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Don Francisco de Quevedo Villegas, gracias y desgracias del ojo del culo
Conocí muy tarde los escritos de Francisco de Quevedo Villegas. El hombre era bastante chancho. Pero eran épocas de chanchos. Nada se ahorraba con el propósito de agredir a quien se pusiera en contra de uno. Estamos en el Siglo de Oro español. ¡Bien que fue de oro ese siglo! Ya veremos los gloriosos poemas que engendró, de los cuales los que hizo Quevedo no son, para nada, los menos deslumbrantes. Para dar sólo un ejemplo recurramos al genial Calderón de la Barca (1600-1681), maestro del barroco español, que escribió el poema más perturbador, más moderno, más actual, precursor absoluto del existencialismo. Me refiero, claro, al monólogo de Segismundo de la obra La vida es sueño (1635).
¡Ay mísero de mí!, ¡ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo.
Ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.
Aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido;
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito del nacer),
¿qué más os pude ofender,
para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
que yo no gocé jamás?
Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma,
o ramillete con alas,
cuando las etéreas alas
corre con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
Los versos «pues el delito mayor/del hombre es haber nacido» encierran gran parte de la filosofía del primer Heidegger (Ser y Tiempo) y de casi todo Sartre. Según mi modo de ver, tanto en Heidegger como en Sartre el hombre —al no ser fundamento de sí— está en falta, es carencia. La formación religiosa de Heidegger añade a esto que el hombre llega al mundo en pecado, sin nada que lo fundamente. Llega, además, a un mundo inauténtico, ya que es el mundo del se el que recibe al Dasein. Por otra parte, la queja que plantea Segismundo entre alma y libertad es atinada. Será sobre todo el maestro francés el que hará de la libertad el fundamento del ser. ¿Cómo puede tener menos libertad que un ave un ser que la requiere para realizar su existencia? Sujeto y libertad son sinónimos. (De aquí que el poder mediático apunte sus cargas contra el sujeto. Al poseerlo, aniquila la libertad del receptor.)[1]
Bien, en este Siglo de Oro vive y escribe y polemiza y estorba Don Francisco de Quevedo Villegas, quien es, de algún modo, el poeta del culo. ¿Cómo no recurrir a él en este exhaustivo capítulo dedicado a esa preciada parte de la anatomía humana? Como ya fue dicho y largamente se habrá notado, abundan y abundarán en este importante capítulo las expresiones paganas, reñidas siempre con el gusto y las buenas maneras, que no nos darán el Cielo pero nos hacen lucir distinguidos, recatados y algo idiotas. Entre tantas desgracias que soporté en mi vida (aparte de las del ojo del culo que, al tenerlo, no pude evitar sufrirlas, como, por otra parte, nadie puede), tuve la fortuna de tener un hermano que cargaba con diez años más que yo. O sea, mi hermano mayor. Al serlo, sus amigos también eran mayores. Al serlo, les gustaba unirme a sus tropelías para hacerme hombre, para que creciera macho, como de todo macho dice la partera, y para endurecerme en los trances de la vida y aliviármelos por medio de la experiencia que ellos habían acumulado. También me enteraba —al oírlos hablar y decir sus infinitas gansadas de adolescentes ya crecidos— de giros y expresiones que pertenecían más a ellos y su tiempo que al mío. Así me enteré de que a un personaje que yo conocí como Jaimito ellos le decían Quevedo. Los chistes —al verlos desde hoy, especialmente— eran fatalmente tontos. Por ejemplo: Jaimito, en una reunión familiar, preguntaba: «¿Saben qué tengo entre las piernas?». La madre: «¡Ay, Jaimito, no seas insolente y maleducado!». El padre: «Te