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Freud, Stevenson, Conan Doyle, Jack the Ripper, el lado oscuro de la calle

Luego de Nietzsche, asumiendo creativamente sus fuertes influencias, aparece el maestro de Viena: Sigmund Freud. El malestar en la cultura es uno de sus mejores libros. Al menos no se le ocurre abordar temas como el de la envidia del pene que causan la hilaridad de las feministas. He visto a una psicóloga norteamericana (llena de premios y distinciones internacionales) hablar en un programa sobre la vida de Freud. Cuando le preguntaron sobre la célebre envidia del pene la mujer se largó a reír y dijo:

—Indudablemente, Freud debió estar enamorado de su pirulín. Tan bonito habrá creído que era que dio por seguro que todas habríamos de envidiárselo. A él y a todos los hombres que continuarían naciendo a lo largo de los años con ese adorable adminículo.

Freud no se aparta mucho de las teorías pesimistas sobre la posibilidad de los hombres de construir una sociedad armónica. Si Hobbes decía que sólo el Estado podía sujetar a los lobos, someterlos a su poder y posibilitarles una vida ordenada sólo al costo de su libertad, que, al fin y al cabo, para lo único que les servía era para matarse los unos a los otros, Freud dirá que los hombres tienen que sujetar, maniatar sus más elementales y auténticos instintos para que la cultura —nombre con el que opta nombrar al mundo social, que es siempre también cultural— pueda realizarse. Pero al sujetar sus instintos, los hombres introducen en sí mismos la agresividad e incurren en el masoquismo, la autodestrucción, que saturándose termina —finalmente— arrojándose hacia el exterior en tanto sadismo. Esto vuelve a dar forma a una sociedad de enfrentamientos pulsionales. Pero no por completo. Porque el maestro de Viena decide que los hombres están formados por una estructura dual. Algo similar a lo que postulará —con mejor prosa y de modo tan entretenido que le posibilitará a Hollywood innumerables películas de terror sobre el tema—. Robert Louis Stevenson en 1886 con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En Freud también está la dualidad de Stevenson: la lucha entre el Bien y el Mal, pero tiene otra denominación. Es conocida: la pulsión de muerte (más popularmente llamada Tánatos) y el Eros. Están constantemente en lucha y en la página final, el padre de Anna Freud (a quien amaba profundamente, con un amor, además, correspondido, pero entreverados, los dos, en un incesto irrealizado, o, al menos, sólo platónicamente, que es la menos pecaminosa y sin duda la menos placentera realización de un incesto como la gente) da casi perdida la batalla a Eros al contemplar el desarrollo incontenible de la pulsión de muerte. No olvidemos que El malestar en la cultura se escribe en 1930. En 1933, Hitler ya es canciller de Alemania. Lo fascinante de la novela de Stevenson es que toca el mismo tema que la genial Mary Shelley: los peligrosos desbordes de la ciencia. El doctor Jekyll (como si buscara extraer un molar) busca extraer de la conciencia humana el Mal. Si el Mal le es enajenado al hombre, la felicidad cundirá por toda la Tierra. Hay un aspecto perverso en Jekyll. Uno no sabe si busca el Mal para exterminarlo o para conocerlo y, conociéndolo, dominarlo en él y ejercerlo cuando le venga bien. El científico Jekyll encuentra el Mal y el Mal se encarna en él mismo. Jekyll, el honorable hombre de ciencia, se transforma en Mr. Hyde, un hombre de aspecto