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Correa habla de la colaboración de El Mercurio en el golpe contra Allende

En mayo de 2013, Correa asume su tercer mandato. Como sabe que eso —a muchos— no les gusta. Como sabe que esos disgustados son poderosos. Como sabe que poseen el poder de la gran prensa, de la prensa monopólica con todas sus redes tendidas hacia la centralidad informática del Imperio, recuerda la caída de Salvador Allende. Confesión intempestiva: éste es un tema doloroso para mí. Allende fue el líder socialista del siglo XX por el que más respeto he tenido, al que más extraño y cuya muerte lloré a corazón abierto, con desconsuelo irredento porque aún está ahí, aún permanece. Para mí, su muerte, fue ayer. Fue el único socialista que no fusiló a nadie. El único que propuso una vía pacífica y democrática al socialismo. ¿Que fracasó? ¿Y quién no fracasó? Allende, al menos, lo hizo sin matar, sin dejar un tendal de cadáveres a su paso. En eso, más que cualquiera, se diferenció del capitalismo. El capitalismo —hoy, ahora, ¡y cómo!— sigue matando o sigue a la espera de poder hacerlo donde aún no puede. Pero se va preparando. Con sus cómplices. Con los grandes diarios como El Mercurio, que preparó junto a la CIA el derrocamiento de Allende. Uno ve el bombardeo a La Moneda y se le llenan los ojos de lágrimas, por el dolor, la impotencia, por sentir y saber que otra vez todo ha fracasado, que la historia sigue siendo el triunfo incesante del mal, de los malvados y sus intereses, cada vez que escucho el último discurso de Allende me vence el dolor y hasta la piedad por todos los que han sido como él (muy pocos) y tuvieron que pagar el más alto precio por creer que la existencia (sí, usaremos aquí esta palabra) tiene un sentido y que ese sentido o tiene el espesor de una ética de la vida o no aporta nada nuevo a una historia que los seres humanos, desde siempre, escribieron con sangre, con atrocidades. La complejidad de todo esto, de toda la trama histórica que se constituye, es que los otros, los que se levantan en armas para matar a don Salvador, las conchetas chilenas que han desparramado el odio desde hace ya largos meses con sus marchas al ritmo estridente de las cacerolas, y hasta el imperio y la CIA, Nixon y Kissinger, y los dueños del poderoso diario El Mercurio, al que se le dice el decano de la prensa chilena, creen que, no ellos, sino que Allende es el mal, que la culpa le pertenece, que ha tocado valores que no deben tocarse, que ha sido buen amigo de Castro y de los comunistas, que se ha apartado de la defensa de Occidente, que ha soliviantado a las clases populares contra esos sectores que están naturalmente destinados a conducirlas. ¿Quién podría convencerlos de algo distinto si sus convicciones son férreas y diariamente, día tras día, son alimentadas por los sectores propagandísticos del poder?

Allende era un perfecto civil que gobernó según la Constitución y la democracia. Nunca usó un uniforme. Su cara era la de un hombre bueno y hablaba con serenidad, aunque a veces ciertamente sabía elevar su voz y poner fuego en sus palabras. Su discurso de despedida quedará —y, en efecto, ya ha quedado— para la historia. A la luz de los hechos que sucedieron después de su muerte, él no era un asesino y quienes lo derrocaron sí. Fueron carniceros y esta historia se conoce.

«Yo no voy a renunciar (dijo). Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que la semilla que entregamos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente». (Y ahora dice esa frase en la que él, aún, creía, pero que hoy, nosotros, estragados por tantos dolores, por tanta muerte, hemos entregado a la persistente duda, al desencanto que ha hecho presa de nuestra conciencia, un desencanto que tratamos de eludir, de no identificar con la verdad, porque sabemos que, si le entregamos valor de verdad al desencanto, hemos bajado los brazos para siempre en un mundo que aún nos requiere, no para cambiarlo en totalidad —tarea más que improbable— sino para conseguir que la brutalidad de los brutales sea menos brutal. Allende dice:). «La historia es nuestra y la hacen los pueblos». ¿La historia es nuestra? No. Sin embargo, ¿de quién es esta sucesión de hechos caóticos, insensatos, en que el mundo se ha transformado? Para muchos, sigue siendo de Allende. Le pertenece más que a Pinochet. Porque de Allende se podrán decir muchas cosas, que era un soñador, que estaba destinado a perder, que debió salvarse y conducir una nueva lucha desde afuera, lo que sea. Pero nunca que fue un carnicero, un torturador, un genocida. Eso se dice de Pinochet. Y eso —como diría Allende— se parece mucho al juicio de la historia, que se da, no en un juzgado imparcial y extra-histórico, sino en la conciencia de la buena gente que aún habita este mundo. Y esa buena gente no es poca. Y sabe que hay una gran diferencia entre un buen hombre y un matarife. «Trabajadores de mi patria (siguió Allende en ese fatídico 11 de septiembre de 1973), quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron. Quiero que aprovechen la lección. El capital foráneo, el imperialismo unido a la reacción [se refiere, claro, a la interna, a la de Chile] creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gasoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos. La historia los juzgará. Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición»[8].

