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Todos tenemos un soldado debajo de la cama
Que, en su libro, no se priva de nada. Si recurriéramos a las livianas categorías de pesimismo/optimismo, debiéramos decir que su libro es muy, pero muy pesimista. Y que su conclusión —expresada en la última de sus líneas— es escalofriante. Porque ahí, el enemigo que nos muestra su rostro ya no es el imperio bélico comunicacional, sino Julian Assange y los suyos, que no son más que dos o tres. Más no pueden ser: ¿para qué quiere sumar gente una elite tecnológica? Dice Assange (en ese diálogo que sostiene con Jacob Appelbaum, Andy Müller-Maguhn y Jéremie Zimmerman y que es el contenido total de su libro Cypherpunks): «Ahora existe una militarización del ciberespacio, en el sentido de una ocupación militar. Cuando te comunicás con alguien a través de Internet, cuando te comunicás a través del teléfono móvil, que ahora está entrelazado a la red, tus comunicaciones están siendo interceptadas por organizaciones de inteligencia militar. Es como tener un tanque en tu dormitorio (…). Todos estamos bajo una ley marcial en lo que respecta a nuestras comunicaciones, simplemente no podemos ver los tanques pero están. Tanto es así que Internet, que originalmente se planteaba como un espacio civil, se ha convertido en un espacio militarizado (…). Así que, de hecho, nuestras vidas privadas han entrado en una zona militarizada. Es como tener un soldado debajo de la cama»[28]. Y más adelante define —de un modo irónico— al teléfono móvil. No pienso entrar en esta temática. Confieso que me produce cierto pavor ver a tanta gente atrapada por los tentáculos de la telefonía celular. Ahora uno habla con un amigo y si ese amigo tiene alguna empresa se la pasa recibiendo y enviando mensajes desde su telefonito a otro que está tan enajenado y loco como él. El «mensaje de texto» ha pasado a ser el modo de comunicación más intenso entre un ser humano y otro. Uno le pide que abandone ese teléfono y retorne a la conversación «que, hasta que sonó ese aparatito, estábamos teniendo». Las conversaciones han muerto. Hay amigos a los que no veo desde hace años y también desde hace años no les escucho la voz. Creo que ya no podría reconocerlos. Esos deditos veloces que todos accionan sobre el aparatito enajenante parecieran destinados a un piano Steinway y a la interpretación de alguna sonata de Beethoven. No, se están comunicando. Todos se comunican. El teléfono móvil se apropió de su usuario. Que lo pone debajo de su almohada porque, si no, no puede dormir. Si suena, se despierta y atiende. Todo lo que sale del aparatito es muy importante. Esa importancia no proviene del mensaje, sino del medio. Aquí sí: el medio es el mensaje. Este mecanismo es un mecanismo de inercia. En sus inicios, un celular era para necesidades importantes, de cierta urgencia. Hoy es para cualquier pavada. Pero, el usuario aún cree o quiere creer que todo lo que surge de ahí es imperioso. En medio de este mundo idiotizado, que marcha al acaso sin ningún sentido trascendente, todo es, sin embargo, imperioso. Cada uno le pone a su aparatito-neurosis una música que le resulta divertida o ingeniosa o cree que lo representa o que sus amigos dirán: «¡Qué bueno, qué ingenioso estuviste!». Se lo dirán por medio de un mensaje de texto, claro. Muchos —pero en serio: muchos— ponen la música de Bernard Hermann para el film de Alfred Hitchcock Psicosis. Los agudos de las cuerdas para la escena del crimen en la ducha. ¿Qué significará esto? ¿Alguien hallará placer en un aparatito que cada minuto hace sonar una música que recuerda un asesinato feroz? Assange dice, entonces, de la telefonía celular: «El teléfono móvil es un dispositivo de rastreo que también permite hacer llamadas»[29]. Más claro, agua. (Es una frase hecha: ya no existe el agua clara. Todas las aguas están contaminadas o en proceso de estarlo. Pero el progreso es así. Nada lo detiene).
