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Consideraciones filosóficas
El Big Brother Panóptico quiere un mundo de zombies. No es aquí donde haremos un arreglo de cuentas con la filosofía europea contemporánea. Mi amigo Jorge Alemán me dio un buen consejo. Que eso lo haga en un libro breve, exclusivamente dedicado a ese tema, donde no desarrolle el pensamiento de los filósofos en los que habré de concentrarme (como en La filosofía y el barro de la historia), sino que vaya directamente al centro de cada temática, aunque él sabe bien que la palabra «centro» es problemática en los filósofos de la deconstrucción y de la ontología del presente. Hoy, sin embargo, el «centro» está más presente que nunca. Lo hemos visto y aún lo veremos: es el Big Brother Panóptico. Más aún: lo veremos ya mismo. Esta centralidad del Big Brother Panóptico tiene varios planos. Se trata de una tarea de espionaje que lleva a cabo a través de Internet. Todo imperio tiene que saber qué hacen los que están bajo su dominio. Lo decisivo del imperio bélico-informático actual es que su dominio no tiene límites. Alguna vez, un monarca español dijo que en sus dominios nunca se ponía el sol, pero se quedó con eso, con la mera luz del sol y no con la creación del capitalismo que corrió por parte de la monarquía británica y sus piratas, fieros asaltantes de los galeones que transportaban el oro que España extraía de los territorios de ultramar (de nuestra rica y expoliada Suramérica) para llevar a los dominios del rey sol y los azarosos filibusteros desviaban hacia la isla del progreso capitalista incesante, del capital comercial, industrial y luego financiero. El imperio mediático no puede aún decir que en sus dominios nunca se pone el sol, pero en eso está. La política imperial de los actuales Estados Unidos es nueva: quiere, sin más, el dominio del mundo. Tiene, se sabe, serios rivales. Pero nadie posee el armamento y la industria de armamentos de Estados Unidos. Ni —menos aún— nadie tiene ni por asomo su aparato mediático ideológico-propagandístico. Estamos, sin más, ante un imperio que lo quiere todo. Que no se conformará con menos. Su formidable poder mediático convence a su pueblo (no difícil de ser convencido) de que hoy más que nunca el destino manifiesto debe hacerse realidad.
El Big Brother Panóptico es la culminación de una obra maestra: someter por medio del goce. Pasen horas frente a Internet, jueguen a todo lo que quieran jugar, escríbanse mails con sus amigos, métanse en Facebook, escriban esas breves, ingeniosas y limitadas palabras en Twitter. Cuando lleguen al final empiecen otro. Twitter puede no terminar nunca, ser infinito. Exhiban su ingenio que antes acaso algún tonto jefe de redacción no supo reconocer y los echó rumbo a cualquier parte que no estuviera dentro del diario. Algo más (y sustancial): insulten. Llenen de insultos a quienes quieran. Es gratis. Es impune. Es anónimo. Se sacan las ganas y se acabó. Siguen siendo los mismos de siempre: simples oscuras personas sumergidas en una vida sin objetivos, errática, que chapotean en la infinitamente poblada ciénaga de los mediocres y no ignorando que la orilla está lejos, cada vez más, para siempre inalcanzable. Al Big Brother Panóptico eso no le importa mucho. Sólo quiere saber qué hacen. Incluso a quiénes insultan. ¿Insultan a quienes ellos quieren o insultan a sus representantes en cada rincón del mundo? El Big Brother informa: en Ecuador se está insultando mucho a la oposición del dictador Correa, ese enemigo de la prensa libre, ese autoritario fanático de la Ley Mordaza que cierra la boca del periodismo libre y con ella la boca de la libertad de expresión y con ella, sin más, la boca de la libertad que nosotros defendemos. Recuerden a nuestros niños diciendo: Freedom, freedom, freedom. Como zombies, de acuerdo. ¿Por qué el zombie se ha transformado en el gran protagonista de los videogames?
En el campo estrictamente filosófico, el Big Brother Panóptico implica una revolución. El sujeto se ha centrado. Se acabó su trizamiento, su deconstrucción, su fragmentación. Este sujeto —el Panóptico— es tan perverso como Heidegger (ese olvidado filósofo campesino) solía describirlo. Sí, está al servicio de la técnica. Palabra vieja, de comienzos del siglo XX. Antes de Heidegger, Oswald Spengler escribió un libro que llevaba por nombre La decadencia de Occidente y luego otro llamado El hombre y la técnica. La palabra «técnica», para nuestros científicos, huele a naftalina. Estamos mucho más allá de eso.
Este sujeto centrado, no en la razón sino en el poder bélico y comunicacional, se entrega a constituir a los restantes sujetos. Esto ha sido ampliamente analizado en la primera parte de este libro. En la segunda, entramos en el terreno del entretenimiento. Nos van a entretener hasta morir. Porque eso quieren de nosotros: erosionar nuestra subjetividad obligándonos a ver culos idiotizantes, culos que son pura ideología pues imponen la del poder.
Tenemos que revisar algunas ideas de nuestros amigos que están en el corazón de Europa desde hace años y aún se aferran a filósofos en los que encuentran respuestas que nosotros no, ni por asomo. Si Lacan quiere tachar al sujeto, si el sujeto barrado implica la precisa determinación de arrancarlo de la teleología inmanente y necesaria de la historia, del decurso histórico (como se han cansado de decir los postestructuralistas y los posmodernos), de la dialéctica hegeliana, de la dialéctica marxista que señalaban un telos inmanente a la historia que la llevaba necesariamente hacia una culminación (mediante el aufheben: palabra hegeliana que significa superar conservando), nosotros hace mucho tiempo que, al menos aquí, en la Argentina, estamos en contra de la dialéctica de la superación y de la teleología. Empecé a publicar esos textos en la revista Envido, en 1972. Esas ideas no me pertenecen enteramente. El consejo de redacción de Envido discutía los materiales que cada uno de nosotros redactaba para el siguiente número de la revista. Entre los que integraban ese consejo estaba Horacio González. Destinada a un análisis que publicó en 1971, figuraba la frase: El hombre es el centro de la política. Nunca la olvidé ni la olvidaré. Estoy total y completamente de acuerdo. Mi trabajo de 1972 era sobre Felipe Varela. Ahí ya analizaba que el caudillo de la Proclama y el Manifiesto luchaba contra las fuerzas racionales y necesarias del decurso histórico. Luego retomé la temática en La astucia de la razón, donde un Marx ficcional lo visita en su campamento unas horas antes de la batalla de Pozo de Vargas para pedirle que no libre esa batalla, que ya la perdió. Varela no sabe a qué se refiere, pero Marx es coherente consigo mismo. Los santiagueños (los hermanos Taboada) que enfrentan a Varela responden al poder de Mitre, al poder de Buenos Aires, ese poder —por sus vínculos con la Europa capitalista— necesariamente ganará porque ése es el telos de la historia, su teleología, su desarrollo universal y necesario, su lógica interna. Como vemos, el llamado decurso necesario de la historia estaba en contra de los caudillos federales. ¿Cómo podríamos nosotros adherir a él? Nos peleamos con mucha gente. Sobre todo con los compañeros de la izquierda, que apoyaban a Mitre, porque, ellos sí, como Mitre, adherían a esa teleología histórica que su lineal y devota lectura de Marx les había inculcado. El problema de la visión teleológica de la historia es doble. Porque ese devenir inmanente y necesario requiere un sujeto centrado en el cual reconocerse y del cual ser expresión. Cuando Hegel dice la frase fundante de todo su