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En torno a la palabra «culo»
Hace tiempo que reemplacé el consagrado Diccionario de Doña María Moliner por el Diccionario Salamanca de la Lengua Española. Los motivos son muchos pero aquí, para el tema que nos ocupa, bastará señalar que la señora Moliner casi se desentiende de la palabra «culo», en tanto los próceres del Salamanca no se han privado de nada. A sus búsquedas (y a sus fascinantes resultados) nos entregamos en esta primera parte (heurística) de acumulación de hechos para luego extraer nuestras conclusiones.
En la página 451 del Salamanca aparece la entrada: culo. Primero, la palabra «culo» es de uso coloquial. No es de uso coloquial «trasero», que funciona como eufemismo de «nalgas». También funciona como eufemismo de «culo». Hay muchas personas educadas o escritores púdicos que aún escriben «trasero» en lugar de «culo». O dicen «trasero» para no decir «culo». El primer ejemplo del Salamanca para nuestra palabra es el siguiente: Me caí y me di un golpe en el culo que aún me está doliendo. También se puede decir «ano», que todos entenderán. Pero mejor entenderán si uno dice «culo». Ejemplo del Salamanca: En septiembre me operan de una fisura en el culo. También «culo» puede indicar el «extremo de algunas cosas». Por ejemplo: el culo de un vaso, el culo de una botella o Para partir un melón lo primero es quitarle los culos. Un poco castiza esta última. Pero si queremos eludir lo castizo los argentinos tenemos un ejemplo ontológico: Argentina está en el culo del mundo. Esta frase, sin duda excepcional, supone que el mundo tiene culo. Algo improbable. Pero los mapas se han tramado de una sola manera y desde ya hace demasiado tiempo. No podemos darlos vuelta. Al no poder hacerlo, nosotros quedamos donde todos nos ven: abajo. Y el culo tiene ese lugar y significa —sobre todo— eso: lo que está debajo, también lo oculto, lo lejano. Analicemos la frase «culo del mundo». Quiere decir que no somos el cerebro ni el corazón del mundo. Sino el culo. El culo se relaciona siempre con la caca o —mejor dicho— con la mierda. Un lugar incómodo para estar. Si aceptamos la traducción del señor Rivera (lo olvidaba: de Ser y Tiempo, el gran libro de Heidegger), que propone reemplazar el ser-ahí de la venerable traducción de Gaos por el estar-ahí, tendríamos que la Argentina es el culo del mundo. Propongo que esta frase no ofenda nuestro orgullo nacional, pues el culo se ha convertido en el símbolo más apreciado durante estos tiempos, los de la modernidad informática. Más ofensiva fue una que se lanzó durante el caos de los cinco presidentes y los saqueos y las asambleas y el que se vayan todos de 2001-2002: «Los niños argentinos ya no juegan a la escondida porque nadie los va a buscar». Ya no: al ser el culo del mundo nos hemos vuelto codiciados. Somos el símbolo (geográfico al menos) de toda una época. Muchos se preguntan: si la Argentina está en el culo del mundo, ¿estarán también ahí los mejores culos? Algo que explica poderosamente la llegada de turistas sexuales de todo tipo. Pues el culo expresa la sexualidad de estos tiempos: es ambiguo, lo tiene el hombre, lo tiene la mujer. El culo es bisexual. La vagina y el —digamos por ahora— miembro masculino, no. Son unisexuales, aun cuando los campeones de la sexualidad del todo vale de hoy les puedan imaginar destinos inimaginables.