desagradable y, sobre todo, sin título universitario. Mal podría tenerlo pues Mr. Hyde ha vivido escondido dentro del Dr. Jekyll. Hábil, Stevenson dedica al Mal un nombre poderosamente significante: Hyde remite a hide. Y si recurrimos al muy british (se trata de una gran novela inglesa). Dictionary de la Oxford University, hide significa put or keep out of sight. Colocado o guardado fuera de la vista. O prevent from being seen, found or known. Cuidado o custodiado o (acudamos a lo literal) prevenido de ser visto, o encontrado o conocido. ¡Excepcional! En la década del ochenta del siglo XIX, cuando todavía Freud andaba a las vueltas con Charcot, la hipnosis y dando sus primeros pasos en el camino que lo llevaría a su teoría del inconsciente, Stevenson había encontrado en el hombre algo que éste ocultaba. Algo que guardaba fuera de la vista. Fuera también de su vista. Pues le temía. Algo que no debía ser visto, ni encontrado ni conocido. Todos, al leer la poderosa novela, dijeron: el Mal. Pero podría ser lo que Nietzsche nombraba como lo instintivo que late en el hombre, como el ave de rapiña que debe sofocar. El ave que sólo en tierra extraña —cuando no es vista, cuando no puede ser conocida— se entrega a sus travesuras: los asesinatos, las torturas, las múltiples muertes de los mansos corderos. Podría ser la vida pulsional de Freud, la vida instintiva que el hombre ahoga en sí como precio para poder vivir en medio de la cultura. Mr. Hyde, probablemente, encarne la libertad absoluta de la vida instintiva del hombre. Esa vida a la que la sociedad tanto teme porque sabe que, con ella, no puede constituirse. Que debe reprimirla. Sofocarla. Toda sociedad es posible al costo de hacer corderos de los hombres. Nunca le es fácil lograrlo. Siempre —por alguna parte— el lado malo del hombre, el lado oscuro de la muerte, aparece. En medio de la Inglaterra victoriana, epítome del orden, de las sanas costumbres, de la racionalidad victoriana, aparece un descuartizador en el barrio prostibulario de Whitechapel. Es el desborde de la pulsión de muerte. Tiene un cariz moral como corresponde a la época: sólo mata prostitutas, no madres de familia ni maestras ni religiosas. Prostitutas. Sin embargo, este hábito revela algo que el orden victoriano deseaba ocultar: había pobreza, hambre y prostitución en Londres, ahí nomás: en Whitechapel. Jack the Ripper (Jack el Destripador) no tiene dualidades. Mata por matar. Pero tiene un gran sentido del humor. Envía cartas a la policía. «Aquí tienen ustedes la mitad de un riñón de mi víctima de anoche. El otro me lo comí. Sinceramente suyo, Jack the Ripper»[51]. Como todos saben, Jack the Ripper jamás fue descubierto ni jamás se supo su identidad. Era, a su modo, un Mr. Hyde. O mejor: hide. Nunca fue visto, encontrado o conocido. ¿Alguien conoce al inconsciente freudiano, alguien le vio la cara? Nadie. Es como el ser de Heidegger. Pero da origen a formaciones maléficas. Lo debo haber dicho: el psicoanálisis es una rama de la literatura de terror. En suma, llevamos dentro monstruos que nos gobiernan. O la sociedad disciplinaria foucaultiana los controla o no podremos salir a la calle. A diferencia de la delincuencia, estos monstruos son los monstruos que nosotros podemos ser. El ave de rapiña anida en la interioridad del lector de periódicos nietzscheano. Mr. Hyde acecha desde la tumultuosa interioridad del doctor Jekyll. La pulsión de muerte aniquilará al Eros del hombre burgués maniatado por la cultura.

