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Publicidad y mercancía
Volvemos a Heidegger. Buscamos articular sus descripciones fenomenológicas del mundo «inauténtico» del Berlín de Weimar con la pasión nacionalsocialista por la tierra. Había algo que Heidegger no veía y nunca quiso ver o interpretó de un modo benévolo, tan benévolo que purificaba las relaciones del nazismo con la técnica. En tanto él se entregaba a la exaltación, a la reverencia de la tierra pura de la pura Germania, del mundo campesino como símbolo de la pureza, los nazis, que compartían ese criterio, se armaban simultáneamente para la guerra. Hitler vio claro que sin un poderío técnico-bélico formidable no podría llevarse a cabo ese panteísmo rural que depositaba en la tierra y en la pureza de la sangre los derechos nacionalsocialistas de conquista del mundo basados en la superioridad del ario puro. De modo que se lanzó a negociar con todo el universo capitalista. Y éste, precisamente éste, es un momento de la historia para comprender el capitalismo. Todos querían frenar la ola roja. Hitler no era un enemigo. Era un temperamental dispuesto a frenar el comunismo. Así, héroes como Charles Lindbergh (el célebre aviador que cruzó por primera vez el océano Atlántico —¡y que el buenazo de James Stewart hizo en cine en una película que lo glorificaba!— y célebre también por el rapto de su hija), Henry Ford, el pianista chileno Claudio Arrau, las grandes empresas petroleras norteamericanas y los Krupp de Alemania se pusieron a sus órdenes. Poco le habrá importado al Führer uno que otro concierto de Arrau, aunque le daba prestigio y esto nunca lo desdeñó el nazismo, que fue un movimiento radicalmente cultural, con un enfoque propio, particular de la cultura de Occidente que practicó de modo incesante. (La Orquesta del Reich, la Filarmónica de Berlín, que condujo el superlativo, el impar Wilhelm Furtwängler, fue decisiva en el encuadre cultural nacionalsocialista. A Furtwängler lo sucedió o se alternó con él Herbert von Karajan, dos geniales batutas, dos músicos como hubo pocos en el siglo XX). Henry Ford (autor de ese libelo antisemita llamado El judío internacional) le entregó al Führer todo cuanto le fue posible para su maquinaria bélica. Hitler lo condecoró con la Gran Cruz de la Orden Suprema del Águila Alemana. La General Motors no se privó de hacer algo semejante: «En el momento de estallar la guerra, GM y Ford controlaban el 70% del mercado automotor alemán y rápidamente se reconvirtieron para proveer material bélico al ejército nazi (…). Cuando Hitler llegó al poder en 1933, los acuerdos suscritos por la Standard Oil e IG Farben continuaron, y gracias a ello los alemanes obtuvieron las patentes esenciales para el combustible de aviación (…). Paradójicamente, el producto con el cual los bombardeos sobre Londres fueron posibles, fue remitido a Alemania desde la subsidiaria inglesa de la Standard Oil. La Standard Oil también proveyó al Japón de ese estratégico componente»[26]. Importa señalar que —en ese momento— no había ningún enfrentamiento entre el Occidente libre y cristiano y la barbarie nazi. Es como Kissinger con Videla. Le podría haber dicho: «Usted es un carnicero, general. Lo sabemos. Nosotros somos democráticos y no hacemos pactos con carniceros». Pero aclaró: «Siempre y cuando no nos quede más remedio. Siempre y cuando estén, como está usted, al servicio de los intereses de los Estados Unidos de América. Mate a todos esos comunistas. Cuenta con nuestro respaldo»[27].
A Hitler le dijeron lo mismo: «Führer, ¿qué necesita para frenar a los rojos? No queremos que Alemania caiga en esas manos. Puede ser peligrosísimo para las democracias occidentales y la causa de la libertad. Usted tiene un estilo que, en fin, no es el que más nos agrada. Es un poco frontal. Pero aquí, en Alemania, lo tenemos a usted. Usted tiene esa misión y nosotros estaremos a su lado. Además, haremos buenos negocios».
