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Oriente y el viento
Retornemos sobre el amante furtivo que buscaba la invisibilidad. Podemos reírnos del más efectivo consejo que entrega Vatsyáyána. Podemos reírnos de la invisibilidad, aun cuando el muy racional H. G. Wells diseñó a un hombre invisible y su tragedia: no poder ser visible otra vez; serlo al costo de morir. Pero eso es ciencia ficción. Un concepto perfectamente preciso, adecuado. Occidente puede delirar, pero desde la ciencia. Sin embargo, ¿acaso no son invisibles los hombres de Oriente? ¿Alguien, de no ser así, podría explicar por qué el más grande imperio de la historia permanece varado en esos territorios? ¿Qué es lo que no consigue derrotar? ¿Qué es lo que no consigue entender? ¿Por qué tantas cosas le son inextricables, definitivamente invisibles? Porque enfrenta a guerreros huidizos pero letales, elusivos, invisibles para su mirada, visibles entre ellos. ¿O no fue invisible el mismísimo Osama Bin Laden? ¿Alguien lo vio morir? ¿Alguien cree que en los territorios en que se lo siguió, en que los hombres se sometieron a su liderazgo, no se dice eso que Sarmiento cuenta que decían de Juan Facundo Quiroga?: «Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: “¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!”»[117].
¿Qué sabemos de Oriente? ¿Cómo es posible que la máquina de guerra norteamericana esté a punto de retirarse y sólo el temor al desprestigio se lo impida? El general Westmoreland, en Vietnam, les decía a sus soldados: «Luchamos contra un enemigo metafísico». Sin duda, metafísico para ellos. Oriente es metafísico para Occidente. Oriente le es invisible. ¿Cómo darnos, entonces, el permiso de reírnos de ese amante impetuoso que busca entrar a un harén en el que le aguardan goces desconocidos, agigantados por los rumores de quienes no se atreven, volviéndose invisible por medio del corazón de una garduña, de una calabaza y de los ojos de una serpiente?
En un notable film norteamericano de los años setenta, se enfrentaban Theodore Roosevelt (el duro Teddy, el de la política del garrote) y Mulay el Raisuli, un jefe árabe, seguido por sus hombres con apasionada fidelidad. Este enfrentamiento ofrecía el goce (acaso inesperado) de dos grandes interpretaciones, de las más grandes y jubilosas que vi en el cine, Brian Keith como Roosevelt, Sean Connery como Mulay el Raisuli. En la escena final, el jefe oriental le dice a un mensajero norteamericano: «Dile a tu jefe, a tu jefe infatuado, que tiene razón. Que su jactancia no es vana. Él, como se empeña en proclamarlo, es el león. Pero dile también y se lo dirás muy claramente, que yo, Mulay el Raisuli, soy el viento». Era, en suma, invisible.
Adivino una posible objeción. Un oriental puede ser visible para un occidental, sobre todo en una guerra. Pero el amante ardiente y corajudo que entra en el harén con la certeza de ser invisible, ¿por qué habría de serlo para los guardias, orientales como él? Otra vez nuestro empecinado, indoblegable occidentalismo, con sus prejuicios, con su racionalidad siempre dispuesta a negar todo hecho extra-ordinario. ¿Probó alguno de ustedes preparar una pócima con corazón de una garduña, una calabaza y los ojos de una serpiente? ¿Tan seguros están —si tienen el coraje de hacerlo— de no entrar en el campo incierto, peligroso de la invisibilidad? ¿Alguna vez desearon tanto a una mujer como para proponerse invisibles para eludir a sus guardianes y entregarse a sus brazos que proponen lo inexpresable, lo que va más allá de las palabras, de los pobres adjetivos y nos entregan una vaga pero cierta comunión con lo absoluto por medio del placer de la carne? El riesgo es grande. El amante de Oriente no tiene asegurada la invisibilidad ante los guardianes —también orientales— de ese centro del universo que toda mujer atesora entre sus piernas. Si se tratara de un amante occidental, menos aún. Pero ¿alguien demostró que el corazón de la garduña (tengan en cuenta: se trata del corazón), una calabaza y los ojos de una serpiente no nos entregarán la invisibilidad que nos conducirá a la locura del placer descomedido? Si luego de intentarlo, fracasan, juzguen entonces. Búrlense si quieren. Pero dudo que se atrevan. Volverse invisible despierta temores terribles. El de no regresar. ¿Alguien se arriesga a no regresar, a vagar como una ausencia desdichada durante el resto de sus días?