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Las mujeres del harén
Hay algo —desde el inicio— evidente: «Las mujeres del harén no están satisfechas porque sólo tienen un esposo para todas»[111]. Sin embargo, no por eso se conforman. No por eso se niegan al placer, pues éste les corresponde, esposo o no. En el harén hay otras mujeres y en ellas y entre ellas el deseo se enciende y encuentra la deliciosa peculiaridad que obtiene cuando tiene lugar entre mujeres, con su tersura, con su ausencia de todo aquello que pueda semejar la brutalidad. Y si la presencia del hombre se extraña excesivamente también a esto saben buscarle remedio. «Visten con ropas masculinas a las hijas de las nodrizas, sirvientas o amigas y piden que se las satisfaga con raíces o frutos que tengan forma de lingam. A veces se acuestan sobre estatuas de madera con un lingam erecto tallado»[112].
Por fortuna, hay esposos o reyes piadosos, que, acaso enterados de estos recursos de sus tantas mujeres, se apiadan de ellas y buscan un modo de darles satisfacción a la mayor cantidad posible. «Los reyes compasivos toman drogas que les permiten acostarse con más de una esposa por noche, aunque sea en contra de su deseo y de sus fuerzas. Algunos eligen entre las favoritas y otros respetan el turno de todas»[113].
La imaginación de las frecuentemente aburridas esposas del rey es fértil. Cuentan con la buena voluntad y la fiel colaboración de sus sirvientas. Así, consiguen que ellas hagan pasar a varios hombres —nunca demasiados, que sería riesgoso— disfrazados de mujer. Las sirvientas y las nodrizas —bien entrenadas por las mujeres del harén— prometen riquezas, infinitas fortunas a los intrusos, suponen bien que esto les dará el coraje que requieren, si les llegara a faltar. También —con la misma finalidad de atraerlos hacia sus señoras— los convencen de algo tan incierto que linda con la mentira: que es fácil salir del harén. Que los vigilantes se compadecen de las esposas reales y eso los lleva a desviar sus ojos cuando ven algo, una sombra furtiva con irrebatible aspecto de hombre o de hombre disfrazado de mujer, por ejemplo. Que es lo que más habitualmente suelen ver y es —también— el motivo por el que son lo que son: vigilantes del harén. De esta forma, entrar al harén nunca es fácil y siempre conlleva riesgos muy serios. «Será mejor que el hombre no entre al harén por fácil que parezca, ya que se expone a pasar contratiempos»[114]. Estos contratiempos —se da por entendido— pertenecen a esa clase de los que no se vuelve. Uno tiene un contratiempo de esos y luego ya no tiene ninguno más. Deberán extremarse los cuidados, toda precaución será poca. El deseo es fuerte, pero no menos deberá serlo la imaginación para que ese deseo, además de fuerte, sea astuto, sibilino. El amor secreto de los harenes deberá ser el más silente de todos, el más sigiloso. Mas ¿cómo conciliar el ardor que tiende a expresarse en jadeos iracundos con ese imperioso sigilo, con esa reticencia tenaz cuyo quiebre arrasará con la vida de los amantes? No hay que rendirse jamás. Los que han visitado el harén saben y han hecho saber que ahí dentro hay mujeres tan insatisfechas que esperan a un hombre como un sediento a un oasis en el desierto infernal. Seguirán intentando entrar. El harén es, para ellos, ese oasis. Sus vidas, el desierto infernal. Pero la entrada furtiva tiene métodos: «Deberá estar seguro de que realmente hay una salida fácil, si hay un jardín, si los compartimientos dan a él, si realmente los guardias son negligentes o si es verdad que el señor de la casa está ausente (…). Finalmente contratará como alcahueta a una mujer que tenga acceso al harén. Si no existiera, deberá ubicarse en un lugar desde el cual pueda ver a la amada, y si descubriera que allí hay centinelas, se disfrazará de sirvienta de la dama que visita el palacio o que pasa por su puerta (…). Si la mujer va a algún lugar, se ocultará allí, y al regresar a la casa entrará confundido entre los guardias que la acompañen»[115].