sistema, cuando dice: Todo consiste en concebir a la sustancia también y al mismo tiempo como sujeto, lo está diciendo todo. La historia es dialéctica y el sujeto también. Historia y sujeto son lo mismo. Nosotros —desde 1968— venimos trabajando en el rechazo de esa historia y ese sujeto centrado. Se trata de la historia y el sujeto del colonizador. Marx, para su infortunio y para infortunio de la izquierda argentina, incorporó a-críticamente la dialéctica hegeliana, apelando a esa vieja cuestión de ponerla cabeza abajo. No, Hegel da por terminada la historia. Pero es Engels (sí, Engels en Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana) el primero en ver que la dialéctica no puede detenerse. Es el inventor de la dialéctica negativa. Señala en Hegel una contradicción entre política y método. Un método revolucionario (la dialéctica) detenido por una política conservadora (el apoyo de Hegel a la monarquía prusiana de Federico Guillermo III). La dialéctica se sigue expandiendo. Marx y Engels se dejan deslumbrar por la tarea destructora de formas arcaicas que emprende la burguesía a través del mundo. Apoyan todas sus conquistas porque de ellas —dialécticamente— surgirá el proletariado redentor de la historia. O sea, hace mucho que nosotros estábamos en contra del teleologismo dialéctico. El texto que voy a citar lo escribí en 1975. Pensaba publicar Filosofía y nación a fines de ese año. Motivos que todos conocen me lo impidieron. Pero la frase que escribí fue ésta: «Porque hay que decirlo: la dialéctica, desde la perspectiva teórico-política de la periferia, lejos de ser una herramienta revolucionaria, ha sido una herramienta de colonización, en tanto siempre (ya sea en manos de Hegel o de Marx) concibió los territorios periféricos como momento particular en el proceso de universalización emprendido por las burguesías europeas. Y este proceso, para nosotros: hispanoamericanos, se lo viera como se lo viese, santificado por el monarquismo del viejo Hegel o por el socialismo de Marx, fue reaccionario». Publiqué el libro en 1982. Ya se había estrenado Últimos días de la víctima y los militares habían sido derrotados en Malvinas. Me sentía más seguro. Las cursivas son del original. Gente como Carlos Altamirano y algunos otros de menor importancia han escupido siempre sobre este libro. Hoy es lectura obligatoria en los colegios y dos generaciones se han formado por medio de su lectura. Tenía 32 años cuando lo escribí. Hoy sólo cambiaría «hispanoamericanos» por «suramericanos».
El sujeto centrado fue el del colonizador. Nosotros nunca tuvimos un sujeto centrado. Si formamos parte de la expansión de la racionalidad histórica fue en tanto víctimas. En tanto la particularidad expoliada, despojada por el universal imperialista. Así las cosas, si Lacan quiere tachar al sujeto, borrarlo para mostrar, gráficamente, que no es el sujeto de la dialéctica, nosotros ya lo hicimos. No somos el sujeto de la dialéctica imperial, somos su esclavo. Y si yo tuviera que tachar la palabra «sujeto», yo, argentino, hermano de los asesinados, esclavizados y torturados de este continente, antes me cortaría la mano. Cuando se dicen estas cosas, se dicen en serio.
La simbolización de la realidad
Vamos a estudiar la relación entre la simbolización de la realidad y las mega-empresas mediáticas. Llamamos mediáticas a estas simbolizaciones porque comunican algo. Hay un notable comercial que se vio hace un par de años en televisión y cuyo enorme cartel de propaganda-signo estaba en todos los shoppings. Digo propaganda-signo porque uno se orientaba por él. Ese signo nos permitía andar con alguna seguridad dentro del shopping. El signo, dice Heidegger, es el único ente que señala a otro ente. El signo no tiene su finalidad en sí. La tiene en dirigirse, en indicar, a los otros entes intramundanos. La filósofa española Cristina Lafont, partidaria del giro lingüístico, le reprocha a Heidegger no haber partido del signo para trazar la estructura óntica y ontológica del ser. Si cada signo remite a otro, para qué perder tiempo en toda esa parafernalia existencial del Dasein. Si Heidegger hubiera hecho esto, Ser y Tiempo (algo que Lafont no ha visto porque no le importa, porque no ve ni está preparada existencialmente para ver, ya que los especialistas del lenguaje son seres secos, incapaces de encarar los problemas más profundos del Dasein y decididos a reemplazarlos por formas lingüísticas y matemáticas), sin el romanticismo subyacente del libro, su oscuridad, su presagioso pesimismo, no sería el magnífico libro que es. Un libro expresionista, salido de las aristas más sombrías de la República de Weimar, un libro sobre la ec-sistencia, sobre la muerte, sobre la ec-sistencia auténtica e in auténtica. Un libro sobre el Dasein como el ser-ahí de la pregunta por el ser.
Planteemos esta situación. Uno está en un shopping —ese carnaval de la mercancía del capitalismo bélico-informático— y se pierde, algo frecuente. Pregunta entonces a quienes están para solucionar esos problemas, sin duda frecuentes. Le dicen: «La salida está a unos pasos de esa propaganda con Charlize Theron». «O de esa rubia, ¿la vio?». «Cómo no la voy a ver»[40]. El comercial era así: Charlize, desde lejos, venía caminando hacia cámara. Primera forma comunicacional: Charlize está lejana. Viene de algún lado inaccesible para nosotros. Seguramente de Hollywood[41]. Está malhumorada. Empieza a hablar. «Ya no me interesa nada de lo que llevo encima». Contenemos la respiración. ¿Se desnudará? Buen presentimiento. Charlize sigue avanzando. Es alta, tiene largas piernas, es rubia, ojos claros. «Todas estas joyas (dice) no las necesito». Se las va arrancando y las tira. Segunda forma comunicacional: Charlize desdeña la riqueza, nada menos que las joyas. ¿No se vuelven locas las mujeres por las joyas? Charlize no. Sigue caminando. Es Palas Atenea. Se quita todas las joyas. «Hay cosas más importantes que esto». Se quita el top terso, casi transparente que lleva. Su vestido es de una liviandad que acompaña danzando su paso veloz. «Todo me molesta. Todo está de más». Tercera forma comunicacional: Charlize va en busca de algo que —para ella— es la pura esencia de las cosas. Entre tanto, se desnuda. Advertimos que lo esencial no son las joyas ni la ropa. Nos late el corazón. Se desnudará. Ya lo está haciendo. Charlize atraviesa el eje de cámara. Ahora la enfocan de atrás. Miramos su armónico, bello trasero. (O su bello culo. Ya hemos denunciado —en la segunda parte— a la palabra «trasero» como eufemismo cobarde de la palabra «culo»). Charlize se aleja. Se va quitando toda la ropa. Cuarta forma comunicacional: ésta es una verdadera mujer. Su belleza me anonada. Además pasó delante de mí con olímpico desprecio. Ella es así: olímpica, no en vano es eso que es: Palas Atenea. ¿De qué trata este comercial? Lejos, Charlize se desnuda. Apenas si la vemos. Gira su cabeza. Nos mira con un desdén —desde luego— olímpico y dice: «Sólo necesito dos gotas de Dior». Totalización de las formas comunicacionales, surgimiento del sentido final: Dior es un perfume tan exquisito que Charlize puede andar por el mundo con sólo dos de sus gotas. Todo lo demás lo desprecia. Su vestuario Armani. Sus joyas millonarias. Nada. Sólo Dior. La gilada —todos los onanistas sedientos— que han visto el comercial van a comprar un frasco de Dior. Aquí, el sentido o la totalización de la forma comunicacional-Charlize Theron se convierte en constitutiva del sujeto y lo impulsa a una acción que no tenía planeada. ¿Para qué la lleva a cabo? Cree que, si esa noche le pone dos gotas del perfume de Charlize a su