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Santo Tomás de Aquino, la Summa Theologiae y el sexo anal

Introducción al Santo de Aquino y a la Summa Theologiae

Durante el año 1963 —allá, por la prehistoria— cursé la materia Fenomenología e Historia de las Religiones. En Viamonte 430, el tradicional espacio de la Facultad de Filosofía y Letras. La materia fue dictada por un profesor brillante que conocía a fondo su tema: Víctor Massuh. Luego, a medida que pasaron los años, giró cada vez más a la derecha hasta terminar siendo el representante en la UNESCO de la dictadura de Jorge Rafael Videla. Él, un humanista, un hombre trágico en busca de lo sagrado, fue el funcionario que más duró de ese gobierno de carniceros. Pero en 1963 estaba lejos de eso. Era —acaso— demasiado antimarxista, demasiado antiperonista, algo que lo alejaba de las elecciones cercanas a los sectores populares. Nunca tomé en cuenta este aspecto o lo borré de nuestra amistad. Yo tampoco —tenía 20 años— estaba cercano a esos sectores porque me consideraba un espíritu privilegiado que sólo merecía ocuparse de Dios, lo sagrado, la trascendencia. Ignoro por qué pero Massuh me eligió como su interlocutor. A mí y a dos alumnos más. Una chica y otro muchacho. Yo asumía el papel del desgarrado, del trágico, del hombre que quisiera creer en Dios pero no puede. Leíamos a Martin Buber, a León Chestov. A Dostoyevski, a Tolstoi, ¡a Kierkegaard! Todos los viernes, después de la clase de Massuh a la que yo acudía como oyente porque ya la había cursado y aprobado con sobresaliente el año anterior, nos íbamos a cenar a un bodegón lleno de encanto, de autenticidad, que estaba a la vuelta de la alta casa de estudios, sobre Resistencia. Se llamaba El Genovés. Ahí Massuh me contó el relato sobre Santo Tomás que permaneció imperecedero en mí. Lo largó, muy simplemente, como parte de una conversación sobre las dificultades de la fe.

El fraile Tomás de Aquino, en actitud de peregrinaje, llega a una posada. Lo reciben amablemente. Pide una estancia para descansar. Se la dan. Hay una estufa de leños, pues es invierno y el frío cala los huesos. De súbito, alguien golpea a su puerta. Tomás de Aquino pregunta quién es. Recibe la respuesta de una mujer. La respuesta es tranquilizadora. Algo le trae, dice, y necesita verlo para entregárselo. Tomás de Aquino abre la puerta. Entra una mujer atractiva, sensual, pero también procaz. A todas luces, una prostituta. Se acerca a Tomás y le ofrece sus pecaminosos servicios. Fuera de sí, el fraile, sin dudar un instante, agarra uno de los leños de la estufa y espanta a la hetaira agitándolo ante su cara con la amenaza terrible de quemarla. La mujer huye. Tomás comprende que ha sido sometido a la más grande de las tentaciones, al camino más directo a la perversión, a la sodomía. Al pecado irredento. Alterado, temeroso ante la mirada del Señor que siente sobre él como un rayo hiriente, el rayo del castigo —pues seguramente algo ha despertado en él esa mujer, algo que él ha logrado sofocar a través de todos sus jóvenes años— esgrime el leño que sostiene en su mano, que ahora se ha apagado y es un tizón humeante y caliente, y sobre la amplia, rústica pared blanca dibuja una enorme Cruz. Se arrodilla y empieza a rezar. A pedirle perdón a su Dios y a prometerle, a jurarle con desesperación que él siempre habrá de serle fiel aunque lo someta a pruebas tan duras e inopinadas, imprevisibles. Hay que estar preparado para luchar contra la tentación. Pero él ha ofrecido a su Dios una respuesta contundente. Casi quemó el rostro de la hetaira y con el tizón dibujó esa Cruz ante la que —ahora— reza apasionadamente. Ese rezo tiene un espesor doloroso, es un desgarramiento imprevisto, porque Tomás ha sentido por primera vez la tentación del pecado de la carne. Ignoraba que algo así —tan poderoso y ardiente— existiera. No lo presumía, había vivido lejos siquiera de concebirlo tenuemente, no estaba en sus planes. No conocía su fuerza. Ahora, que la conoce, sabe que el enemigo contra el que deberá luchar toda su vida es poderoso. Es un arma de Satán, que la usa a destajo porque no deja de entregarle victorias sobre las almas. Por sí mismas, esas almas son débiles ante el desafío de la carne como pecado capital. Acaba de descubrirlo. Sólo su enorme fe y su gran temor de Dios lo han salvado. Pero ¿tienen todos los hombres tan fortalecidas sus almas por la fe y por el temor? Difícil. Están, entonces, sometidos a las tentaciones de Satán e inermes ante ellas. Se promete —supongamos que esto ocurre ahí, en esta noche crucial en la vida del fraile Tomás— ayudar a los demás escribiendo un gran libro. Un libro que diga a todos los siervos del Señor cuáles son los pecados que los acechan y a los que no deben entregarse. Pues, ¿quién, si no Satán, está detrás de esos pecados? Y buscar el camino y todos los caminos que conducen a la fe y al Señor.