vas a ligar una cachetada, mocoso insolente». (Durante esos años darle un mamporro a un hijo era algo esencial en toda buena educación. «A los golpes se hacen los hombres»). Y Jaimito, inocente pero pícaro, decía: «La pata de la mesa». Antes de ser atribuidos a Jaimito, yo sabía por mi hermano y sus amigos que estos chistes se le atribuían a un personaje llamado Quevedo. Nadie sabía quién era el tal Quevedo, pero todos contaban sus chistes llenos de malicia. Por ejemplo: padre y madre se preparan para ir a una fiesta elegante, de gente muy respetable. No tienen más remedio que llevar a Quevedo. Conociéndolo, le advierten: «Mirá, nene, portate bien. Si llegás a decir algunas de tus guaranguerías, te atamos a la pata de la cama y ahí te quedás sin comer hasta que te arrepientas. ¿Está claro?». Ante tan oscura perspectiva, Quevedo decía que sí, que se portaría de lo mejor. Una vez en la fiesta, anda de un lado a otro, un poco aburrido y sin decir palabra. De pronto, llega una señora con una panza in disimulable, como de seis meses de embarazo. Quevedo le dice: «Señora». La señora se inclina ante el dulce niñito: «¿Sí, querido?». Quevedo le señala la panza y dice: «Se coge, eh». Cabe observar cómo la fama (o la mala fama del autor de El Buscón) llegó hasta mediados del siglo XX. Acaso ahora comprendamos mejor que las asperezas de sus textos fueron tan ásperas que se prolongaron a través de los siglos y hasta crearon un niño maléfico con su nombre. Incluso si se busca en Internet «Poema del pedo» de Francisco de Quevedo Villegas (al cabo, si algo rima con pedo es Quevedo), veremos a profesores de literatura recitarlo con enorme seriedad. Y es porque —al margen de lo que he denominado moderadamente asperezas— los poemas y textos de este genio del Siglo de Oro son imperecederos. Como un elemento más agreguemos que Quevedo era de los autores predilectos de Borges, que conocía muy bien el Siglo de Oro español.
Ahí vamos: en el mundo de hoy, en el universo de la culocracia, le cedemos la palabra al poeta del culo. Como hemos dicho, el título del texto es: «Gracias y desgracias del ojo del culo». Tiene una bajada: «Dirigidas a Doña Juana Mucha, Montón de carne, mujer gorda por arrobas. Escribiólas Juan Lamas el del camisón cagado (Don Francisco de Quevedo Villegas)»[2]. Y luego empieza: «No se espantarán de que el culo sea desgraciado los que supieren que todas las cosas aventajadas en nobleza y virtud corren esta fortuna de ser despreciadas della, y él, en particular, por más tener imperio y veneración que los demás miembros del cuerpo; pues, bien mirado, es el más perfecto y bien colocado dél, y más favorecido de Naturaleza, pues su forma es circular, como la esfera, y dividido en un diámetro o zodíaco como ella. Su sitio es en medio, como el del sol; su tacto es blando; tiene un solo ojo, por lo cual algunos le han querido llamar tuerto, y, si bien miramos, por esto debe ser alabado, pues se parece a los cíclopes, que tenían un solo ojo y descendían de los dioses».
Pone en primer término nuestro autor la circularidad del culo como la mayor de sus virtudes. Hay algo que atrae en lo redondo. Tanto Pascal como Hegel (y no sólo ellos) se dejaron fascinar por la circularidad. Para Hegel, la totalidad del saber absoluto era la culminación del sistema y el fin del largo trajinar de la conciencia (en tanto conciencia desgarrada, escindida del ser, eso que Jean Hippolyte llama le malheur de la conscience). Pero este desgarramiento de la conciencia, su desdicha, se termina en el final del camino, ahí donde el sujeto sabe que él es la realidad y la realidad es él. Forman parte de la misma sustancia. La totalización final como culminación del proceso dialéctico. Ahora bien, este proceso es circular. Puede reiniciar su viaje y darse nuevamente su fundamento.