mujer, ella tendrá el aroma de la diosa, de Palas Atenea. Algo será. Su imaginación —disparada por el aroma del perfume— completará la tarea. Éste es sólo uno de los triunfos posibles del comercial. Hay otros. Hay muchos. Pero ésas son las formas comunicacionales que dominan la realidad. Formas comunicacionales-mercancía. Dior es una mercancía. Charlize también. Cara e imposible. Diseñada para la imaginación. Otro componente de la realidad. La realidad existe en tanto está simbolizada. Lo real no. Pero la simbolización de la realidad está a cargo del poder propagandístico-mediático. Los signos son los signos del poder. Miren una ciudad. La simbología omnipresente es la de las mercancías que el poder capitalista ofrece. En cuanto a lo real, ya se sabe. Es eso que nunca conoceremos. Apenas lo conocemos deviene realidad. Así, lo real se transforma en algo indescifrable y —naturalmente— temible. Si Borges dijo que la metafísica es una rama de la literatura fantástica, me permitiré decir que el psicoanálisis es una rama de la literatura de terror. A las pruebas me remito. Tomen una novela de Stephen King: The Dark Side. Un caso de esquizofrenia. Tomen Psicosis: un Edipo mal resuelto. Doble personalidad también. Hay otra con Robert De Niro y Dakota Fanning. Es de 2005, se llama Hide and Seek (títulos en español: Mente siniestra o El escondite). De Niro es el padre comprensivo que escucha los terrores que sufre su hija. Se le aparece un personaje maléfico, al que no vemos, que se llama Charlie. De Niro le dice una y otra vez que Charlie no existe. Llama a una psicóloga. La mujer aparece muerta, ahorcada. Dakota, poseída por el terror y la desesperación, se arroja sobre su padre y le grita: «¡Basta, Charlie! ¡Eres un monstruo!». Charlie era De Niro. Vaya uno a saber qué lo dominaba desde el abismo no simbolizable de lo real que lo llevaba ser —a la vez— un padre amoroso y un asesino feroz. ¡Oh, la mente humana! Todos lo saben: hay miles de películas y novelas así. El psicoanálisis —arrastrado al campo de las fantasías de la conducta— da para todo. Pero esas fantasías de la conducta están impecablemente alimentadas por esa disciplina que dominó el siglo XX. Y sigue en el XXI, con la pretensión, además, de extenderse a la hermenéutica política. Algo que ni Freud ni Lacan se plantearon. Freud, cuando quiso ampliar sus temas de estudio, escribió ese formidable texto que es El malestar en la cultura.
El poder mediático y el superyó
El concepto freudiano del superyó tiene relación directa con nuestra temática. El superyó señala aquella esfera de lo social que le exige determinadas conductas al yo. Esas conductas las hemos desarrollado en la primera parte de este libro, en el primero de sus apartados. Lo hicimos como monólogos que exigían al ente existencial tres formas de conducta primordiales e ineludibles: Eso no se dice, Eso no se hace, Eso no se toca. Son normas de esa instancia que Freud designa como superyó y que congrega los mandatos de la ética de una sociedad en una determinada etapa de su desarrollo. Pero aun cuando los contenidos de la ética puedan variar, permanece intacto el estamento en que Freud ha ubicado los condicionamientos externos que dominan las conductas del yo. El desdichado yo busca su felicidad, mas se halla entre dos instancias que lo sofocan, que le obliteran conseguir lo que quiere. El superyó no cesa en imponerle mandatos difíciles de cumplir. ¿De dónde viene esa dificultad? Del pecaminoso ello. El ello es la zona de los instintos, de las pasiones, de las energías que exigen ser desatadas. El superyó —cada vez que el yo quiere desatar esas pasiones instintivas, cada vez que quiere satisfacer lo que el ello le pide y él también desea— frena ese descontrol que viene desde las profundidades del ello, ese animal indomable y enemigo de la cultura. No olvidemos que, en Freud, la cultura es precisamente resultado del triunfo del superyó sobre el ello por medio de las represiones del yo. La cultura es hija de la represión. Al reprimirse, el sujeto cae en la neurosis. Así, la cultura es un producto de la neurosis del yo en su lucha entre el ello y el superyó. Dejemos hablar a Freud: «El superyó cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas (…). Ya sabemos que en este sentido el problema consiste en eliminar el mayor obstáculo con que tropieza la cultura: la tendencia constitucional de los hombres de agredirse mutuamente (…). La investigación y el tratamiento de las neurosis nos han llevado a sustentar dos acusaciones contra el superyó del individuo: con la severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa demasiado de la felicidad del yo, pues no toma debida cuenta de las resistencias contra el cumplimiento de aquéllos, de la energía instintiva del ello y de las dificultades que ofrece el mundo real»[42]. Los mandatos del superyó son los mandatos del orden-poder. Los mandatos que impone el poder mediático, que son los de la modernidad informática. Desde este punto de vista, no hay un superyó del individuo. Hay un superyó para toda la sociedad. Cierto es que —como el superyó rige para la totalidad social— cada individuo lo recibe como si fuera el suyo. Freud se rebela, por considerarlo imposible, al mandato que impone amar al prójimo como a uno mismo. Es, dice, imposible. Nadie puede amar al otro como a sí mismo. Y si lo hiciera, se colocaría en enorme desventaja dentro de una sociedad habitada por seres humanos cuyo principal instinto es el de la agresividad. Sin embargo, y Freud no lo ignoraba, hay otro motivo que me impide amar al otro como a mí mismo. No siempre los seres humanos se aman a sí mismos. Ergo, si no me amo a mí mismo, ¿cómo podría amar al otro? No hay mayor merma en la autoestima, la autocompasión o el amor a uno mismo que el proceso de autodestrucción que los individuos, incesantemente, ejercen sobre sí. Bastará mencionar el doloroso (y de difícil lectura, no intelectual, sino emocional) libro de Jean Améry, Levantar la mano sobre uno mismo, para comprender que ese amor que podríamos dar al otro a veces no existe en nosotros, que podemos llegar a odiarnos hasta destruirnos. Aun cuando le echemos la culpa al «mundo» de tan extrema determinación, siempre sabremos que la «culpa» es nuestra. Por horrible que fuere el «mundo», debiéramos adaptarnos a él y buscar la felicidad. Jean Améry, en cambio, no pudo soportar la marca de Auschwitz, el largo brazo del horror concentracionario, y se suicidó en la ciudad mozartiana de Salzburgo en 1978. El subtítulo que lleva el libro que hemos citado es: Discurso sobre la muerte voluntaria. Tampoco es necesario el suicidio para expresar el desamor que podemos dispensarnos. Hay miles de formas de la autodestrucción en vida. Si las cosas son así (y suelen serlo con gran frecuencia), ¿qué amor podremos entregar a los otros? Pero el superyó —como uno de sus mandatos supremos— nos exige amar al otro. ¿Por qué? Para disminuir nuestra natural agresión. El poder expresa —a través de todas sus usinas de colonización del sujeto— ese mandato de orden. El «amarás a tu prójimo» es correlativo al «no matarás». La sociedad del poder es la del orden. Debe superar ese mundo originario que describió Hobbes: «El estado de los hombres sin sociedad civil, estado que con propiedad podemos llamar estado de naturaleza, no es otra cosa que una guerra de todos contra todos; y en esa guerra todos los hombres tienen el mismo derecho a todas las cosas»[43]. Se sabe la solución de Hobbes: recurrir a un poder al que todos los ciudadanos se sometan, entregándole su libertad. Ese poder es el Leviatán, en tanto estado absolutista.
