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24 es el producto más explosivo que la industria del entretenimiento ha hecho para justificar la tortura
Las torturas de Bauer son cada vez más aceptadas y hasta se disfruta con ellas. Es que la gente evoluciona. Siempre pide más. Antes, en las películas de cowboys, se daban trompadas. Los tiros no hacían brotar sangre. En A la hora señalada, Gary Cooper le pega el tiro del final al villano —que está con camisa blanca— y el tipo muere con la camisa intacta. Hoy, los que ven la peli dicen: «¿Qué pasó? ¿Por qué está en el piso? ¿Tropezó?». «No, boludo. ¿No viste que le tiró un tiro al pecho?». «¿Qué tiro? ¿Vos viste la sangre?». «Antes no ponían sangre». «¿Y cómo sabías que le había acertado? ¿Cómo voy a creer que le pegó un tiro en el pecho si el tipo se cae y en el pecho no tiene nada? ¿Soy boludo yo? ¿Me trago cualquier cosa? ¿Me quieren vender que a un tipo le pegan un tiro y no sangra?». Entonces pone el CD de La pandilla salvaje de Sam Peckinpah. Gran avance en la historia del cine. La sangre brota antes de que el otro dispare. Después vinieron las patadas a los caídos. Cuando ya no hubo nada más que hacer con las piñas, algún genio dijo: «¡Atención! Después de reventarlo a piñas, ¿qué le pasa a un tipo?». «Se cae, tarado». «¿Y ahí termina todo?». «Claro. ¿Qué querés? ¿Que le den piñas cuando está caído?». «¡No, piñas no! ¡Patadas! Como la frutilla del postre. ¿Lo ven? Cuando el infeliz cae, cuando se derrumba con la cara destrozada, escupiendo sangre y dientes, con los ojos hinchados, ¡ahí vamos de nuevo! ¡Lo revientan a patadas!». Así empezó la era de las patadas. ¿Qué quedaba? La tortura. Jack Bauer golpea a un tipo, el tipo choca contra la pared y cae al piso. Bauer ya no lo patea. Eso pasó. Es historia antigua. Agarra dos cables —que saca de cualquier parte, de un velador, de una licuadora o de su bolsillo—, los coloca en contacto, estallan un montonazo de chispas y Jack picanea al malvado. El señor Murdoch, la Fox y los espectadores, todos felices.
Ahora bien, los otros, los que atacan a «América», tampoco parecen respetar demasiado los derechos humanos. En verdad, ni se han preocupado por el tema. Porque una característica del perverso Occidente es mostrar el horror y plantear, desde otra parte, una oposición al horror. Hasta la más racional, inteligente oposición al capitalismo occidental nació de ese capitalismo. Marx lo supo y lo expuso mejor que nadie. Marx era un gran pensador occidental que se oponía a los horrores de Occidente. Encarnados por el capitalismo. Pero él, a su vez, era un producto de Occidente. Era un filósofo occidental. Quienes ahora quieren destruir a Occidente no parecieran haber salido de esta fase, la de destruirlo. Pero un verdadero sistema de ideas siempre propone qué levantar sobre las ruinas de lo que destruyó. No se ve eso por ninguna parte. Y nada lo expresa mejor que la figura del terrorista que se aniquila a sí mismo con su bomba. Puede destruir. Pero no le importa seguir vivo. Porque su sistema de valores y de creencias —que es prácticamente el mismo desde hace casi diez siglos— no tiene nada nuevo que proponer. La peor política —como tanto se ha dicho durante estos días— es la de eliminarlos. (Aunque sería deseable que abandonaran la costumbre de tirar «inocentes misiles» para que esta política, la de respetarlos, fuera viable, o más fácil de llevar a buen puerto). Igual, el problema es complejo. Requiere que Occidente comprenda de una vez por todas al «lejano». Oriente. Y algo todavía más difícil: que el mundo musulmán recupere diez siglos y haga su Revolución Francesa.
Pero hay que ver 24. Hay que entregarse al juego que propone: entretener a cualquier costo. Sus guionistas lo confiesan: «Malo, nunca aburrido». No se responde a estos proyectos con la estética contraria: «Bueno, pero aburrido». Si es aburrido, no es bueno. Los guionistas de 24 dicen, en rigor, otra cosa: «Si no es aburrido, no puede ser malo». O sea: «Bueno, porque nunca aburrido». En principio, hay que dejar la ideología de lado. La de uno. Ante ciertos productos, si uno no maneja su ideología, no podrá verlos. Y perderá la posibilidad de entender cómo piensa hoy el Imperio. 24 es el producto más explosivo que la industria del entretenimiento ha hecho para justificar la tortura. Ni más ni menos.
