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Crítica de la industria cultural
El capítulo que Adorno y Horkheimer dedican a la «industria cultural» es largo y muy rico en todo tipo de matices, posibles interpretaciones, desmesuras y olímpicas tonterías. Desarrollan la siguiente hipótesis: los productos mecánicamente diferenciados se revelan como iguales. Todo lo que produce la industria cultural tiende a una nivelación que sólo matices leves, irrelevantes, parecieran desmentir. Citaremos un largo texto: «El que las diferencias entre la serie Chrysler y la serie General Motors son sustancialmente ilusorias es cosa que saben incluso los niños que se enloquecen por ellas. Los precios y las desventajas discutidos por los conocedores sirven sólo para mantener una apariencia de competencia y de posibilidad de elección. Las cosas no son distintas en lo que concierne a las producciones de la Warner Brothers y de la Metro Goldwyn Mayer»[65]. «Pero incluso entre los tipos más caros y menos caros de la colección de modelos de una misma firma, las diferencias se reproducen más: en los automóviles no pasan de variantes en el número de cilindros, en el volumen, en la novedad de los gadgets; en los films se limitan a diferencias en el número de divos, en el despliegue de medios técnicos, de mano de obra, trajes y decorados, en el empleo de nuevas formas psicológicas»[66]. Todo tiende a la uniformización. La cultura de la industria cultural es la del aplanamiento. La de la serialidad. Sobre la televisión (cuyos comienzos recién estaban entreviendo) nuestros autores dicen: «La televisión tiende a una síntesis de radio y cine, que está siendo retardada hasta que las partes interesadas se hayan puesto completamente de acuerdo, pero cuyas posibilidades ilimitadas pueden ser promovidas hasta tal punto por el empobrecimiento de los materiales estéticos que la identidad apenas velada de todos los productos de la industria cultural podrá mañana triunfar abiertamente como sarcástica realización del sueño wagneriano de la “obra de arte total”. El acuerdo de palabra, música e imagen se logra con mucha mayor perfección que en Tristán, en la medida en que los elementos sensibles, que se limitan a registrar la superficie de la realidad social, son ya producidos según el mismo proceso técnico de trabajo y expresan su unidad como su verdadero contenido. Este proceso de trabajo integra a todos los elementos de la producción, desde la trama de la novela preparada ya en vistas al film hasta el último efecto sonoro. Es el triunfo del capital invertido»[67]. Es la queja de dos inconformes ante una causa perdida. El Tristán de Wagner ha quedado atrás. La televisión será devastadora. Todo se pondrá en juego ahí. Y lo que llaman el «triunfo del capital invertido» es sencillamente el triunfo del capital. Digámoslo de una vez: ni Adorno ni Horkheimer, situados en California y con un punto de vista privilegiado sobre el poder de la industria del espectáculo como manipulación de masas, consideraban ya invencible al sistema capitalista. El poder de estos medios que había creado para someter a las masas instrumentando el entretenimiento y no el castigo ni la muerte era irresistible. Lo era: si comparamos la estética de los treinta en Estados Unidos con la de la Alemania nazi y la Rusia soviética es muy superior, más imaginativa, más liviana, más libre, más alegre la del capitalismo norteamericano. El cine, los cómics, las comedias musicales, los grandes dibujantes de los grandes magazines, de los grandes diarios, las grandes novelas, el jazz, las novelas policiales, los pulps, las series radiales como The Shadow, la música de Charles Ives, de George Gershwin, de Aaron Copland, todo constituía una constelación deslumbrante. No había campos de concentración, no había pogroms, no había trenes para Siberia, ni para Dachau o Auschwitz. La gente podía bailar en las calles. Había segregación racial. Pero en 1935 Gershwin estrena Porgy and Bess, la obra maestra de un judío con protagonistas afroamericanos. Duke Ellington dirá: «No representa a los negros. Perdurará porque es gran música. Porque está escrita con el gran espíritu de los compositores italianos. Y hasta yo diría que demasiado con ese espíritu». Y debió comerse esas palabras porque la respuesta que se fue afirmando con el correr de los años fue: «Duke, vos decís eso porque no compusiste esa ópera, nunca te lo propusiste, y si no te lo propusiste, Duke, fue porque no habrías podido hacerla». Y el jazz, y el blues y el charleston. Una vitalidad que en ninguna dictadura podría existir y que ciertamente estaba ausente en la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin. Si todo este vibrante aquelarre sometía a las masas al capitalismo, pues el capitalismo lo había organizado muy bien. Su política exterior era claramente imperial y si tenía que usar el garrote de Teddy Roosevelt lo hacía. Pero Adorno y Horkheimer parecieran no ver algo. Que no sólo había en todo ese vértigo de una nación ascendente un propósito de dominio de masas, sino que se hacía arte, arte del grande o arte popular, también del mejor. No olvidemos que Adorno no era un tipo para encariñarse. Se ve en esa correspondencia con Schönberg y Thomas Mann sobre el método dodecafónico. Por otra parte, ¡odiaba el jazz! Detestaba a Benny Goodman: «Así, Benny Goodman es acompañado por el cuarteto de Budapest y toca con ritmo más pedante que un clarinetista de orquesta sinfónica, mientras que los integrantes del cuarteto tocan en la misma forma lisa y vertical y con la misma dulzonería con que lo hace Guy Lombardo»[68]. Todo falso. No sería sencillo encontrar a un clarinetista de orquesta sinfónica que tocara como Benny Goodman, un gran dotado. Stravinski, Bernstein, Copland y Morton Gould escribieron para él. Los del cuarteto Budapest (no conozco esa versión que mencionan A. y H.) se habrán sometido al poder de Goodman o lo habrán seguido eficazmente y sólo eso.