Queda claro, entonces, que eso que Freud llama superyó son los mandatos del poder, encarnados hoy por la sociedad del Big Brother Panóptico, que controla si los mandatos emitidos desde el poder mediático (y de todos los otros poderes de las clases hegemónicas: la escuela, la fábrica, la salud, la religión, etc.) son cumplidos por los individuos. El ello deberá vivir controlado por el yo. Es posible que los instintos sean poderosos, pero los hombres han aprendido a controlarlos para vivir en sociedad. Son una ofrenda que le entregan al poder. ¿Y el inconsciente? Cito a Rubén Ríos: «Lo inconsciente, con Lacan, se hace estructuralista, lenguaje, pero todavía guarda ese carácter de caja negra, de ombligo nauseabundo del espíritu»[44]. El poder busca sujetar al sujeto. No se pregunta por otra cosa. Como sea, no es nuestro tema. Aunque, sospecho, lo hemos resuelto a lo largo de este trabajo.
En suma:
- El ello exige libertad para sus instintos.
- El superyó impone sus mandatos.
- En el medio, el yo negocia con los dos.
Freud llega al fin de su breve, intenso ensayo, y no tiene fuerzas, carece de convicciones para entregar salidas que lleven en sí la apertura de un horizonte superior al oscuro presente en que vive. No olvidemos que este libro amargo se escribe en 1930, a tres años de la llegada de Hitler a la Cancillería del Reich. «Así, me falta el ánimo necesario para erigirme en profeta ante mis contemporáneos, no quedándome más remedio que exponerme a sus reproches por no poder ofrecerles consuelo alguno. Pues, en el fondo, no es otra cosa lo que persiguen todos: los más frenéticos revolucionarios con el mismo celo que los creyentes más piadosos»[45]. Poco más adelante, el maestro vienés ofrece sus últimas confesiones: «Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente de agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos resta esperar que la otra de ambas “potencias celestes”, el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas ¿quién podría augurar el desenlace final?»[46]. Antes, Freud ha dicho que el superyó asume la función de «conciencia [moral]»[47]. Esta «conciencia moral» crea en el yo un sentimiento de culpabilidad. Lo medular de este planteo radica en afirmar que el yo ha sido penetrado por las restricciones de la «cultura». Que del sentimiento de culpabilidad surge la necesidad o, diríamos nosotros, la aceptación del castigo. Así, la «cultura» domina al individuo; domina, en rigor, su peligrosa inclinación agresiva. Para hacerlo, introyecta en el yo los mandatos del superyó. Lo debilita, lo desarma, y lo hace «vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada»[48]. El yo es derrotado en su negociación con el superyó y la gran víctima es el ello, cuyos instintos elementales y sus reclamos son ahogados. Esta internalización de los mandatos del poder imperial (utilizamos aquí nuestra terminología) es la tarea de lo mediático. El imperio penetra en los sujetos en tanto «conciencia moral». Esa penetración es el triunfo, la conquista del poder mediático, que, asumiendo esa poderosa figura de «conciencia moral», penetra la subjetividad y forma parte de ella o la constituye por completo. Freud ve este complejo desarrollo en tanto derrota de la agresividad del individuo, en tanto su debilitamiento, su desarme. Así, podemos afirmar que, al ubicarse en el interior del sujeto, al alojarse en él, el poder informático, el orden-poder, logra constituirse en «una guarnición militar en la ciudad conquistada»[49]. Esta línea de Freud es poderosa. Podríamos, con gran admiración, reconocer que ha ido más allá de sí. El interior del sujeto es —ahora— «una ciudad conquistada». El poder está en él como «una guarnición militar». El maestro vienés ha relacionado los elementos centrales de nuestro estudio. El sujeto es una «ciudad conquistada» por la introyección de la verdad del poder en su interioridad. Esa «ciudad» es vigilada-controlada por una «guarnición militar». En suma, por eso que hemos designado como Complejo Militar-Industrial. Aquí —y avanzando en nuestros planteos teóricos— podríamos decir que el sujeto, ya derrotado, siente que el fin de la lucha lo serena, lo tranquiliza. Ama, entonces, al poder. No dice otra cosa la línea final de la gran novela de Orwell, 1984: «Amaba al Gran Hermano».
Pesimismo y optimismo
Freud, lo hemos visto, se atormenta por no poder ofrecer consuelo a sus contemporáneos, ya que, en el fondo, afirma, eso es lo que buscan todos. Pero ningún teórico serio está para consolar a nadie. Para eso están los libros de autoayuda o esos engendros periodísticos destinados a «tirar buenas ondas», embellecer el horror, falsificarlo, mentir y vender libros que entregan vidrios de colores a las almas desesperadas que no toleran la angustia de un presente aún peor del que Freud describía. Porque «el dominio de las fuerzas elementales» es hoy infinitamente superior al de su época. También, por consiguiente, su poder destructivo. Si él, en 1930, imaginaba la posibilidad «fácil» de un «exterminio» que eliminara la entera humanidad, que la eliminara «hasta el último hombre», ¿qué diría hoy? Imposible saberlo, pero bastará con señalar que Freud nunca presenció el estallido de una bomba nuclear.
De esta forma, sólo le entrega piadosamente a su lector la esperanza de que el Eros triunfe sobre la pulsión de muerte, pero no está seguro de tal cosa. ¿Pesimismo? Muchas páginas atrás anticipamos que habríamos de ocuparnos de este tema. ¿Qué significa el pesimismo? ¿Qué, el optimismo? Son dos reacciones subjetivas frente a los hechos de la historia. O se piensa que van en una buena dirección. O que no. Nadie puede fundamentar una cosa ni la otra. Sería nefasto volver a dibujarles a los que luchan por las bellas causas un horizonte en que habrán de realizarse necesariamente. Walter Benjamin ya dijo —en sus Tesis— que nada perjudicó tanto a la clase obrera alemana como creer que nadaba a favor de la corriente. Nada perjudicó tanto a mi generación —hacia fines de los sesenta, comienzos de los setenta— como esa frase que iba de boca en boca: «El mundo marcha hacia el socialismo». El que lo negaba era un pesimista. Heidegger, en 1935, seguramente ante un auditorio incómodo y desagradable para nosotros, dijo, sin embargo, uno de esos pensamientos que hacen de él, pese a todo, un gran filósofo: «El oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo creador y libre, ha alcanzado en todo el planeta tales dimensiones que, categorías tan pueriles como las del pesimismo y del optimismo, se convirtieron, desde hace tiempo, en risibles»[50].