Uno de los amigos que dialogan con Assange se dispone a enunciar el punto más importante que habrá que tener en cuenta en esta nueva situación mundial: «Que la Agencia de Seguridad Nacional y Google se han asociado en el asunto de la ciberseguridad por razones patrias de defensa nacional»[30]. Por fin, Assange decide explayarse y clausurar el diálogo y, por consiguiente, el libro. Plantea que «un escenario pesimista también puede ser bastante probable, y que el Estado de vigilancia transnacional y las interminables guerras teledirigidas se ciernen sobre nosotros»[31]. Hay que reconocer que sí, que ese escenario es marcadamente pesimista. Assange penetra en un recuerdo algo lejano o cercano (no importa mucho) pero que gira en torno a una rata. Sí, leyó bien. ¿Qué hizo de excepcional esa rata de Assange? La cosa ocurrió en el teatro de la Ópera de Sidney. «La Ópera de Sidney (describe Assange) es un lugar precioso por la noche, sus grandiosos interiores y las luces refulgiendo sobre el agua y en el cielo de la noche. Al cabo de un rato salí a tomar el aire (…). Y luego volví la vista hacia el interior del edificio a través de los robustos paneles de cristal del frente, y allí, en medio de aquel solitario refinamiento palaciego, vi una rata de agua que había logrado colarse en el interior del teatro de la ópera y que correteaba sin tregua ni dirección encaramándose a las mesas cubiertas con delicados manteles de lino y comiéndose el menú del teatro de la ópera, y luego la vi saltando al mostrador de los tickets y pasárselo realmente en grande»[32]. Afirma, entonces, que ése habrá de ser el escenario que nos traerá el futuro[33]. «Una estructura sumamente cerrada (…) y dentro de esa increíble complejidad un espacio donde sólo las ratas más listas pueden entrar»[34]. Aquí uno empieza a preocuparse. ¿Quiénes son, Julian, esas ratas tan listas? Se dedica ahora a describir el futuro. Que, según parece, ya vino, de modo que no lo esperamos más. «Todas las comunicaciones serán vigiladas, permanentemente grabadas, permanentemente rastreadas, cada individuo en todas y cada una de sus interacciones será permanentemente identificado como tal individuo por este nuevo Establishment, desde su nacimiento hasta su muerte (…). La vigilancia masiva se aplica desproporcionadamente sobre la mayoría de nosotros, transfiriendo poder a aquellos inmersos en un plan que, pese a todo, creo, tampoco les permitirá disfrutar gran cosa de este nuevo mundo feliz. Este sistema además coexistirá con una nueva raza de armas teledirigidas que eliminarán las fronteras claramente definidas que hoy conocemos (…). ¿Cómo puede una persona normal ser libre en un sistema como ése? Simplemente no puede. Es imposible. No digo que exista un sistema en el que se pueda ser completamente libre, pero las libertades que biológicamente hemos adquirido, y las libertades que hemos conquistado socialmente, serán eliminadas prácticamente en su totalidad»[35]. ¿Adónde va a parar esto? Todo está cerrado. No hay margen alguno para la libertad. El sistema de dominación instaurado no tiene fisuras. Al menos para las «personas normales» que quieren ser libres. ¿Qué propone Assange? La salvación está en las ratas. Pero ¿quiénes son las ratas? «De modo que (confiesa: ¡y qué confesión!), creo que las únicas personas capaces de conservar la libertad que teníamos, digamos, hace veinte años (…) son aquellas que posean una gran formación en los entresijos de este sistema. Sólo una elite rebelde y altamente tecnificada podrá ser libre, esas ratas libres que corretean por el teatro de la ópera»[36].
Tal vez hayamos entendido incorrectamente. Sin embargo, la frase «Sólo una elite rebelde y altamente tecnificada podrá ser libre» no acepta demasiadas «lecturas». Lo peor que se le puede añadir a la teoría de la vanguardia es la soberbia (consolidada) del saber tecnológico. Dentro de la teoría del foco o dentro de la teoría de la vanguardia en Lenin y hasta en Mariano Moreno o los Montoneros, eso que autorizaba a determinados militantes a constituirse en vanguardia era el conocimiento superior que tenían de ciertas cosas esenciales. Ese conocimiento los volvía superiores a los otros y autorizaba su liderazgo, su jefatura. La vanguardia establece un desajuste, un orden jerárquico que quiebra la horizontalidad de las organizaciones populares. La vanguardia, incluso, trabaja desde afuera. El mismo saber que la autoriza a liderar a los demás la diferencia de ellos. Tanto, que no comparte el mismo estamento ontológico-político. La vanguardia postula de sí que posee el conocimiento de las leyes de la historia; algo que las masas, no. Ha podido funcionar así hasta que se reveló que no existían esas llamadas «leyes de la historia». La historia no tiene leyes y el mejor modo de acercarse a su materia prima es acercar libre y atentamente el oído y la sensibilidad hacia —por decirlo así— el corazón de las masas. A ninguna vanguardia le ha ido bien. Lo que creían conocer no existía. Al creer conocer algo que no existe actuaron siempre en el vacío o fuera de la historia, de su materia áspera, concreta, azarosa y hasta lúdica, nunca predecible. Trazaron sueños en el vacío. En la soledad. En el aislamiento de su soberbia.