Entre tanto, Heidegger pastoreaba por la Selva Negra. Le llega una proposición incómoda: le ofrecen el rectorado de la Universidad de Berlín. ¡Berlín, el tumultuoso reino del pecado y la in autenticidad! El filósofo duda. Camina de un lado a otro. ¿Cómo obtener una certeza indubitable? Sabe la respuesta: en la tierra, en los hombres que trabajan la tierra, en los campesinos, en la pureza de sus almas incontaminadas. Hacia ellos se dirige. Luego escribirá un texto axial en su producción, definitivo para comprender sus opciones políticas y la visión que tuvo del cosmopolitismo berlinés, de la existencia in auténtica y de una de sus expresiones más paradigmáticas: la publicidad. El texto lleva por título: «¿Por qué permanecemos en la provincia?». Queremos señalar claramente desde dónde hace su crítica Heidegger para luego decir que eso no la invalida. Atención: cuando Heidegger escribe Ser y Tiempo ni se ha acercado al nazismo. (Lo ha hecho, desde muy temprano, su esposa: Elfride Heidegger, mujer profundamente antisemita. Había escrito panfletos para las SA de Ernst Röhm). Su repulsión por el cosmopolitismo de Weimar coincidía con el de los oficiales nazis, pero él lo hacía desde una concepción ontológica: ese cosmopolitismo era la imposibilidad del estado de abierto al Ser. De modo que vayamos con cuidado. Que no se crea que las valiosas reflexiones de Heidegger sobre el mundo de la in autenticidad eran las de un simple nazi. No, no lo era cuando las hizo. Nada les quita su densidad. En cuanto al ofrecimiento de la Universidad de Berlín, lo rechazó. Pero antes hizo sus consultas con los hombres que atesoraban la sabiduría de la tierra: los campesinos. Otra vez recurrimos a un texto nuestro: «Esta faceta campesina fue una de las más señaladas características nazis de Heidegger». El orgullo de permanecer «en la provincia» lo constituía. Su cercanía, su contacto con los campesinos le daba la certeza de la autenticidad. «En el Reich de Hitler (escribe Theodor Adorno), Heidegger rechazó un llamamiento a Berlín (…). Él lo justificó en un artículo titulado “¿Por qué permanecemos en la provincia?”». (Theodor Adorno, La ideología como lenguaje, Taurus, Madrid, 1971, p. 68. Hay una nueva edición de Akal, en la cual este ensayo de Adorno que, en verdad, se llama La jerga de la autenticidad, acompaña a la Dialéctica negativa). El texto es célebre y exhibe la pasión rural de Heidegger como pocos. «Cuando en la profunda noche de invierno se desencadena una fuerte cellisca que sacude la cabaña, cubriéndolo y envolviéndolo todo, entonces es el alto instante de la filosofía». (Ibid., p. 68). Sigue la cita: «Y la actividad filosófica no transcurre como la apartada ocupación de un tipo raro, sino que está en el centro del trabajo de los campesinos». (Ibid., p. 69). Bien, reflexionemos sobre este punto: ¿necesita un campesino emitir una opinión? ¿No es todo él mucho más que una opinión? El que necesita de las palabras es el hombre de la ciudad, el hombre de la impureza que requiere justificarse. El campesino está en la tierra y la autenticidad reside ahí. Heidegger, por las tardes, se acerca a los campesinos. Lo hace cuando descansan. Se sienta junto a ellos en la mesa del rincón, ante la estufa «y entonces, en general, no hablamos nada; fumamos en silencio nuestras pipas». (Ibid., p. 69). Se produce el llamamiento de la Universidad de Berlín. Heidegger debe hallar una respuesta. (Esto es anterior al rectorado en Friburgo). ¿Dónde encontrarla? Sólo hay que prestar atención a lo que dice el entorno de su cabaña. «Escucho lo que dicen las montañas y los bosques y las casas de labranza. Voy a ver a mi viejo amigo, un campesino de 75 años. Él se ha enterado por los periódicos del llamamiento a Berlín. ¿Qué dirá él? Introduce lentamente la segura mirada de sus claros ojos en la mía, mantiene la boca rígidamente cerrada, me pone sobre el hombro su fiel y circunspecta mano y mueve la cabeza de un modo apenas perceptible. Esto quiere decir: inexorablemente ¡no!»[28].
Heidegger permanece «en la provincia». Fue desde ahí que en Ser y Tiempo describió con eficacia aún vigente la impropiedad (la existencia en la modalidad de lo no-propio) del hombre de las grandes ciudades. Ese hombre vive constituido desde afuera. Lejos de ser un sujeto constituyente (ante todo, de sí mismo) es un sujeto constituido. ¿Qué es lo que constituye desde afuera a este sujeto y lo condena a vivir en el modo de la impropiedad? Habrá que verlo. (No se pertenece a sí mismo, ¿a quién le pertenece entonces? ¿No nos estamos acercando al sujeto-Otro?). Vive bajo «el dominio de los otros». Vive sometido por las «habladurías» y por la «avidez de novedades». ¿Quién crea incesantemente «la avidez de novedades»? La publicidad. En sus dominios —basados todos en la manipulación— brillan la mentira, el deslumbramiento mentiroso, la promesa imposible y mil cosas más. La publicidad le es esencial a la mercancía. Pero esto lo veremos por medio de Marx. ¿Qué sistema de producción se esconde detrás de una publicidad de Yves Saint-Laurent? ¿Qué contrato de trabajo, qué salario, qué plusvalía hay detrás de la espléndida imagen de Charlize Theron caminando hacia cámara y despojándose de sus joyas hasta quedar semidesnuda porque lo único que le importa es llevar encima su perfume Yves Saint-Laurent? ¿Y si detrás de esa trusa y ese soutien que exhibe Araceli en sus ratoneantes carteles callejeros hay un galpón donde se realiza trabajo esclavo? De saberlo, ¿veríamos esa propaganda de la misma manera la próxima vez? Eso es lo que oculta —esencialmente— la mercancía. Araceli también es una mercancía. Un producto. Suele decirse: «se produce». Pero su trusa y su soutien ocultan con su brillo (y con el brillo del bello cuerpo al que se adosan) las condiciones sociales de producción. En las prendas, en el mundo textil, esas condiciones son las de la esclavitud. En pleno siglo XXI ha revivido la opresión feudal de los siervos de la gleba.