Quevedo Villegas se empeña en la defensa del culo pues se apena de sus desgracias. De modo que apela a condiciones que sólo el culo tiene y ningún otro órgano ni por asomo. Cito: «Lo que dicen del culo (los que tienen ojeriza con él) es que pee y caga; cosa que no hacen los de la cara; y no advierten los cuitados que más y peor cagan los ojos de la cara y peen que no el del culo, pues en ellos no hay sueño que no lo caguen en cantidad de legañas, ni pesadilla o susto que no meen con abundancia de lágrimas, y esto sin ser de provecho, como lo que echa el culo, como ya queda probado»[3]. Entramos aquí en uno de los temas predilectos de Quevedo Villegas en estas cuestiones y sobre los que más se ha desarrollado su ingenio, del cual era príncipe: el pedo[4]. «Lo del pedo es verdad que no lo sueltan los ojos; pero se ha de advertir que el pedo antes hace al trasero digno de laudatoria que indigno della. Y, para prueba de esta verdad, digo que de suyo es cosa alegre, pues donde quiera que se suelta, anda la risa y la chacota»[5].
Y ahora Quevedo Villegas se propone ahondar en el tema del pedo y su relación con la salud. Encontrará en esta virtud casi la posible existencia del ser humano, de un cuerpo sano, que merece y puede vivir. «Es tan importante su expulsión para la salud, que en soltarle está el tenerla. Y así mandan los doctores que no les detengan, y por eso Claudio César, emperador romano, promulgó un edicto mandando a todos, prueba de vida, que (aunque estuviesen comiendo con él) no detuviesen el pedo, conociendo lo importante que era para la salud»[6]. Este fragmento de «Gracias y desgracias del ojo del culo» ha sido autonomizado del célebre y magno «Poema del culo», cumbre del príncipe de los ingenios. Ignoro por qué. Reconozco no conocer tanto del Siglo de Oro español, pero tal vez no poco, pues padecí cursar Española II, en 1964, bajo la inquisitorial (pero no poco efectiva) profesora Frida Weber de Kurlat, a quien, en 1973, un personaje que algo se diferenciaba de ella, la reemplazó en la dirección del Departamento de Letras el poeta montonero Paco Urondo. ¡Qué notable y expresivo signo de los tiempos! La señora de Kurlat nos encajó Siglo de Oro hasta —sigamos al gran maestro— por el ojo del culo. Era mala. O sabía serlo cuando lo creía necesario. No tenía, de gracia, nada. Pero su erudición no era poca. Dado que me odiaba, me martirizó en mi examen final con la Diana de Montemayor, Los trabajos de Persiles y Segismunda y la Galatea cervantinas, obras que poco entusiasmo habían despertado en mí. No El lazarillo de Tormes, cumbre de la picaresca que tengo a mano en mi biblioteca para reírme siempre que ando triste o no tengo nada que escribir, grave situación para mí.
Volvemos a Quevedo Villegas. Lo que está íntegro en este texto en prosa se expresó así en verso:
Es tan importante
el pedo para la salud
que en soltarle
está el tenerla.
Lo leí (hace siglos) en una edición del «Poema del pedo» de una editorial de nombre Carlos Pérez, en una (creo no recordar mal). Antología del humor picaresco. ¿Y qué más picaresco que el «Poema del pedo»? De aquí que emprendamos una breve exploración en torno a esta palabra. Pues Quevedo Villegas ha utilizado la expresión española clásica «pee» y es posible que para muchos sea desconocida. Desearía no sorprender (al menos confieso mi desliz) si recurro a un texto de Wikipedia que encuentro exacto, extenso y riguroso sobre la palabra «flatulencia». (Éste es el título del trabajo). Ahí va, coraje: «Se denomina flatulencia, flato, cuesco, güisque, pedo, peo (vulgar), bufo, cuete, tufo, gas o gufo a la mezcla de gases que se expulsa por el ano con un sonido y olor característicos. Esta mezcla está producida por bacterias y levaduras simbióticas que viven en el tracto gastrointestinal de los mamíferos, y por partículas aerosolizadas de sus excrementos». Adelante, seamos eruditos o al menos conocedores del elemento simbólico fundante del espíritu de la modernidad informática. (Y hasta creo que ya estoy pidiendo excesivas disculpas). Ahí va más y necesaria información: «La palabra “pedo” proviene del latín peditum. En algunos países de Latinoamérica y a menudo en España se le dice “peo”». (La palabra «peo» en Venezuela es considerada también sinónimo de problema, enredo, situación incómoda, discusión, altercado: «En la fiesta de anoche hubo tremendo peo, se pelearon los muchachos»; «préstame algo de dinero que me metí en un peo de una deuda con la vecina», etc.). El Diccionario de la Lengua Española de la RAE lo define como «ventosidad que se expele del vientre por el ano», y contempla otras muchas palabras derivadas.