Todo lo que pueda decir sobre el impacto que la serie ha tenido en medio mundo será poco o ya se sabe. 24 ocupa el sexto lugar entre los grandes éxitos de la televisión norteamericana de todos los tiempos. La anteceden Los Simpsons, Buffy, la caza vampiros (esto es increíble: demuestra el nivel intelectual de la «mayoría silenciosa» norteamericana, ¿qué le ven a Sarah Michelle Gellar?), Los Sopranos, The West Wing y Lost. Está producida por la Fox, que, en la temporada de 2004 a 2007, pasó a ser la principal, la más popular network en USA. Liquidó, así, el reinado de CBS. Su Comandante en Jefe (porque la Fox es parte de una guerra) es el magnate de origen australiano Rupert Murdoch. Su fortuna se calcula en 8,3 billones de dólares. Murdoch es un decidido republicano. Apoyó la guerra de Irak. En 1993, se apodera del New York Post, un diario de prestigio, serio, de una línea no conservadora. Murdoch lo cambia por completo hasta que llega a ser considerado «una fuerza del mal».
Murdoch produce entonces 24. Lleva hasta ahora ocho temporadas, pero se preparan más. ¿Cómo decirlo? 24 es una droga, es adictiva. Recuerdo algunas discusiones del pasado en que se planteaba un cine antiimperialista y siempre salían productos aburridos. Yo sostenía que los yankis hacían su cine imperialista con un concepto de caza espectadores que solía ser infalible. Pocos films pueden ser más imperialistas que Gunga Din. Pocos son más entretenidos. El efecto de 24 es que —sabiamente— se basa en el mecanismo de las series de los años cuarenta. Ésas en las que el héroe, en el último capítulo del episodio, siempre parecía morir. O él o su amada novia o su fiel compañero o alguien «bueno». Porque así era la cosa: «malos» y «buenos». Por ejemplo: Dick Tracy contra la Banda de la Araña. O Las aventuras del Capitán Marvel, en que el héroe peleaba contra un pérfido villano llamado El Escorpión. Todo estaba claro: Dick Tracy era el «bueno», el «muchachito», y los de la Banda de la Araña eran los malos. Y sobre todo el misterioso Araña, cuya identidad Tracy develaba al final. El Capitán Marvel era el «bueno», El Escorpión el «malo». Pero eso era todo. Buenos contra malos. No había política. Era puro entretenimiento. 24 recupera con creces esa tradición. Los «buenos» son los que defienden del terrorismo a los Estados Unidos de «América». Los malos son los terroristas. O aquellos que desean dañar, por uno u otro motivo, al Gran País del Norte.
Voy a tratar de ser más claro: el esquema argumental de 24 es una obra maestra del chantaje. Tomo dos temporadas. Una se basa en una bomba nuclear. La otra en un virus devastador. La UAT (Unidad Antiterrorista), en la que trabaja el infalible Jack Bauer, recibe una noticia pasmosa: el terrorismo ha colocado, en algún lugar de Los Ángeles, donde la serie tiene lugar, una bomba arrasadora. Calculan su poder y llegan a una conclusión: si explota, aniquilará, de inmediato, a dos millones y medio de personas. Sin contar los estragos de las radiaciones.