¿Se abrirán las grandes alamedas? ¿Podemos hoy soñar con el hombre libre cuando somos vigilados, idiotizados de la primera a la última hora del día? Sin embargo, todavía existe un Rafael Correa, que al asumir un nuevo mandato lo recuerda a don Salvador Allende y señala quiénes lo derrocaron aliándose al Imperio. Si menciona al diario El Mercurio es porque piensa que el papel de la gran prensa sigue siendo hoy demasiado similar. «A esos gobiernos democráticos se los trata muchas veces peor que a los regímenes dictatoriales y paradójicamente son acusados y denostados por los grupos que antes de manera velada o pública apuntalaron esas dictaduras que no tuvieron ningún respeto por los derechos humanos (…). Bastaría recordar tan sólo el rol del diario El Mercurio de Chile en el golpe de Estado contra Salvador Allende, prohibido olvidar compatriotas». Bien, no olvidemos. ¿Qué hizo El Mercurio, el llamado «decano de la prensa chilena», para provocar el derrumbe del gobierno democrático de Salvador Allende en nombre del Occidente democrático y cristiano? (Ya sabemos que la democracia toma extraños caminos en Suramérica; a menudo, o casi siempre, sanguinarios). Veamos.

Hace un par de años, por Canal 7, se proyectó el documental de Ignacio Torres y Fernando Villagrán, El diario de Agustín. Los miembros de la familia Edwards, que han estado sucesivamente al mando del diario, se han dado todos el nombre de «Agustín». El Mercurio influyó poderosamente en el desarrollo de la vida chilena. Es el diario del poder. El diario de las clases altas. El diario de los terratenientes y de los grandes hombres de negocios. Durante la Guerra Fría, por consiguiente, fue el diario del occidentalismo cristiano. En otro documental, que lleva por nombre Los juicios de Kissinger, se analiza la omnipresencia del Secretario de Estado de Lyndon Johnson, Richard Nixon y Gerald Ford en todos los pasos que tuvo que dar Estados Unidos por su política de Seguridad Nacional. Uno de los pasos más importantes fue desestabilizar al gobierno de Salvador Allende, elegido —como ha sido dicho— en elecciones democráticas, que, explícitamente, quería emprender «la vía pacífica y democrática al socialismo». El general Alexander Haig (a quien tal vez algunos recuerden por su intervención en el affaire «Malvinas» en la Argentina) aparece detrás de un enorme, lujoso escritorio y dice: «¿Y qué querían que hiciéramos con Allende? Tirarlo, claro. ¿Otro gobierno marxista en América Latina? ¡No!». Dice «¡No!» extendiendo las manos en un gesto que se juega entre el hartazgo y la agresión. En inglés, dice el vulgar, populachero y contundente: Come on!. El elegido para la tarea de limpiar a Allende es Henry Kissinger, especialista en estas cuestiones. Agustín Edwards viaja a Washington y se entrevista con Nixon y Kissinger para poner todos los medios de El Mercurio a disposición de los planes de Estados Unidos, que, en ese momento, ya tiene a Chile invadido por agentes de la CIA y el FBI. De todos modos, dice, tirar a Allende requerirá un gran esfuerzo, conque solicita una ayuda monetaria extra para que El Mercurio pueda cumplir con su tarea fehacientemente. Nixon y Kissinger le dan dos millones de dólares. En el documental de Torres y Villagrán se lo ve a Edwards junto a los dos titanes del Imperio en amena charla. ¿Para qué se sacarán esas fotos? ¿De qué creerán que piensa uno que hablan? Pero sucede que están convencidos. En la Guerra Fría el terreno de combate era la periferia. Ni Estados Unidos ni la URSS tuvieron enfrentamientos directos. Lucharon en zonas adyacentes. En las cuales el enemigo se «infiltraba». Si los soviéticos entraban con sus tanques en Praga era porque esa «primavera» era el preludio de una fatal penetración capitalista. En Hungría, idéntico. Para los norteamericanos, Allende era, sin más, el marxismo. Para el MIR chileno, el principal movimiento guerrillero, Allende era un reformista, un tibio, alguien casi más dañino que un reaccionario. (Semejaban la torpeza, la falta de matices políticos de las que aquí, en la Argentina, hizo gala el ERP). Pinochet no hizo diferencias entre unos y otros. Los masacró por igual.