Y terminamos la cuestión con un texto extenso pero jugoso: la flatulencia en el arte.
Un texto temprano importante es del siglo V antes de nuestra era, Los caballeros, de Aristófanes, que tiene numerosos pasajes de pedos.
En el «Cuento del molinero» de Geoffrey Chaucer (siglo XIV) hay una de las incidencias celebradas del humor de flatulencia en literatura inglesa: «Nicholas levantó rápidamente la ventana y asomó su culo hacia afuera… Entonces Nicholas dejó escapar un pedo con un ruido tan grande como un trueno, de modo que Absolom casi fue arrojado por su fuerza. Pero él tenía listo su hierro caliente y golpeó violentamente a Nicholas en el medio de su culo» (líneas 690-707).
En La ciudad de Dios, san Agustín anota: «Los hombres con tal comando de sus intestinos que puedan tirarse pedos continuamente a voluntad, de manera tal que produzcan el efecto de una canción».
En La divina comedia de Dante Alighieri, en la última línea del capítulo 21 del «Infierno» se lee un ejemplo del uso demoníaco de una función natural del cuerpo: Ed elli avea del cul fatto trombetta («y él había, del culo, hecho trompeta»).
Grobianus et Grobiana, de Friedrich Dedekind, aparecen en Inglaterra en 1605 como La escuela de Slovenrie: «Oh, Cato se dio vuelta de adentro hacia afuera», publicado por R. F. Esta escuela enseñaba a sus estudiantes que contener el deseo de orinar, peer y vomitar era algo malo para la salud. De esta manera, uno tiene que complacer libremente las tres actividades.
Montaigne escribió el capítulo «De los recipientes para descargar el vientre» (en su ensayo La fuerza de la imaginación), que es una discusión acerca de la flatulencia: «Yo mismo conocí uno tan bruto que por cuarenta años utilizó su culo como respiradero principal intermitentemente hasta que murió de ello».
Francisco de Quevedo, en su obra «Gracias y desgracias del ojo del culo», demuestra que el pedo es la base de una salud robusta, si se lo suelta.
En La Tierra (el volumen 15 de la serie Les Rougon-Macquart), de Émile Zola, el hijo mayor de Fouan pee cuando desea y gana concursos por esta destreza.
En Ulises (1922), de James Joyce (1882-1941), el personaje Leopold Bloom se tira pedos en el capítulo de las sirenas.
El cómic South Park presenta dos comediantes, llamados Terrance y Philip, actúan presentando grandes flatulencias que causan una gran ofensa a los residentes de South Park.
En el film Locura en el Oeste, de Mel Brooks, unos vaqueros sentados alrededor del fuego comen frijoles. A los pocos minutos comienzan con una serie de flatos que inundan el aire de la región.
En el film ¡Ay, Carmela!, de Carlos Saura, se representa una comedia. El público, enloquecido, pide al primer actor «¡los pedos, los pedos!» pues es una destreza suya la capacidad de expeler gases. El público delira por esto.