La UAT entra en acción. ¿Hay algo que puede no hacerse para evitar la muerte de dos millones y medio de personas? Éste es el esquema-chantaje. Es como si Jack Bauer nos dijera: «Es posible que yo sea demasiado duro. Tal vez a sus corazones sensibles no les gustó cuando con dos cables de electricidad (que Jack arma al instante, con una maestría que sólo él posee) hice sufrir a un tipo para sacarle información. Pero ¿qué harían ustedes? Aquí se trata de la vida de millones de personas. ¿Qué importancia tiene torturar a una si se consigue información para salvar a la ciudad de Los Ángeles?». La cosa funciona. Funciona en todo el mundo, donde 24 se ve apasionadamente. David Palmer, que es, en la serie, el Presidente de los Estados Unidos (hecho como los dioses por el actor Dennis Haysbert), que es, además, negro, que prefigura, al serlo, a Barack Obama, que ganó las elecciones en 24 siete años antes que en la realidad, se encuentra, en un lugar muy apartado, con un tipo de la CIA. Palmer tiene que obtener información de uno de los suyos, del cual sospecha. Un tipo de casi setenta años. Le dice al de la CIA: «No le voy a preguntar nada sobre sus actividades en el pasado. Supongo que todas han sido para defender a nuestro país». «Sí, señor Presidente», dice el de la CIA, un tipo elegante, no con cara de Mengele, sino atildado, frío, profesional. Palmer continúa: «Tengo que obtener información de Fulano de Tal (digamos). Ha sido un hombre de mi mayor confianza. Ya no lo es. Hágalo hablar. La Seguridad Nacional lo requiere». El de la CIA pregunta: «¿Hasta dónde puedo llegar?». Palmer dice: «Hasta donde sea necesario». ¡Hasta donde sea necesario! Esto no sale en los diarios, eh. Y si alguien lo lee en un periódico de izquierda siempre podrá pensar: «Claro… ¿cómo no van a decir esto aquí?». Hay una credibilidad algo devaluada por la posición política de la fuente. Pero ésta es una serie norteamericana. David Palmer es un Presidente del Partido Demócrata, que son los «buenos». Como todos esperan que lo sea Obama. (Yo, lo siento, no tanto. Y hoy se ha visto que no). David Palmer le dice al de la CIA «hasta donde sea necesario». ¿Y si es tan necesario que se termina matando al pobre «interrogado»? Mala suerte. Pero David Palmer nos diría: «¡Maldición! ¡Estoy tratando de salvar la vida de dos millones y medio de personas! ¿Qué quieren que haga?». Y esto no es todo. Palmer, en su escritorio, tiene un pequeño televisor desde el que ve la escena de la tortura. El tipo torturado ha sido su amigo. De pronto, abandona su despacho y baja. Uno se dice: «Se arrepintió. No tolera que a su viejo camarada lo estén quemando a electroshocks» (por ahora). David Palmer entra en la sala de torturas. Hay que verlo. Dennis Haysbert tiene un porte, una planta, una presencia arrasadora (se ganó, por supuesto, un Emmy Award por hacer a David Palmer), es el Presidente sin más, el Presidente irrefutable. El de la CIA está con unos aparatos de tortura en sus manos. Se disponía a usarlos cuando entró Palmer. El torturado resiste. (Dato importante: todos han sido preparados para «resistir el dolor»). El Presidente pregunta: «¿Algún resultado?». «Ninguno», dice el torturador. El Presidente dice: «Continúe». Se da vuelta y se va. Los guionistas de 24 dirían: «A ver, almas sensibles: ¿qué le piden a David Palmer? ¿Qué no defienda a su país? Esa bomba la puso el terrorismo. La culpa es del terrorismo. Si el terrorismo no pusiera bombas, el buen demócrata de David Palmer no tendría que ordenar torturas». El esquema-chantaje es devastador. Los guionistas son hábiles. Nada mejor para justificar la tortura de un hombre si con ella se salva a millones. «A ver, ¿qué harían ustedes? ¿Qué harían si corren riesgo sus hijos, sus amigos, la ciudad entera de Los Ángeles?».
Sólo quiero mencionar que hay grandes villanos en 24. Grandes Enemigos de America. Pero hay uno inolvidable. No he visto una villana semejante en años y años y años. Sólo podría compararla con Barbara Stanwyck en Pacto de sangre. Con Bette Davis en La carta. Con alguna otra, desde luego. Con Jane Greer en Retorno al pasado. Con Jan Sterling en The Big Carnival. Con Virginia Mayo en Alma negra. Pero con muy pocas. Es Nina Myers. La terrible contrincante de Jack Bauer. 24 es tan efectiva que se da el lujo de entregarnos a una villana monumental. La hace la actriz Sarah Clarke, no muy conocida pero un fenómeno. Lo merece. Sólo a través del Mal es posible entender algo del mundo de hoy. Y si Jack Bauer es una cara de ese mundo, Nina Myers es otra. ¡Y qué cara! Porque, cómo no decirlo, Nina Myers es muy bella. Tiene cientos de clubes de admiradores. ¡Los fans de Nina Myers adoran a una sanguinaria terrorista! ¿Cómo es posible? Simple: el carisma de Nina es mayor que el de Jack Bauer.
Detrás de todo esto: Rupert Murdoch. La tortura vale, la tortura sirve a la causa de la libertad, la tortura es imprescindible en la Guerra contra el Terror. Murdoch, Emperador Mediático, aborda la misión constituyente de las subjetividades de los otros. Esa misión constituyente transforma a los receptores en sujetos constituidos. El poder bélico comunicacional divide a los hombres en dos clases: sujetos constituyentes/sujetos constituidos. ¿Cómo salir de esa asfixiante alternativa? ¿Cómo no ser constituidos en exterioridad? ¿Cómo no ser juguetes, marionetas de Murdoch? ¿O acabaremos por festejar la tortura?