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El ciudadano y el poder mediático en el cine
Excede nuestros propósitos para este libro un análisis pormenorizado del film que ahora abordaremos. Ya hemos hablado —además— no poco de Orson Welles, el Wonder Boy de Hollywood. Se trata de un personaje de enorme atractivo. Ególatra, artista extremadamente dotado, hombre de poderosa voluntad, ambicioso hasta los confines infinitos de la ambición, neurótico, egoísta, siempre en guerra con su cuerpo, con esa gordura que nunca derrotó, que enfrentó con escasa voluntad y terminó haciendo de él casi un inválido, con esa nariz de cerdito, la coherente, impecable nariz que todo gordo debe tener, una nariz que le impedía componer una máscara trágica, respingadita, insignificante, una nariz que lo condenará a transformarla en otra siempre que quiera abordar un personaje oscuro, tramado por las complejidades, por las contradicciones, devorado y devastado por ellas, tal como tendrá que hacerlo más tarde Tony Curtis, un liviano comediante con nariz Welles, que tal como el Genio deberá rellenarla, volverla sanmartiniana, o imitar la de Charlton Heston, cosa que hará en Fuga en cadenas y en El estrangulador de Boston, pero Curtis nunca quiso ser Welles, sólo había ido a Hollywood a ganar dinero y tener sexo salvaje con las mejores hembras (cierta vez se encerró con Marilyn Monroe en un motel durante dos semanas: «Cogimos como conejos», comentará años después desdeñando el respeto que se le debe al pudor de una dama), en cambio Welles: ¡tener que envidiarle la nariz a Charlton Heston!, y así se deslizó hasta el fin de sus días, convenciendo a todos de que seguía siendo el genio de siempre pero las asperezas de la industria se lo impedían. Tuvo legiones de seguidores. Y aún las tiene. Aún muchos creen que Welles fue un genio y que El ciudadano es la mejor película que jamás se haya hecho. Y que si después no hizo nada no importa. Será porque no necesitaba demostrar más. Pero un artista verdadero no crea para demostrar nada, crea porque no puede evitarlo. Porque, si se queda quieto, se seca. Y si se seca, se muere. El arte es como la voluntad de poder de Nietzsche: conservación y crecimiento. Si el artista se conserva en lo que ya creó, morirá. Para conservar lo que hizo tiene que seguir creciendo, seguir creando. Esa imposibilidad de vivir sin crear es el sello del verdadero artista. Su devenir. Un artista deviene porque su voluntad de poder, en el arte, siempre le pide que la alimente, que siga adelante, que no repose, que no crea que ya cumplió, porque sería como creer que cumplió con la vida, y con esas dos cosas no se cumple nunca, ni la vida ni el arte se detienen. Si se detienen, mueren.