De algún modo (acaso igual que nosotros), Vatsyáyána comprende que estos métodos siguen siendo arriesgados, que poco aseguran, tal vez, incluso, menos que eso. No nada, pero escasamente algo más que eso. Y en este arte se requiere algo decisivo, ya que no es una liviandad la que se pone en riesgo sino la vida misma. ¿Y qué tiene un hombre que no sea eso? ¿O no es eso —la vida— la condición de todas las otras infinitas cosas que un hombre pueda tener? La cuestión (y he aquí el punto en que la figura del hombre que busca entrar al harén adquiere dimensión de tragedia) es que entre esas infinitas cosas una de las centrales, y a menudo la central que domina por sobre todas las otras y las sofoca, es el deseo de entrar en el harén y poner todo en riesgo, locamente. Vatsyáyána ofrece, entonces, el mejor de todos los métodos posibles. Escribe: «Hay una forma mejor que consiste en volverse invisible, y para ello deberá aplicarse el siguiente preparado: Se toma el corazón de una garduña y se lo quema, sin que el humo escape, junto con una calabaza larga y los ojos de una serpiente. Se trituran las cenizas y se mezclan con agua en partes iguales. De poner el preparado sobre los ojos conseguirá que nadie lo vea»[116].
Parece un disparate. Calma, sin embargo, espíritus ilustrados de Occidente. El Kama sutra es una de las más altas cumbres del ars erotica de Oriente. Foucault nos ha dicho su teoría: Oriente ha creado un ars erotica y Occidente una scientia sexualis. ¿Por qué ha dicho algo así? Su juego es claro. Cree (basándose en un Nietzsche leído desde Heidegger) que la razón occidental, que nace en tanto subjetividad con Descartes, es la modernidad capitalista cuyo poder busca someter a la naturaleza, por medio de la técnica, y a los hombres, por medio de las ciencias humanas. Razón occidental y poder occidental capitalista son, para él, sinónimos, empresas hermanadas. Su tarea (en resumen) es la siguiente:
PRIMERO: La razón occidental capitalista instala manicomios para encerrar a los locos. No hay nada que cuestione más hondamente a la razón que la locura. Hay que aislarla. Ahí están, pues, los manicomios. (Este trabajo se hace en La locura en la época clásica).
SEGUNDO: La razón occidental capitalista quiere una sociedad racional, controlada, disciplinada. Hay que encerrar a los delincuentes que son —con su accionar delictivo— quienes cuestionan la racionalidad de ese orden social. La locura y la delincuencia son dos anomalías que alteran el orden disciplinario de la sociedad del saber-poder capitalista. (Este trabajo se hace en Vigilar y castigar).
TERCERO: El ars erotica de Oriente (a la que Foucault concede una amplia territorialidad: China, Japón, India, Roma, las sociedades árabes musulmanas) se relaciona con el sexo desde el placer. No busca conocerlo, o no lo busca ante todo, sino que indaga cómo ahondar el placer, el goce. Por eso es un ars erotica. Su horizonte es un sexo libre, un sexo-goce, la búsqueda del placer y no su conocimiento. Occidente, por el contrario, dominado por su racionalidad, por los imperativos que la razón impone a todo lo que toca, se entrega a estudiar el sexo. A elaborar —de él— una ciencia. Una scientia sexualis. Con esto Foucault demuestra que la ratio occidental quiere aislar al sexo en el gabinete del estudioso o en el consultorio del médico. Que quiere ahogar su libertad sometiéndolo a la sociedad del poder-saber capitalista. (Este trabajo se hace en Historia de la sexualidad).
Precisar esta coherencia en el pensamiento de Foucault no implica estar de acuerdo con él. Pero sus aportes son más que bienvenidos. Nuestro desacuerdo surge en el encuadre epistemológico. Foucault niega la razón occidental y niega también el sujeto, en él esa razón se ha centrado. Nosotros estamos de acuerdo en que ésa es la razón del Occidente capitalista europeo. Pero negarla no nos tiene por qué llevar a desprendernos del sujeto. Nosotros no somos el sujeto europeo. Somos su víctima. Volveremos sobre la cuestión.