La cuestión del sujeto
Ya hemos señalado a lo largo de este ensayo los motivos de la destrucción del sujeto a partir de la década del sesenta. Fue una cuestión de los filósofos europeos que querían alejarse drásticamente del marxismo ante el derrumbe del bloque soviético. ¿Adónde ir? Foucault y Deleuze dijeron: Nietzsche. Foucault le agregó Heidegger. Deleuze: Spinoza, y de un modo original, creativo. Lacan: Kojève, Heidegger y Freud. Derrida, el texto, la deconstrucción. No voy a repensar a esta gente porque ya lo hice en La filosofía y el barro de la historia y también (mucho) aquí. Nos sirven, siempre nos serán útiles en tanto un momento en que la filosofía francesa se acercó —sobre todo— a Heidegger, el gran aniquilador del sujeto y de toda subjetividad. Por ejemplo: rechazaba la palabra weltanschauung por la carga de subjetividad que implicaba. Vamos a lo nuestro. Vamos al presente. A hoy.
Si el sujeto estuviera trizado, descentrado, si fuera una mera fragilidad determinada por todos los elementos de la trama histórica, ¿por qué el sujeto centrado de hoy, el sujeto panóptico, el sujeto informático buscaría con tanto empeño someterlo? ¿Por qué colonizar la subjetividad es hoy la tarea primaria de las usinas poderosas del imperio? ¿Por qué el imperio busca la constitución del sujeto-Otro? Porque el sujeto existe. Está y es siempre peligroso. Una rebelión empieza por muchos lados. Pero una rebelión sin sujeto es ciega.
Será siempre una enorme alegría para mí encontrar un texto brillante de un filósofo joven, lo conozca o no. En el N.º 2-3 de El Ojo Mocho, en su segunda etapa, sin la presencia en la dirección de mi entrañable amigo Horacio González, y ligado a los intelectuales de Carta Abierta, aparece un trabajo de Darío Capelli, que tiene, hasta donde sé, 39 años y fue discípulo del gran Nicolás Casullo, a quien todos extrañamos. Capelli —que, olvidé mencionarlo, ocupa el terceto del Grupo Editor de El Ojo Mocho junto a Alejandro Boverio y Matías Rodeiro— escribe un ensayo con el título de «El sujeto, los sujetos (Política, lenguaje y conocimiento)». Empieza así: «Se trata de pensar las vueltas del sujeto luego de un tiempo que pretendió borrarlo definitivamente. ¿Cuáles son los modos en que la subjetividad retorna? (…) Qué ha de ser del sujeto en el futuro no lo sabemos, sin embargo son sus vibraciones actuales y materiales las que aquí son convocadas»[51]. La subjetividad retorna, dice Capelli. ¿Cuándo se había ido? Lo diré otra vez: el Heidegger I otorga al Dasein un papel primordial. Es el ente al cual en su ser le va el ser. O sea, el ente que se formula la pregunta por el ser. Sin el Dasein el ser no adviene a la problematicidad porque sólo el hombre se pregunta por él. El Heidegger II encuentra al Dasein culpable. Es el ente que ha olvidado al ser. Es ahora el amo de lo ente desde una subjetividad centrada que pone al hombre en el lugar del ser. Ese sujeto centrado es el correlato subjetivo del hombre de la técnica. El sujeto y la técnica son lo mismo. El ser se retira. En este viraje (en eso que se nombra la Kehre ) está el surgimiento de Auschwitz en la filosofía de Heidegger. El hombre se transforma en culpable. Lejos de preguntarse por el ser. De estar en estado de abierto se transforma en el devastador de la naturaleza, en amo del mundo. En el ente que posibilitará que —años más tarde—, Heidegger diga: «Esto en lo que el hombre vive ya no es la Tierra». Ese Dasein caído, culpable, que ha olvidado al ser, que entre lo óntico y lo ontológico se consagra a la dominación de lo óntico y olvida lo ontológico, es el que se gana el castigo. Auschwitz, Dachau, Treblinka son los escenarios en que se castiga la culpabilidad de un Dasein que no sirve para nada, que no vale nada. Un Dasein que de la errancia de Ser y Tiempo ha pasado a la errancia del judío, errancia que consiste en un alejamiento constante del ser. El perfecto Dasein de la errancia es el judío errante. Se trata de una fábula antisemita. Un judío pasa junto al torturado Jesús que —en su extremo sufrimiento— le pide un poco de agua. El judío se niega. Jesús lo condena a la errancia. ¿La diáspora? Es posible. El caso es que esa idea de la errancia funciona —a través de los siglos y la furia de la Iglesia Católica medieval— como una mácula sobre el judío y su impiedad ante el dolor del Cristo[52]. El concepto de errancia está en Ser y Tiempo y expresa una de las características de impropiedad del Dasein. Pero si el Dasein olvida al ser, ¿merece vivir? Más aún cuando precisamente lo olvida en pleno surgimiento del nazismo exterminador, en el que Heidegger, además, ve la conquista espiritual de la técnica por parte del pueblo ario, el del centro de Occidente, el heredero de la grandeza griega. Establece un Eje filosófico: Atenas-Berlín. Esos dos pueblos jamás olvidaron al ser. El pasado helénico no es pasado. Es el origen. Y mucho más. Es el origen en tanto presente. Heidegger estampa una de sus mejores frases: «El inicio es aún». (Discurso del rectorado). Me detengo aquí. Contraigo una deuda: dedicar un libro breve, que contenga las cuestiones esenciales, al tema del sujeto, Heidegger y la ideología francesa. Para mí, el texto de mayor contundencia que Heidegger dedica a la cuestión del sujeto es La época de la imagen del mundo. Acaso elijamos partir de ahí.
Volvemos a Capelli. Escribe: «Es una creencia generalizada que hoy, en la Argentina, hay sujeto»[53]. Es imperioso aclarar el sentido de esta afirmación. Es una buena nueva. Hay sujeto, volvió el sujeto y, sobre todo, nos atrevemos a asumirnos como tales. ¿Por qué volvió el sujeto? ¿Adónde había ido? Se lo llevó la marejada de la caída del marxismo. Entre nosotros, sin embargo, ¿cuándo murió el sujeto, cuándo se fue? Nunca se fue, nunca murió. Sobre todo como posibilidad de conquistar al sujeto. Se lo dio por descentrado, trizado, deconstruido porque el seguimiento a-crítico de los filósofos europeos lo imponía. Pero sería injusto no postular que, desde el surgimiento de la democracia, el país ha ido en busca del sujeto uniéndolo a la práctica política y a la solidificación de las libertades recuperadas. El esfuerzo debía ser intenso: la democracia no había sido «recuperada» por medio de una lucha contra los poderes fácticos del terror. De haberlo sido, ahí habría asomado el sujeto. Porque —digámoslo— hay sujeto cuando hay una praxis libre que se organiza contra el poder. A Foucault le costó tanto desarrollar los mecanismos de su postulada resistencia al poder porque se había desprendido del sujeto. El sujeto se construye en la trama histórica, el sujeto es intersubjetividad si se consolida como sujeto político, la política es la que abre las posibilidades de este sujeto. Retorno a la frase de Horacio González: El hombre es el centro de la política. No «el hombre» de la centralidad cartesiana, sino el hombre que busca resistir el asedio mediático y bélico que el