Creemos que la propuesta de Assange es peor. Los únicos —dice— que podrán ser libres son «aquellos que posean una gran formación en los entresijos de este sistema». O sea, Assange y los suyos. Los que conocen los secretos, no ya de la historia, sino del sistema informático. ¿Es ésta la elite científico-tecnológica sobre la que había alertado Eisenhower? Recordemos sus palabras: Sin embargo, con todo el respeto que merece y debe tener la investigación científica, también debemos estar alertas frente al peligro igual y opuesto de que la política pública pueda caer cautiva de una elite científico-tecnológica. Assange quizá no posea muchos conocimientos de filosofía política y no haga una evaluación precisa de lo que acaba de decir. De las palabras con que dio fin a su libro. Porque sí: ésa es la frase final. Y todos sabemos que la última frase, la que un autor prioriza para cerrar un libro tiene una importancia de inevitable relieve. ¿Entonces? ¿Acaso piensa el niño brillante ponerse al frente de todos los ignorantes de este mundo y liderarlos? No, ni esa esperanza hay. Assange postula que sólo habrá libertad para la elite. De los demás nada dice. O sí: que sucumbirán a los designios del sistema. Nadie duda de que él y sus dos o tres amigos han tenido una sólida formación en las entrañas del sistema. Por eso son únicos, irreemplazables. También hombres como Manning y Snowden. Conocen al Monstruo por dentro. Por eso son creíbles. Son creíbles hasta para los norteamericanos. Vean, estos tipos no son terroristas, no son comunistas, no son populistas-estatistas-sucios latinoamericanos como ese indio de Evo Morales al que con justo derecho se le negó todo y se lo trató mal ante la sospecha de colaborar con el terrorismo. No, éstos son blancos. Son patriotas que han trabajado para la CIA. ¿Y si los pagaron los terroristas? Es posible. Pero no se sacarán tan fácilmente el problema de encima. El ciudadano medio norteamericano es asediado por la duda. ¿Y si le están mintiendo? ¿Y si es cierto lo que estos tipos dicen? Entonces, ¿por qué mueren los children soldiers —soldados-niños— en ese horrible e indescifrable frente de batalla?
Hay un video en Internet en que se interroga a niños que andan por los diez años. Se les pregunta: «¿Por qué estamos en Irak?». Todos vacilan. Buscan algo, una palabra al menos. Por fin, dicen: Freedom. Todos dicen Freedom. Ni siquiera democracy. Sólo freedom. ¿Qué dirán si siguen apareciendo los Manning, los Snowden, los Assange? Cuando algo empieza, el efecto dominó es siempre inevitable. Al dar Rusia asilo político a Snowden se volvió a hablar por primera vez de un «retorno a la Guerra Fría»[37].
Pero, del modo que sea, los norteamericanos están alarmados. La fuga de técnicos en informática de las entrañas de su poder es altamente peligrosa. Sus revelaciones pueden mermar la fe del pueblo en las causas de las guerras del Complejo Militar-Industrial. No hay poder mediático que frene eso. Para la gente, el poder mediático es independiente de la CIA. No así Snowden y Manning. Éstos tienen que saber la verdad porque la saben desde adentro. Alguien como Bill Maher estaría menos preocupado que la CIA: «Los americanos (declaró en el programa del republicano cuasi o no cuasifascista Bill O’Reilly, un tipo apenas un poco más despierto y algo más perverso que Glenn Beck) son estúpidos». Bill Maher es un stand-up comedian demócrata, ácido y muy inteligente. Dice cosas terribles sobre Estados Unidos y las dice ahí, en el mismísimo país. La CIA lo deja. Acaso uno de estos días lo mate. Pero difícil. No deben tener esa orden. Estados Unidos no es un imperio torpe en estas cuestiones. Quieren criticar, critiquen. Quieren hacer películas inteligentes y pacifistas como In the Valley of Elah, háganlas. ¿O no hizo Arthur Miller Las brujas de Salem en las narices de McCarthy? No somos nazis, caramba. Somos una democracia[38]. Pero esa democracia sabe que no puede admitir ciertas cosas. No en vano es una democracia con demasiados secretos, y la mayoría inconfesables. Una democracia que invade países, mata y tortura. Todo mientras sus ciudadanos repiten como zombies: Freedom, freedom, freedom. ¿Por qué el zombie se ha transformado en el gran protagonista de los videogames? ¿Por qué hay cada vez más películas sobre zombies y menos sobre vampiros?