Los elementos fundamentales para elaborar este texto han sido extraídos del Diccionario prohibido de Camilo José Cela (Madrid, Alianza, 1974). (Cela merecía el Nobel sólo por La familia de Pascual Duarte. Lo confieso: leí ese libro siendo un pibe y me dejó devastado, pero con muchas ganas de seguir escribiendo. Son esos libros que te dicen: la grandeza, en la literatura, es posible. Después, sus posiciones políticas han estorbado sus probabilidades pero —en este caso— su exquisitez estilística y el espléndido y hondo conocimiento de la condición humana de la novela que hemos nombrado se impusieron). La otra referencia en que abrevó este trabajo fue el erudito ensayo de Harold McGee, On Food and Cooking de 1984.
Es el momento —algo solemne y sin duda sonoro— en que debemos entregarnos al análisis del poema quevediano del pedo. Es una de esas piezas encantadoras, ya que el que se lo sabe de memoria se luce en algunas reuniones en las que reina el buen ánimo, las ganas de divertirse y tal vez algunos tragos de exquisito vino.
Alguien me preguntó un día.
¿Qué es un pedo?
Y yo le contesté muy quedo:
el pedo es un pedo,
con cuerpo de aire y corazón de viento
el pedo es como un alma en pena
que a veces sopla, que a veces truena
es como el agua que se desliza
con mucha fuerza, con mucha prisa.
El pedo es como la nube que va volando
y por donde pasa va fumigando,
el pedo es vida, el pedo es muerte
y tiene algo que nos divierte;
el pedo gime, el pedo llora
el pedo es aire, el pedo es ruido
y a veces sale por un descuido
el pedo es fuerte, es imponente
pues se lo tira toda la gente.
En este mundo un pedo es vida
porque hasta el Papa bien se lo tira
hay pedos cultos e ignorantes
los hay adultos, también infantes,
hay pedos gordos, hay pedos flacos,
según el diámetro de los tacos
hay pedos tristes, los hay risueños
según el gusto que tiene el dueño.
Si un día algún pedo toca tu puerta
no se la cierres, déjala abierta
deja que sople, deja que gire
a ver si hay alguien que lo respire.
También los pedos son educados
pues se los tiran los licenciados,
el pedo tiene algo monstruoso
pues si lo aguantas te lleva al pozo
este poema se ha terminado
con tanto pedo que me he tirado.
Es una temática rotunda, rústica. No busca refinamiento alguno, agradar a nadie por su elegancia sino por su descaro. Se basa en el culto a la naturaleza más que al espíritu. Esto se acerca al epicureísmo. Heidegger, en su gran trabajo «La frase de Nietzsche “Dios ha muerto”», señala a los epicúreos como grandes negadores de la muerte en su búsqueda de la felicidad terrena. Lo explica Rodolfo Mondolfo: «Y en cuanto a la muerte, que es la disolución de la combinación corpórea a la que pertenece la sensibilidad, ella no existe para nosotros mientras nosotros vivimos, como no existimos nosotros para ella cuando ella sobreviene, porque ya no existe más sensibilidad o la capacidad de sufrimiento. Y de esta manera queda eliminado también todo temor de ultratumba»[7]. Queda claro que los epicúreos habían arribado a este mundo con la voluntad de pasarlo lo mejor posible. Esta negación de la muerte merece el desprecio de Heidegger, pues es la base de la existencia in auténtica. El Dasein es el ser-para-la-muerte y tiene que enfrentar esa condición. Vive su existencia en la modalidad del aún no. Es decir, aún no he muerto. Un epicúreo diría que pasa sus días en la modalidad del aún sí: aún, sí, vivo.