sistema que surgió del cogito le ha impuesto. Escribe Capelli: «Hablamos (…) del sujeto como el corazón mismo de la motivación política; un sujeto que direcciona su hacer y que es capaz de hablar acerca de lo hecho y de lo por hacer; un sujeto al que el nombre de “actor” con el que suele designarlo la sociología parece quedarle demasiado chico: no actúa la historia sino que directamente la hace, y en condiciones que puede dominar con lucidez. Tal parece la nueva fe»[54]. Esta afirmación es peligrosa. Se puede tener fe en una lucha joven, nueva. Pero toda fe implica un optimismo que tanto en la superficie como en su fondo proclama la realización necesaria del proyecto por el que se lucha. La resistencia de la facticidad del poder bélico comunicacional es demasiado fuerte y presente como para andar derramando las fuerzas de la fe, siempre reñidas con las reales posibilidades propias y del enemigo. Todo militante político necesita un elemento extra-fáctico y otro interno, crítico, conciencial, que lo sostenga. Pero el elemento extra-fáctico (llamo así a la fe, ya que su condición de existencia radica en no analizar a fondo lo fáctico y empujar al sujeto de la política hacia un horizonte ya conquistado, seguro) tiene que ser sometido una y otra vez a la lucidez de la conciencia crítica, que surge del juicio de cada sujeto y del grupo de sujetos que encarnan el desafío a la facticidad del poder. Es decir, a la intersubjetividad crítica. «Una de las más potentes productividades de las jornadas decembristas del 2001 argentino fue, justamente, el ramalazo del sujeto»[55]. Ese ramalazo recuperó una democracia hondamente erosionada por una clase política detestable que se transformó en detestada cuando el sujeto crítico surgió para descubrirla, para verla y señalarla con la lucidez de la praxis, de la acción política humanista. Esa clase política veía en la corrupción y en el vandalaje sobre las entidades que habían simbolizado la soberanía del país (conquistadas, sobre todo, durante el primer peronismo y devastadas por el peronismo de los noventa y todos sus socios económicos y políticos) su razón de ser, su banquete asiático, su fiesta impune. Ahí apareció ese ramalazo del sujeto que menciona Capelli. Pero decir que fue un ramalaje es decir que estaba condenado a no durar, a brillar durante un espléndido momento de la historia (en que la fe se dispara incontenible y voraz y poseída por una peligrosa dosis de inmediatez y exitismo) y luego apagarse. Así ocurrió. La llegada de Néstor Kirchner implicó un renacimiento de esa fe. Al principio —durante la «primavera»— todo parecía raramente posible. Luego no, pero el sujeto había aparecido otra vez. No era un ramalaje. Era una experiencia crítica que trabajaba sobre una constante reflexión sobre los límites. Toda praxis político-crítica debe reflexionar sobre los alcances y los límites de aquello que se propone. En esa reflexión está el sujeto. Y donde está el sujeto también está el hombre político, el que, si decide centralizar su praxis en la política, es porque sabe que esa centralidad es la condición de posibilidad para enfrentar al poder que siempre está centrado. Que justamente es el poder porque es el dueño de la centralidad y eso es lo que hay que discutirle. Hoy, el sujeto imperial es el más poderoso de los sujetos políticos en pugna. Es el Big Brother del espionaje informático, globalizado y panóptico. A lo panóptico la centralidad le es esencial. Para discutirle esa centralidad, los sujetos que están dominados y sujetados en sus prisiones circulares deben abandonar esas celdas. Y reencontrar o conquistar la libertad en medio de la praxis, esa praxis que permite decir «hay sujeto». No hay sometimiento al poder. No hay sujeto-Otro. El sujeto-Otro es la antítesis del sujeto del humanismo político. El sujeto se genera por medio de la praxis que lleva del sujeto-Otro al sujeto crítico, militante. Suramérica, hoy, en esta etapa de la unidad de los países del Mercosur, está edificando algo que nunca existió. Algo que las oligarquías del siglo XIX evitaron. La unidad o, para ser más cautos, la colaboración mutua de los países del continente ante sus enemigos políticos y financieros comunes. Que han sido los de siempre. Con el añadido —hoy— de un poder mediático de excepcional agresividad. Lo agresivo-continuo, en política, suele significar dos cosas: fuerza o desesperación. Se verá.
EL HUMANISMO. La treta de presentar al humanismo como un bien desde el que se civiliza al colonizado es propia del colonizador. Para éste, sin duda, el colonialismo (que es la humanitas europea llevada a los territorios de la barbarie) es un genio bueno. Su tarea debe ser hecha. Es la tarea del hombre blanco. Lo que Kipling —como vimos— llamaba «La pesada carga del hombre blanco»: hacer seres civilizados de los bárbaros que habitan los márgenes de la civilización. Pero ese humanismo miente. No es eso lo que se propone, sino esclavizar a los bárbaros y transformarlos en esclavos o semiesclavos que lo sirvan.
Miente también cuando habla de sus otros valores: el progreso, la cultura, el lenguaje, la higiene y hasta los valores religiosos y Dios. Pero no deja de ser «el humanismo europeo» por eso. El «humanismo» no es «lo bueno». La modernidad occidental capitalista «humanizó». Occidente desde el siglo XV. Al hacerlo, hizo monstruos y esclavos en los márgenes y campos de concentración en el centro. Mi diferencia con Sartre es que él cree en un nuevo surgimiento del «hombre» a partir de la descolonización. Cuando él escribió el Prólogo al libro de Fanon era lícito creer eso. Era hasta imposible no creerlo. Hay etapas de la historia que empujan a la esperanza. Son peligrosas. Entre nosotros, muchos o todos los jóvenes de una época exaltada y tumultuosa, leímos el Prólogo de Sartre a Fanon. Se cometió el error de creer en él casi religiosamente. «La descolonización está en camino y nada puede detenerla» (cito de memoria). Aquí la detuvo Videla. No sólo Videla, también el establishment civil, Kissinger, la CIA, la Doctrina francesa de la Seguridad Nacional. Y, antes, el propio Perón, cuyo cadáver cayó sobre la izquierda peronista, aplastándola. También, desde luego, la prensa del poder, la que coordina sus intereses con los del imperio. Esa prensa estaba a favor de la defensa de la modernidad capitalista y católica. Se puso (como casi siempre ocurre con la prensa bajo los regímenes dictatoriales o con los Estados terroristas) del lado de los asesinos con —incluso— fervor creativo. Y la Iglesia se cobijó en el silencio o incurrió en la estridencia de la complicidad abierta, deleznable. Cristo y Occidente estaban en peligro. La Iglesia no duda en esos casos. No sólo en ésos, en todos. La Iglesia no duda. La fe prohíbe la duda. La fe no es la conciencia. La fe no piensa. La fe acepta. La fe obedece. Esa fe —coherentemente— ha llevado a la complicidad con las peores matanzas.
