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La situación de la TV argentina y la de Internet

En sus clases de conducción política, Perón solía citar a un legislador espartano. Era Licurgo y había dicho: Cuando los destinos de Esparta se deciden entre dos bandos es tan inaceptable no estar en ninguno como estar en los dos. También es cierto que cuando eso ocurre (que los destinos de un país se decidan entre dos bandos) la que está en peligro es la democracia. Y hasta el pensamiento entendido como riqueza de matices que podrían arrancar a ese país de su situación binaria. La guerra es la perfecta explicitación de la lógica binaria. Siempre plantea dos polos: nosotros/ellos. Esos dos polos son antagónicos, in-integrables. De modo que el nosotros/ellos toma la forma del nosotros o ellos. Para que esta forma se resuelva, uno de los dos polos tiene que desaparecer. Entre tanto, cada polo ha ido desarrollando sus razones. Pero los esquemas binarios no son propicios para los matices. Para la aparición de situaciones o protagonistas diferenciados. Dentro de lo binario el pensamiento muere. Ahí donde el pensamiento muere aparece la figura neurótica que lo reemplaza y expresa su imposibilidad: el agravio, el insulto. En la Argentina, hoy, hay un enfrentamiento binario al que se suele llamar: oficialismo y oposición. Que también se expresa como «ser K» o «ser anti-K». O «ser K» o «no ser K», modalidad que hasta tiene un sesgo hamletiano. A simple vista se detecta algo: una primacía. La primacía de la fuerte palabra «K», que ya ha marcado una larga etapa de nuestra historia. Las dos formulaciones del esquema binario recurren a esa palabra. No es «ser K» o «ser B». «B» no existe. No hay «B», sólo hay «K». Esto significa que los opositores a «K» aún no han generado una letra que los identifique. No ha aparecido «B». No ha aparecido un líder político capaz de liderar a los «anti-K» y entregarles un rostro más allá de ser sólo la oposición a otro. Sin embargo, esto no debiera alegrar a los «K». Al no tener un liderazgo consolidado, los «anti-K» han ido elaborando muchos. Son «anti-K»: la Sociedad Rural, Moyano, Clarín, La Nación, sus beligerantes periodistas, importantes sectores de la clase media y sus enfáticos modos de manifestarse.

La formación de agrupaciones juveniles adictas a la Presidenta Cristina Fernández desató —entre los «no K»— especulaciones sobre el retorno de la Jotapé de los setenta, siempre presentada por ellos como adicta en totalidad a la lucha armada. Lejos de tal cosa, quienes salieron agresivamente a la calle, robándole al kirchnerismo su tradicional osadía en la «iniciativa política», una de las grandes herramientas de esa práctica, fueron los sectores de ingresos medios/altos, que surgieron por las calles —sin que nadie supiera qué conducción tenían o quién había organizado el evento— desplegando un bochinche agresivo que sorprendió y sacudió a todos. O sea, quienes manifestaron recuerdan más a los jóvenes de la Liga Patriótica de Manuel Carlés que a los guerrilleros de los setenta. La gente quiere vivir hoy y nadie se siente convocado a destinos trascendentes en una historia en que la trascendencia pareciera ausente por todas partes. De modo que la clase media pide lo que le gusta: ahorrar en dólares, viajar, cambiar el auto, tener una buena casa y otra en algún lugar de la costa y enviar a sus hijos a colegios privados. Pero el reclamo callejero le ha añadido —a la cacerola— el insulto. Eso revela su estilo de convocatoria: las redes de Internet. Esa gente ha salido a la calle propulsada por el vigor cibernético. Son los cultores de Facebook y de Twitter. De aquí que esa expresión de protesta se transformara en una de odio alentada por insultos claramente macabros. «Volvé, Néstor. Te olvidaste a Cristina». O claramente letrinógenos: «Yegua, puta y montonera», nada novedoso, aplicado a la Presidenta ya desde las jornadas del alzamiento «del campo». En cuanto al dibujo de Moreno en un ataúd con un tiro en la cabeza revela la presencia de ciertas manos demasiado negras que andan rondando.

El insulto se ha desbocado en la red. Y el motivo fundante es la impunidad que otorga el anonimato. Se trata de un espectáculo altamente desagradable. Este anonimato, el no dar la cara, el no tener que responder ante nadie, es lo que dinamita ese «vale todo» al que uno asiste en esos páramos de la ética y del pensamiento. Es fácil ser valiente si nadie sabe quién soy. Ese pequeño «hombre del subsuelo» arroja sus excrecencias sobre todos, acaso con más furia sobre personas a las que envidia, que despiertan su resentimiento. Detrás de todo texto agraviante y anónimo que vemos en la red se esconde un cobarde. Todo tipo que no firma un agravio ha apuñalado a otro por la espalda. Un anónimo vive en las sombras. Letrinet le permite vaciar, expulsar de sí la enfermedad que amarga sus días. El odio. Desde su hondo abismo se siente el dueño del mundo: puede arrojar sobre quien lo desee todo su hediondo arsenal. Nada pasará. Arrojó la piedra, el sistema consagrado del anonimato de Letrinet protegerá su mano de la vista de todos. Qué enorme placer. Qué infinita posibilidad para canalizar su odio, su resentimiento, su mediocridad.

Filosofía política del poder mediático
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