Hay, en Quevedo Villegas, una exaltación del pedo como hecho simple, natural, que a todos concierne y a todos da cotidianamente y asegura la salud. Esta idea de la salud es totalmente opuesta al ideal romántico de la palidez, de la enfermedad en tanto romance sombrío con la muerte. En Amalia, José Mármol habla del gusto estético de su época. Y es el de la piel pálida, suave. La salud la injuria pues la enrojece. Pálidas son Amalia y Florencia Dupasquier, que son, para Mármol, dos creaciones del espíritu. Quevedo Villegas preguntaría: «Escuche, señor Mármol, ¿no se tiran pedos vuestra Amalia y vuestra Florencia?». Mármol lo retaría a duelo. Pero no sólo en el romanticismo. Siempre ha sido oculta la suerte del pedo. La palabra sirve sin sonar bien. Y son muchos los que se asombran de que un poeta como Quevedo Villegas (que tiene poemas de amor y poemas religiosos arrebatadores) se haya divertido livianamente o degradado sin más con estas temáticas. El ideal en el siglo en que Quevedo Villegas vivía era el de la mujer sana, fuerte, entrada en carnes. Nadie podía no aceptar que —de vez en cuando— se echara un pedo. A esa naturaleza —que será negada por todas las instituciones que en todo siglo se encargarán de cuidar la moral— rinde culto Quevedo Villegas.
Rimbaud y Verlaine
Soneto al hueco del culo
Oscuro y fruncido como un clavel violeta
respira, tímidamente oculto bajo el musgo;
el licor del amor todavía lo humedece
y fluye por el leve declive de las nalgas.
Filamentos parecidos a lágrimas de leche
lloran ante el triste soplo que los arrastra
a través de piedritas de abonos arcillosos
hacia el declive que ahora los reclama.
A menudo mi boca se acopla a su ventosa
y allí mi alma, del coito material envidiosa,
cava su lagrimal feroz, su nido de sollozos.
Es la argolla extasiada y la flauta mimosa,
tubo por donde baja el celestial confite.
Canaan femenino de humedades nacientes[8].
El otro famoso texto quevediano sobre esta temática es un soneto:
La voz del ojo, que llamamos pedo
(ruiseñor de los putos), detenida,
da muerte a la salud más presumida
y el propio Preste Juan le tiene miedo.
Mas pronunciada con el labio acedo
[sinónimos: ácido, áspero, agrio]
y con pujo sonoro despedida,
con pullas y con risas da la vida,
y con puff y con asco siendo quedo.
Se encontrará el soneto completo en la edición de Aguilar de las obras completas de nuestro autor, a cargo de Astrana Marín, Obras en verso, p. 181. El «Soneto del culo» no agrega mucho al «Poema del pedo». Sobre todo en hacer del pedo el fundamento de la buena salud de los seres humanos, a quienes si Quevedo Villegas les desea buena salud uno imagina en orgías demenciales consumiendo vino oscuro y dulzón, jugueteando con abierta sexualidad entre polleras de mujeres abundosas, de mejillas, no rosadas, sino de un rojo intenso como el vino que ellas también toman. Parece, o no, no parece, sino que es evidente en el soneto, que Quevedo Villegas pierde toda corrección política, algo que no tenía siquiera que perder porque en su época no existía y menos para él. El título del soneto (y así se lo anuncia) es: «La voz del ojo que llamamos pedo, ruiseñor de los putos». El ojo del culo, según ya largamente sabemos, tiene voz y esa voz es el pedo. ¿Cómo podría sonar el pedo, en tanto voz del ojo del culo, para los putos? Pues como un ruiseñor.
Terminamos aquí con Quevedo Villegas. Para serle leal hay que decir que es un genio de la lengua española, que hemos recurrido solamente a sus poemas paganos, rústicos y abiertamente divertidos. Pero, en los días que corren, el culo ya no es pagano: es el símbolo perfecto de la modernidad informática. El culo del siglo XXI es un elemento con tal poder paralizador e idiotizante que se ha tornado primario en toda política de control social, que es siempre la política del poder. Quevedo Villegas no vivió los tiempos de la jubilosa modernidad culocrática, pero al símbolo de ella lo ha cantado con gracia e infinito ingenio.