Volvamos a la descolonización. A la luz de los resultados de las experiencias socialistas del siglo XX, es lícito pensar: ¿qué habría creado la descolonización? Acaso nuevas formas de dominación en nombre de nuevos dioses: el hombre nuevo, el Tercer Mundo, el partido de la revolución nacional y popular, las organizaciones libres del pueblo, el antiimperialismo combativo, la unión con los restantes países del Tercer Mundo. Siempre me negué a encontrar permanencias en el hombre, elementos de la condición humana que la designaran unívocamente, que persistieran a través de los años y las diferentes coyunturas históricas. El grito contra estos a los que señalábamos como esencialistas era: «El hombre es historia, no naturaleza». Escupamos sobre el concepto de naturaleza humana. La naturaleza es siempre lo que es. El hombre siempre está dejando de ser lo que es para ser otra cosa. ¿Cómo voy a fijar, a cosificar algo en ese ser bullente que se hace a sí mismo en medio de una historia que lo condiciona, lo aliena, lo esclaviza, pero a la que siempre puede vencer por medio del acto libre? Heidegger y sus seguidores (los franceses post) han denunciado que esa concepción del hombre lo señala como autor. Todo esto porque Herr Heidegger, el Rektor de la Universidad de Friburgo en el caliente y peligroso año de 1933, dictaminó que el hombre no es autor. Ni de sí mismo ni de nada. Que concebir al hombre como autor es caer en el humanismo. Nosotros ya no dudamos en responder: concebir, como él, que el hombre no es autor sino que es el amo de lo ente que ha olvidado al ser es caer en la derecha. ¿Dónde está el ser? ¿Qué es el ser? No sé. El ser libre de significación no se encuentra en ninguna parte en la existencia humana. Mientras que eso que a nosotros nos llevó siempre a la pasión por la historia, eso que nos hizo agonistas de su astucia, agonistas protagonistas y no entes a la espera del llamado del ser, entes en el claro del bosque con el pathos de la escucha a la voz del ser, fue el sufrimiento de los otros. Más importante que el retiro del ser es el sufrimiento de los demás. La filosofía tiene la misión de responder una sola pregunta: «¿Hay o no hay que matar en la lucha de la libertad contra la tiranía?». De la justicia contra la injusticia. Del hambre contra los satisfechos de toda satisfacción, los ostentosos, los dueños de un mundo que conducen hacia el desastre. Cada uno responderá. Yo creo que no. Que no hay que matar. Que el mundo está hoy desbordante de cadáveres. Que el imperio no se detiene ante nada. Que ha desarrollado, y lo seguirá haciendo, una industria de armamentos fabulosa. Que nada detendrá su espíritu de dominación, que hoy se ha globalizado y lo abarca, por consiguiente, todo. Recordemos que el espíritu de dominación es esencial en la constitución antropológica del homo imperialista. Y de todo ser que se constituya en tal. Señalamos, entonces, erosionados en algunas de nuestras convicciones a través de las enseñanzas dolorosas que los años entregan (los años, las desilusiones, los fracasos, los muertos, los mártires que son mártires pero también, siempre, derrotados a los que hay que llorar), que hay elementos con un alto grado de persistencia en la estructura del ente antropológico. El principal, el espíritu de dominación. Sus aliados centrales: la pulsión de muerte y la voluntad de poder. Volvemos, entonces, al triunfo de esa descolonización que Sartre y Fanon señalaban como el nacimiento de un hombre nuevo. No hay ni habrá hombre nuevo. El hombre es uno a través de distintas épocas que lo llevan a tener rostros diferenciados sobre el marco de una permanencia. Los problemas del hombre (los más graves, los que lo angustian: Dios, la muerte, el dolor, la ausencia de un sentido de la historia, el sufrimiento propio y el ajeno, el deseo de matar, el de morir, el mal, la justicia y la injusticia, la opresión, la lucha contra la opresión, ¿se lucha contra la opresión con sus propias armas?, ¿si así la vencemos no seremos los artífices de otro de sus rostros?), no varían a lo largo de los siglos. No han variado. Lo que cambió, cambia y cambiará son las respuestas que cada época histórica ha dado a esas cuestiones. Pero así como hay permanencias luminosas en la condición humana, con desaliento comprobamos que sus aspectos más sombríos se mantienen. Cada vez los vemos más sólidos. Cada vez el mal es más poderoso. Cada vez más débiles las fuerzas que lo enfrentan. Y cada vez más cierta la peor de todas nuestras certezas, la que más nos arroja al desaliento: en todo lugar en que la libertad derrota a la tiranía instaura en poco tiempo otra forma del poder despótico. Lo hace cosificando, transformando en dogmas de Estado los valores por lo que todos lucharon, valores de los que ahora se adueñan algunos pocos, los que dicen encarnarlos ante la traición de los otros, que son casi siempre los que han sido los mejores en la lucha contra la tiranía, pero son los peores ante el nuevo Estado autoritario, ¿cómo no habrían de serlo si fueron los mejores ayer cuando se luchaba contra eso mismo que hoy encarna el nuevo Estado, el nuevo Partido de vanguardia, los nuevos dueños del pensamiento libre devenido dogma oficial?
Lo humano y lo inhumano son las dos caras de eso que se llama «humanismo». Concepto que pretende oponerse al de «inhumano» para justificar las atrocidades de la humanitas moderna. Tanto Auschwitz como la trata de esclavos o las masacres de los pueblos originarios son formas de lo humano.
Vamos a Ser y Tiempo. La pregunta por el ser la formula el Dasein. El Dasein (pese a algunas artimañas ya absurdas que se han intentado) es el hombre. En todo Ser y Tiempo la cuestión está clara. Si la pregunta por el ser adviene al mundo por el hombre es el hombre el que arranca al ser de la indiferencia que ha padecido por millones de años y que volverá a padecer si el hombre desaparece de ese escenario. ¿Quién sino el hombre podría preguntarse por el ser? El ser es ganado para la filosofía, es entremetido en el corazón de su problemática por el ente antropológico. El ente antropológico hace ser al ser. Su esencial preguntar lo arroja a la luz. El ente antropológico no es —como los otros entes— «a la luz del ser». El ser es a la luz del preguntar del ente antropológico. Hay ser porque el hombre se pregunta por el ser. ¿Qué otro ente intramundano podría hacerlo? Si sacamos al hombre del mundo, ¿qué queda? Un ser del que nadie se hará cargo. Quedan los animales y las piedras. No hay lenguaje, no hay semiología, no hay textos, no hay ontología del presente, no hay despresencia en la presencia, no hay acontecimientos. Sólo hay un ser in-preguntado. Y ni siquiera hay quién pregunte por qué nadie se pregunta por el ser. No hay significantes. No hay sentido.
¿Qué es el humanismo? El simple hecho de que el mundo está habitado por el hombre. Ese hombre pregunta y se pregunta. Ese hombre es humano e inhumano, dos categorías tan comprometidas entre sí, tan entremezcladas que no pueden disociarse. Ese hombre trae el sentido. Crea y fundamenta todo lo que luego lo creará a él, condicionándolo. La alienación. El hombre es sólo fundamento de su mundo. ¿Sujeto constituyente? Claro que sí: de sí mismo y del mundo que crea. Crea a Dios. Y luego lo reencuentra en todas partes. Dios, en la historia de la filosofía, es el cogito en Descartes, la sustancia en Spinoza, el sujeto trascendental en Kant, la sustancia-sujeto en Hegel, la materia designada como proletariado redentor en Marx, la voluntad de poder en Nietzsche (o el superhombre: Übermensch), el inconsciente en Freud (si alguna vez alguien llegara a saber a qué se referían Freud y su reformulador Lacan con esto), el Ser en Heidegger (¡por supuesto!, en nadie es más clara la cuestión), el ente antropológico en Sartre, la estructura en Althusser, el poder en Foucault, el texto en Derrida.
De todo esto, a mí, pensador argentino, situado, habitante de la ontología de la pobreza, del hambre y de la injusticia social, ¿qué me interesa de modo primero? Una praxis humanista contra el humanismo de la modernidad. La rebelión contra la modernidad es parte de ella. El sujeto de mi praxis necesita ser libre para actuar. Si advierte que tiene que rebelarse, ahí empieza su libertad, su conciencia crítica. La primera certeza del sujeto crítico es que el humanismo del dominador es inhumano con él. Le responderá con su odio. Si lo derrota, se adueñará del poder. Posiblemente surja su inhumanidad (si ya no surgió en la lucha). Pero la historia es eso. Es lo que dice la vieja palabra griega agon: enfrentamiento, conflicto, antagonismo. El escenario histórico no es el de las diferencias que semejan un cielo estrellado, en que cada estrella ilumina a otra y todas expresan una armonía, un respeto por las diferencias que constituye un universo en que cada una de ellas surge en tanto diversidad enriquecedora. No, el escenario histórico es el de los campos antagónicos diferenciados. La diferencia es agon. El agon puede superarse por el diálogo, los acuerdos, los tratados de paz. Pero se trata de un momento subalterno, no fundante. Lo fundante es el agon.