Torres y Villagrán, las autoras del documental, son unas jovencitas laboriosas, bonitas y con cara de ángeles que hacen reportajes a personajes siniestros. Entre ellos, el director de El Mercurio durante la dictadura de Pinochet. Le preguntan: «¿A usted le pareció bien que luego del golpe Pinochet cerrara todos los diarios menos El Mercurio?». El exdirector responde: «Pues sí. A cualquiera le gusta que le eliminen la competencia». La «eliminación» de Pinochet no era la del mercado (o acaso sea la «eliminación extrema» a que el mercado puede apelar) sino la simple y pura eliminación física de los empleados y dueños de esos diarios. Al director de El Mercurio le había venido bien: menos competencia. Uno, aquí, se pregunta si el hombre es un cínico o un idiota irrecuperable. Porque pudo haber dicho cualquier otra cosa. Pero eso que dijo, que el golpe les había eliminado la competencia, es de tal crueldad y de una falta de tacto, de diplomacia, de recato, que uno no sabe qué pensar. O el tipo está loco o le gusta bailar sobre los cadáveres.

Al final, como las niñas siguen insistiendo con preguntas relativas a los derechos humanos, el hombre se ofende, se levanta y se va. «Yo también tengo mi orgullo», deja esa frase. Su salida no es muy airosa porque se da con el micrófono que un sonidista mantenía sobre su cabeza.

Luego aparece un tipo gordo y absolutamente inexpresivo. Fue jefe de la policía secreta chilena y amigo de los dueños de El Mercurio. Declara: «Para nosotros, matar comunistas era una necesidad biológica. Necesitábamos matarlos para poder gobernar. Matamos muchos. Pero para mí, nos quedamos cortos». Se ven imágenes de Pinochet y Agustín Edwards por todos lados. En cenas, inauguraciones, desfiles. El Mercurio gobierna. De pronto, se lo ve a Pinochet. El Monstruo habla. Dice: «La democracia es el caldo de cultivo al comunismo. Y este gobierno repudia al comunismo». Frase tristemente célebre para nuestros oídos. Hoy, probablemente, algún Kissinger ya susurre en los oídos de Obama o de McCain: «La democracia es el caldo de cultivo al populismo. Y nosotros repudiamos al populismo».

El caso de El Mercurio es paradigmático. Es el del periodismo al servicio de los grandes poderes políticos y financieros del país, que están tramados con la diplomacia norteamericana. Si Kissinger hizo seguir los bombardeos en Vietnam luego de Johnson, si arrasó con Camboya sin declarar la guerra, si en Timor, por considerarlo un enclave peligroso, arrojó impunemente sus bombas, si en Chile derrocó a Salvador Allende y si vino a la Argentina a supervisar el golpe de Videla, se me permitirá creer que, acaso no él porque está muy viejo o ya decididamente viejo, sino un junior, un discípulo aventajado o los organismos que siempre se han dedicado a estas tareas, estén muy interesados en los procesos populistas de América Latina. Venezuela en primer lugar, donde la prensa tiene un papel de excepcional agresividad. Bolivia, donde un golpe acaba de fracasar por causa de la primera cumbre autónoma de presidentes latinoamericanos. Una cumbre no convocada por la OEA, que funciona como órgano supervisor de Estados Unidos. Y la Argentina, donde la presión mediática sobre el gobierno es más que visible, más que evidente y hasta más que grosera. El Mercurio está entre nosotros. ¿Qué intereses defiende? Los de siempre. Los geopolíticos ante todo. O sea, la alineación franca, directa con Estados Unidos. Y luego los de las grandes finanzas y los de los grandes terratenientes. Allende no tenía frente a sí una oposición política importante. Lo tenía a El Mercurio. Al que se sumaba una intervención activa de Nixon, Kissinger y Alexander Haig (que hoy tienen sus adecuados reemplazantes, siempre muy atentos). Nosotros, además, tenemos la IV Flota. ¿O alguien piensa que es por turismo que anda por aquí? Allende tenía en contra algo decisivo. El Mercurio le levantó a las conchetas chilenas, que son terribles, bravísimas. Les dio la orden de cacerolear. La cacerola la inventaron los chilenos para echar al «comunista». Allende. Y lo tenía en contra al que llamaba su «amigo», un hombre que «respeta el orden institucional»: la fiera de Pinochet. El inventor del golpe cruel, inhumano, de los centros clandestinos, de la tortura sistemática.

