse como normal»[92]. El esquema de este pensamiento es similar al que se aplica a los locos y los delincuentes. Así como la razón no resiste (por su inconsistencia) el acecho de la locura, así como la sociedad disciplinaria no puede admitir la presencia de la delincuencia y así como ambos (la razón con la locura y la sociedad disciplinaria con la delincuencia) temen a esas realidades oscuras porque su cuestionamiento hace tambalear su «inestabilidad identitaria», la heterosexualidad niega y se opone a ese Otro (o queer) para «autoposicionarse como normal»[93]. Pareciera entonces que el binarismo heterosexual/homosexual le sirve al primero de los pares para fundarse a sí mismo, jerárquicamente, negando al segundo, al que problematiza y degrada con el estigma de la anormalidad. Todo lleva (al identificar la heterosexualidad con las acciones negacionistas y medrosas de la razón y la sociedad disciplinaria, que, en verdad, esconden lo que temen ser) a señalar la esencial «inestabilidad identitaria» de la heterosexualidad. Esta inestabilidad daría lugar a la metáfora del closet. El heterosexual vive dentro del closet por miedo a salir y mostrar a todos lo que realmente es, su condición verdadera de sujeto gay. El come out of the closet se ha tornado una expresión de desenmascaramiento y autenticidad. Un ejercicio de verdad. Todos están en el closet hasta que decidan quitarse la máscara, asumir su condición auténtica y salir. Foucault vivió su homosexualidad en tiempos difíciles. La palabra gay (alegre) aparece recién a partir de los setenta. «Comenzó a usarse la palabra “gay” (alegre) en reemplazo de homosexual como una forma de afirmación de la identidad sexual propia y orgullo por esto mismo, mientras muchos grupos de activistas organizaban campañas públicas a favor de la comunidad gay/lesbiana»[94]. Son muchos los heterosexuales que —por convicciones profundas en el campo de los derechos humanos— se suman a estas campañas, a estas manifestaciones, sin importarles que «los machos» que miran con desdén desde la vereda los «confundan» con algo que no son. Más importante que ser confundidos es participar de una causa en la que creen, eso piensan y no hay otra cosa. Habría, entonces, que revisar la posición omniabarcante de la salida del closet. O la que afirma que están todos en el closet por no asumir una identidad a la que temen, de la que huyen escondiéndose. No es así. Si nuestras sociedades estuvieran formadas por homosexuales no asumidos que se guardan en el closet y por homosexuales asumidos que han revelado su verdad al mundo entero, o sea, por homosexuales auténticos y por inauténticos, debiéramos concluir que todos los integrantes de la sociedad son homosexuales, en el modo de la exhibición o en el del ocultamiento. Conclusión por completo equivocada. Existen muchos heterosexuales que no utilizan su condición para despreciar ni sentirse superiores ni —mucho menos— sanos frente a los gays y lesbianas. Están abiertos a ellos desde una concepción amplia de la sexualidad y hasta de la condición humana en general. Hay, también, que admitir y reconocer que queda mucho camino por delante en estas temáticas.

Filosofía política del poder mediático
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