Puede expresar una estafa: El socio se marchó con todo el dinero y lo dejó con el culo al aire. Los de Salamanca se atreven a más. ¿Qué es «dar por él»? Vulgar: «Hacer una persona el acto sexual con penetración anal». O sea: «dar por el culo». Aquí, los argentinos, también hemos aportado algo, o tal vez mucho, a la ontología del culo. En los tiempos en que apareció el Viagra estaba en un bar con un actor amigo y amigo también de las relaciones sexuales frecuentes. No solía alardear de ellas, de modo que me sorprendió que empezara a hablar de las maravillas del Viagra. Cuando se propuso darme el máximo ejemplo del poder de ese maravilloso infatuador de penes, exclamó casi fuera de sí: «¡Hice culos! ¡Hice culos! No te imaginás el tiempo que llevaba sin hacer culos». No debemos entender por esto que el hombre se había dedicado a la orfebrería de culos, a construirlos. No, hablaba de la penetración anal. Que tiene algunas dificultades. Que la Iglesia condena y llama contra-natura. No en vano los paisanos de nuestras pampas prefieren a las ovejas y no a los perros. Las ovejas están cerca de las amables lubricaciones de los socavones femeninos, de aquí la recurrencia a ellas, pobrecitas. Miguel Briante solía contar (te queremos y nunca te olvidamos, trágico Miguel) un chiste enmarcado en la cultura de la zoofilia. Hay cuatro paisanos dialogando. El tema es el sexo. Tres de ellos ponderan a las ovejas. El cuarto sigue mateando en silencio, triste, metido para adentro. Como amargado. «¿Y usted, don Gómez?». Don Gómez, luego de pensarlo largamente, mueve con pesar su cabeza, y larga, bajito, con voz cansada: «Seco el culo’e perro».
Pero ahondemos en esta cuestión. Había que llegar a ella y aquí estamos. ¿Qué quiere decir el tipo que dice «hice culos»? Un taxista, veterano, sabiondo, me dice: «Sólo un veterano sabe hacerle el culo a una pendeja». ¿Un veterano? ¿Requiere el sexo anal esa experiencia que sólo da la vida? No sé. Tampoco sé, por ahora, qué es «hacer un culo». Ante todo, la expresión es poderosamente machista. La mujer, al culo, ya lo tenía. Penetración anal o no, lo tenía y sin duda lo seguiría teniendo. No, la cosa está en otra parte. «Hacer» el culo expresa una posesión total. La penetración masculina es tan efectiva que le da vida a ese culo que ahí estaba, sereno, sin propósito alguno. Que no era. El culo es cuando es penetrado. La penetración hace ser al culo al darle un sentido, que sin la penetración no tendría. También el penetrador adquiere cualidades reservadas sólo a lo divino. Si Dios creó el mundo en seis días, el penetrador anal crea (hace) un culo en —digamos— poco menos de media hora. «Hacer» el culo clama también por la rudeza, por la brutalidad del macho. Aquí hay un juego fascinante. Porque «hacer el culo» es —al posesionarse el macho de la hembra— «romper el culo». «Le rompí el culo» se dice con tanto orgullo como «le hice el culo». El culo, a la vez que se hace, se rompe. La creación (hacer) y la destrucción (romper) expresan el mismo acto. Es el hombre el que se siente dueño de la situación. La mujer, aquí, es más pasiva. No tiene la movilidad que otras posiciones le permiten. De aquí que «le hice el culo» o «le rompí el culo» expresan el triunfo del macho, su posesión del objeto hembra. No es casual que sean frases que se dicen en conversaciones entre hombres. Raramente una conversación entre hombres otorgue un papel sustantivo a la mujer. La mujer es lo Otro. Al serlo, el hombre postula la imposibilidad de comprenderla. «A las minas no las entiende nadie». Hay una vieja película con Henry Fonda: El hombre que entendía a las mujeres. Se trata de alguien con poderes especiales. Porque entender a las mujeres es imposible. Al no entenderlas, hay que poseerlas. Poseerlas es hacerlas. El hombre termina siendo el hacedor de algo que no entiende. No es vana la relevancia de la posesión anal. En ella, el hombre hace y rompe el culo de la mujer. Es la cumbre de su poder sexual. No es casual que las mujeres que quieren deslumbrar a los hombres les exhiban eso que más viriles y poderosos los hace sentir. El culo. Hemos llegado, así, a uno de los fundamentos de la culocracia. Los culos que muestra Tinelli son los que el pobre tipo que los mira por televisión querría hacer-romper. Te mostramos, desdichado, lo que más hombre te haría. Por eso es imposible para vos. Estos culos maravillosos son para los poderosos de este mundo. Que pueden, ante todo, comprarlos. Al comprarlos, ya los poseen. La posesión se da al adquirir el culo en tanto mercancía. El hombre de poder hace-rompe el culo comprándolo. El valor de cambio le entrega la mercancía. El valor de uso puede ejercerlo o no. Al comprarla, esa mujer ya es suya. La ha poseído como nunca nadie lo ha hecho antes.