Si alguien sospecha que El Mercurio se arrepintió de algo, que se ahorre esa sospecha. Muchos periodistas chilenos del pinochetismo pidieron disculpas, se sinceraron, declararon no conocer el verdadero horror. Se les puede creer o no. (Sin duda, no se les puede creer). Un periodista tiene el deber de estar informado. Pero, al menos, pidieron perdón. El Mercurio sigue impávido. Había que barrer al comunismo y eso se hizo. No hay más que hablar. No sería aconsejable creer que la historia de El Mercurio se reduce al caso chileno. Si nos miramos en ese espejo veremos nuestra cara. Con otros matices, sí. Pero con demasiadas semejanzas. El Mercurio fue un adelantado en la misión militante de la prensa para erosionar gobiernos democráticos. Acaso hayamos retomado un par de textos publicados en Peronismo, filosofía política de una persistencia argentina. Pero son muy escasos y los requerimos aquí. La prensa escrita en la Argentina y los periodistas de TV son capaces de acudir a artilugios falsos y desleales con tal de crear una noticia que erosione la figura de Cristina Fernández. Desde el inicio de su mandato se dijo que tenía problemas mentales: que era bipolar. Marcos Aguinis lanzó ese diagnóstico en la Feria del Libro ante una pregunta de Jorge Fontevecchia. Luego Nelson Castro (en una gran intervención de hombre preocupado por el otro) le diagnosticó el síndrome de hybris, algo que interpretó como enfermedad del poder. Luego Eduardo Duhalde, ya sin diagnosticar nada ni decir qué enfermedad padecía la Presidenta, dijo que tenía «problemas psicológicos». Todo se va enlazando. Se trata de hacer lo mismo que con Roberto M. Ortiz, que fue destituido por el Congreso y la Corte Suprema de Justicia por problemas de salud en medio de una maniobra perfecta del conservadorismo del fraude patriótico[9].

Son tan irresponsables las denuncias «en el aire» de Aguinis y Castro que —cuando menos— resultan poco simpáticas. Si no, no los habría mencionado. Porque no me interesa mencionar a esos personajes. Apelan a cualquier cosa. Con lo cual pierden su credibilidad. En rigor, no me interesan ellos. Son ejecutores de planes ajenos. Los llevan a cabo con cierta efectividad. Pero encontramos aquí otra vez al poder mediático en su poder de trazar una verdad sin base fáctica. Los diagnósticos de Castro y Aguinis carecen de la facticidad elemental de la práctica médica: revisar al paciente. El primer paso de todo diagnóstico es fáctico. El paciente está en el consultorio y el médico pasa a revisarlo o —en el caso de la psiquiatría o el psicoanálisis— dialoga con él y posiblemente le indique alguna medicación, basada en su diagnóstico. Como con los hechos de la historia, toda interpretación debe partir de una materialidad a interpretar. Pero esa materialidad debe existir. Resumiendo, un diagnóstico requiere: primero, analizar al paciente en persona; segundo, es reservado, no se puede difundir públicamente. Eso es una falta de ética gravísima. Si incurren en ella, es porque están decididos a incurrir en cualquiera. Dicen lo que mejor se les ocurre porque lo que tendrían que decir (un plan de gobierno) no se atreven a decirlo por no espantar a la ciudadanía. Tienen un plan de gobierno claro y poderoso: el retorno a los diez puntos de John Williamson para el Consenso de Washington. Eso, en primer lugar. Con eso sólo, el país entra en uno de sus acostumbrados descalabros, cuando los que más ganan son los que más tienen.

Filosofía política del poder mediático
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