En suma, el humanismo es lo que hace el hombre. Sin el hombre no habría sentido ni pregunta por el ser ni poder relacionante entre las cosas. Pero este hombre —el de la modernidad— ha hecho una historia catastrófica, como dice Benjamin, y bien. También la había hecho el hombre anterior al surgimiento de la subjetividad. El capitalismo se define por lo fáctico (siglo XV) y la centralidad subjetiva (Descartes). Las luchas contra el capitalismo también. Esas luchas son parte de la modernidad en tanto sometimiento a sus conquistas. Los territorios que el conquistador europeo hizo suyos han —incluso— posibilitado el despegue de la modernidad. Somos en tanto expoliados. Pertenecemos a la modernidad en tanto víctimas del saqueo colonial y neocolonial. El sujeto cartesiano nunca ha sido nuestro. Hemos sido parte de su surgimiento en condición de víctimas. Los países que han padecido el colonialismo son las víctimas del sujeto cartesiano. Si el hombre europeo pasa del estado de apertura al ser al de amo de lo ente, en ese pasaje se decide el destino de los países subalternos. El amo de lo ente (que es el sujeto capitalista occidental) se arroja a la conquista de lo ente des-oyendo la voz del ser. El ser (según Heidegger) se retira. Algo que —para nosotros— no tiene importancia alguna. Somos la periferia, lo lateral y subalterno de esa Europa que habla en griego y en alemán para expresar cuestiones en las que jamás nos tuvo en cuenta. Hemos sido entes. Hemos sido, no pastores del ser, sino seres despojados, rapiñados, saqueados por los amos de lo ente. Nuestro humanismo será una conquista heroica pues deberá partir de menos-cero. De lo que Europa hizo y nos llevó a creer de nosotros. Que éramos bárbaros, seres ajenos a la cultura. No creo que Heidegger haya pensado jamás en nuestro mundo de entes subalternos. No formamos parte de la historia del ser. El ser nace en Grecia, entre los presocráticos, y culmina en la centralidad de Occidente, Alemania. Nuestro humanismo, por nacer en la tierra de los humillados y ofendidos, será eso, humanismo, pero no será mejor que el otro, que el de los opresores. Todo humanismo es, a la vez, en el mismo surgimiento, in humanismo. La justicia estará siempre del lado de los sometidos. Pero aun los sometidos llevan en sí lo inhumano conviviendo con su humanidad. Una cosa es una rebelión social justa. Otra es la ontología del hombre. Ontológicamente, el humanismo que proponemos es también inhumano. Es la condición del ser humano. Es su ser.
Pregunto desde la más áspera simplicidad: ¿qué habría en este «planeta», o en este cascote que gira alrededor del Sol, sin el surgimiento de ese ente que llamamos «hombre»? Sólo erupciones volcánicas, ovejas, lobos, osos y terremotos que no tendrían significación alguna.
En suma, el humanismo es todo lo que hace el hombre. Y todo lo que lo hace a él. El humanismo no es el «genio bueno» de nada. El humanismo es en sí in humanismo. Si hay un Dios, no lo podemos saber. Sería una petulancia afirmar que no lo hay. El ateísmo es otra forma de teísmo. Si no creo en algo, estoy afirmando que ese «algo» existe, aunque yo no crea en él. Nada sé ni puedo saber de Dios.
Algo puedo saber del ente antropológico. Por de pronto que —el día en que desaparezca— quedará la naturaleza, el estruendo y no el sentido. Es por el hombre que un sentido les adviene a las cosas. Esto no lo diviniza porque se trata de un ente condenado a desaparecer y que durante millones de años estuvo ausente. Es radicalmente finito. No tiene ninguno de los atributos de Dios. Apenas si construye un «mundo» que cada vez controla menos. Que —cada vez más— lo controla a él. Porque, cuando hablamos del «hombre», no hablamos de «el Hombre». No hablamos de un universal. No hay humanitas. Hay hombres y hombres. Son todos distintos. Todos, entre sí, establecen diferencias. Cada uno es diferencia del otro. Cada uno —es cierto— es des-presencia en la presencia del Otro. Esa des-presencia es negación, es conflicto, antagonismo.
Después, en el mundo que habita el hombre, están los medios de comunicación, el poder nuclear y el arte. Los medios lo controlan. El poder nuclear acaso lo destruya. Y el arte se ha transformado en pura mercancía.
Decir lo imposible sigue siendo mi posibilidad. Salvo que, si mi posibilidad se realiza, quedará hecha trizas con el resto de todas las cosas, de todos los hombres. Aparece ahí mi verdadera posibilidad. Si el humanismo inhumano del imperio gana otra vez (y sigue ganando), si ya no creo en la posible creación de un mundo histórico en que sea derrotado y superado por una forma social más justa, si ni siquiera —por los fracasos terribles de los intentos por hacerlo, que sólo han consolidado mundos cruentos y crueles, a menudo superiores a su crueldad— soy capaz de imaginar cómo sería ese mundo en que se respetarán la vida y los derechos de los seres humanos, ¿qué me resta por hacer? Hay que luchar contra la brutalidad de los poderosos. Conseguir que todo sea menos brutal. Incomodarlos. Hacerles saber que sí, que acaso ganen otra vez, pero que no nos engañan. No luchan por nada trascendente. Ni por la libertad, ni por la democracia, menos aún por los derechos humanos. Mienten. Luchan por la buena salud de sus billeteras. Por el dinero y por el poder, aliados eternos. Pueden ser buenos y democratizarlo todo. Pueden aceptar críticas. Son democráticos y las escuchan. Que las mujeres sigan su camino de libertad. Serán, ellos, entusiastas feministas. Que se casen los gays y las lesbianas. Irán a sus bodas. Que los ecologistas defiendan el planeta que ellos necesitan destruir. No importa: son democráticos. Que aquéllos libremente lo defiendan. Ellos, libremente, seguirán devastándolo. Hay una sola cosa que no democratizarán jamás: la riqueza. Democratizar la riqueza es algo que los líderes de las potencias occidentales jamás harán. Si lo hicieran, no serían lo que son. Los dueños del mundo. Los que pueden declarar guerras, invadir países, matar y torturar. Ésa es su esencial brutalidad, su brutalidad constitutiva. Cada paso que demos contra ella será un triunfo. Cada pequeña dificultad que le opongamos. Cada lugar donde no los dejemos entrar. Cada vida que salvemos. Cada conquista en esa cultura verdadera que buscamos defender y ellos buscan destruir mercantilizándola. Cada una de estas cosas será un triunfo. Un pequeño «palacio de invierno» que no esconde a Stalin en sus entrañas. Porque no tomaremos el poder y Stalin es fruto del poder. ¿Qué poder podríamos tomar? En este mundo globalizado, en este mundo sometido al espionaje del Big Brother Panóptico, no hay Palacio de Invierno. No está en ninguna parte. El poder, en cambio, está en todas. Que cada vez esté en menos será el objetivo de nuestros pequeños-inmensos triunfos. De nuestros pequeños-inmensos sueños.
Agosto de 2013