¿Qué son Mr. Hyde o Jack the Ripper? Los rostros que la sociedad no quiere ver de sí misma. Eso está en ella y en cada uno de sus habitantes. En la misma riquísima época —también en Inglaterra— surge el gran enemigo de Hyde y de Jack the Ripper. Es un detective neurótico, afecto a inyectarse morfina o heroína, excelente violinista, nervioso, poseedor de una inteligencia superlativa, que fuma su pipa y lee ávidamente los diarios buscando casos criminales en su departamento de Baker Street, bien atendido por la señora Hudson, y mejor acompañado por su gran amigo el doctor Watson. Si bien no encuentra muchos casos en los diarios, los casos vienen a él, golpean a su puerta, Watson abre y empieza la historia. Sherlock Holmes es hijo de la mentalidad positivista, pero tiene el encanto de su época, las luces y las sombras del victorianismo decadente, y una ironía que para la eternidad su autor —sir Arthur Conan Doyle— supo darle. Él es la razón. Él es el orden social, su custodio. El enemigo de los desbordes. Vive en una sociedad que aprueba y defiende. Es lo apolíneo. Jack the Ripper y Mr. Hyde son dionisíacos, llevan a cabo sus fiestas, no con vino, sino con sangre. Nunca lo hizo, pero Conan Doyle pudo haber sorprendido a sus lectores dándole una vuelta de tuerca a Watson. ¿Era tan bueno este médico que había trabajado para el Ejército de Su Majestad en la India, era tan complaciente con un Holmes que lo despreciaba una y otra vez diciéndole —al final de cada caso: sobre todo en las películas que protagonizó de modo imperecedero Basil Rathbone— «Elemental, Watson»? Podríamos suponer que no. Supongamos una historia (que alguna vez leí) en que Holmes y Watson persiguen a Jack the Ripper. Todos saben que se cree que The Ripper era médico (por los exquisitos cortes que practicaba en sus víctimas) y que, al serlo, marchaba por las calles de Whitechapel bajo la luz de la luna con un maletín de médico. Holmes y Watson buscan infructuosamente. Regresan a Baker Street. Holmes está abatido. A punto de fracasar por primera vez en un caso. Le pide a Watson un poco de morfina. Watson abre su maletín de médico y satisface su pedido. Holmes fija su mirada en el maletín y Watson lo advierte. Entonces le dice: «Querido Holmes, ¿recién ahora cae en la verdad? Porque se ha caído en ella, lejos de descubrirla, según es su costumbre. Sí, yo soy Jack the Ripper. Todo el tiempo estuve a su lado con el maletín que me acompañó en mis asesinatos. Soy médico. Todos decían que el Destripador lo era. Soy misógino. Mi esposa me ha abandonado, algo que usted decidió pasar por encima, restarle importancia. Fue importante para mí. Me abandonó por otro hombre. ¿Qué es una mujer que comete semejante acto, Holmes? Una prostituta. Afilé mi bisturí, me introduje en las callejuelas de Whitechapel y empecé a matar a esa raza demoníaca de mujeres. Elemental, Holmes. Elemental». Esta historia depositaría el Mal en Watson como contracara de Holmes. Quienes tal vez fueran uno solo. Como Jekyll y Hyde. (Este notable cuento —que leí en mi infancia— pertenece a un autor olvidado y hasta difícil de rastrear, Abel Mateo).

Los aportes de Stevenson (que se despreciaba, que era capaz de autodefinirse como una prostituta literaria cuando era, sin más, un genio), de Arthur Conan Doyle (que terminó detestando a Holmes al extremo de matarlo en una historia y tenerlo que resucitar en otra por presión de sus lectores, en «La casa vacía», donde le narra a Watson cómo se salvó de las garras del Profesor Moriarty, un archienemigo que Conan Doyle le opuso con una inteligencia tan brillante como la suya pero al servicio del mal, otra vez Hyde y Jekyll), del brillante doctor Freud o del filólogo Nietzsche, destinado al manicomio devorado por vaya uno a saber qué fuerzas oscuras que, hoy, no obstante, se curarían con una fuerte y adecuada medicación, aunque no hay pastillas para el Mal y, por último, del anónimo Jack el Destripador a la condición humana, no han sido pequeños. Ellos han expresado el lado oscuro de la calle. Todo el poder mediático del entretenimiento, la policía y los manicomios existen para ocultarlo. También las guerras. Porque la mejor forma de librarse del Mal es ponerlo en el Otro. Y luego matarlo.

Filosofía política del poder mediático
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