Me pesa no haber podido penetrar, en este trabajo, en el mundo de los videogames. Son horribles. Son repugnantes. Son la apología de la muerte. Los otros son meramente blancos móviles. O zombies o talibanes. El que juega dispone de un arma de alta precisión. Todo el tiempo le aparecen esos blancos. Todo el tiempo debe matarlos. Por cada uno que mata suma puntos. El juego es adictivo. Para sentir eso hay que hacer la experiencia. La experiencia —si la planteo como insustituible— llevará a cada uno a descubrir the beast inside me[39]. No miren de lejos (si ya no son jóvenes o se consideran alejados de esas truculencias) los videogames de hoy. Me refiero —insisto— a los de hoy. Agarren el arma. Esperen a que aparezcan los enemigos. Y hagan fuego. Sentirán algo extraño al ver cómo revientan. Cómo la sangre estalla desde sus cuerpos hacia el exterior, exageradamente, hacia el espacio sideral. Eso les dará más placer. Todos somos buenos, racionales, estamos contra la guerra, contra la apología de la muerte. Pero algo demoníaco tienen esos juegos. Mate a un horrible zombie y lo verá. De aquí que Snowden le diera ese video a Assange. No hay más que oír los comentarios de los soldados. Son fríos, precisos, matemáticos. Se trata de hacer fuego en el momento correcto. Sólo así se matará al oponente. Cuando disparan y hacen blanco perfecto, se les oye proferir un grito o un rugido de alegría. Uno menos. ¿Dónde hay más? Para estos mercenarios que sólo ven pequeños seres desde un helicóptero poderoso, todo sigue siendo un videogame. Hay una continuidad asesina entre el videogame y el helicóptero mercenario. En los dos se mata sin pasión. Para sumar puntos.
Vamos, haga la prueba. Entre en el siglo XXI. Uno de los peores y más venerados se llama: Killzone: Shadow Fall Gameplay. Apenas se inicia, un cartel al pie del video le dice dónde y cuándo sucede: Vekta City 2381, USA Headquarters. Mienten: eso no pasa en 2381. Pasa hoy. Hoy quieren que usted se sienta un asesino. Cómo es matar. Qué se siente al hacer lo que ellos hacen. Si no lo hace usted, lo hará su hijo. ¿Qué va a hacer? ¿Le va negar jugar con los videogames? Claro que no. ¿Qué va a decir mañana en el colegio? ¿Qué es un tarado? ¿Un sometido por sus padres?
Vamos, coraje: comprenda a su hijo. Es un joven de hoy. Los videogames son una de las más grandes y macabras y tétricas y perversas creaciones del poder mediático. Póngase donde está su hijo gran parte del día. Conviértase en un asesino. Asústese: le gustará. Total, es un juego. Mañana, en cualquier coyuntura fatídica de su vida, le resultará más sencillo llevarlo a la realidad. ¿No se compró un revólver para proteger a su familia, no se compró un revólver por esa zarandeada cuestión de la seguridad? Iba en un taxi con una amiga. Le comenté que los ocho tiros que un periodista le tiró a un delincuente eran muchos. Que después de cuatro, los restantes ya entraban en una zona patológica. El taxista (ya sé que no todos son así, pero ¡cuántos son así!), sin que nadie lo invitara a meterse en la conversación y dar su opinión, exclamó: «¡Yo le hubiera metido 500 tiros!».
Pero los videogames no exageran ni inventan la realidad. El horror es real y existe. (Aunque figuren en este texto las palabras «real» y «realidad», no me refiero al uso que hace Jacques Lacan de esos conceptos. No son suyos. Podríamos decir —y lo diremos— que para nosotros «lo real» no es esa especie de noúmeno que Lacan toma de la Crítica de la razón pura. El horror es real y está en la realidad. No establecemos diferencias ni hacemos conceptos de esas dos palabras. Pero —por supuesto— no somos «realistas». Creo que tenemos una visión más actual y compleja de la que Lacan tenía de la realidad. Si para él, la «realidad» era el espacio de lo simbolizado, nosotros preguntaremos: ¿quién simboliza la realidad? La simbolización de la realidad es también una de las obras esenciales del poder mediático. El «signo» —hoy— son los carteles de propaganda de las corporaciones multinacionales que cubren las paredes de las ciudades. Volveremos sobre esto, pero queríamos plantearlo desde aquí. Si Lacan se hubiera preguntado qué poder —o sencillamente «quién» simboliza la realidad— habría sido verdaderamente un pensador filosófico-político. Tampoco Heidegger se preguntó quién interpreta ese mundo que nos recibe «ya interpretado». De acuerdo, pero no todas las interpretaciones son iguales. El Dasein vive en «estado de interpretado» y vive «bajo el señorío de los otros». ¿Quiénes son «los otros» bajo cuyo señorío vive el Dasein? El ser humano no habla un idioma, es hablado por él. De acuerdo, pero ¿qué idioma habla al ser humano? Ante todo, ¿el del colonizado o el del colonizador? Esa ceguera —o ese desdén— ante la política marca el pensamiento de estos filósofos).