Ésta es la historia. La historia de un joven destinado a la santidad. Siempre quedó en mí. La represión extrema de los instintos. El odio a la mujer como posibilidad del pecado carnal. Y la obediencia a los mandatos de Dios sobre la castidad. Nos proponemos analizar la actitud de Santo Tomás ante la sexualidad anal en la Suma de teología. Y también otros temas relacionados con el sexo. Aseguro algo: se comprenderán los postulados más reaccionarios de la Iglesia Católica como Institución. Cuando un credo, puro en sus orígenes, se transforma en Estado terrenal y poderoso, deviene dogma, el dogma se transforma en castigo para los que no se someten a él y el resultado de esa ecuación es Torquemada, las torturas más inimaginables. En pocas, muy pocas palabras, la Inquisición. Santo Tomás, con su obsesiva transformación del mensaje crístico en una Summa, en un texto severo que responde a todo y establece también todo lo que un cristiano puede y no puede hacer contribuye a que el cristianismo sea un dogma a cuyo sometimiento eran reclamados todos los hombres. La elaboración de una Summa facilita el ejercicio de la intolerancia. No hay casi tema que el Doctor Angelicus no trate en su Summa. No hay, por consiguiente, nada que no esté reglamentado para los hombres.

Vamos a centrarnos en el Tratado de la templanza de la Parte II-II (b). Los puntos que abordaremos son: Cuestión 146: La abstinencia. Luego: Cuestión 151: La castidad. Luego: Cuestión 152: La virginidad. Por último: Cuestión 153: El vicio de la lujuria. Santo Tomás trata estas temáticas con el modo del preguntar. Por ejemplo: ¿Es la abstinencia una virtud? O también: ¿Existe pecado mortal en los besos y los tocamientos? O también: ¿Es la virginidad la virtud más excelente? En el programa de radio que, con el título de La creación de lo posible (título tomado de un libro en que recogí los artículos publicados en la revista HumoR desde 1983 hasta 1989), protagonizaba por Radio Continental, dediqué unas dos horas al tema de un cura (era el obispo de Morón) que fue fotografiado en México junto a una abundosa señora, los dos disfrutando del agua del mar e incurriendo en claros, evidentes toqueteos que la cámara no dejó de registrar. Para tratar el tema llevé la Summa Theologiae y las Confesiones de San Agustín. Tenía (en ese hermoso programa cuyo contrato no me renovaron) dos productoras divertidas y bonitas. Una de ellas se metía en un trabajo y nada podía arrancarla de ahí. Tal su obsesividad, su dedicación al trabajo intenso. Ella estaba en un escritorio algo alejado, no mucho, y revisaba papeles sin detenerse. Cuando dije que iba a tratar un tema de la Summa Theologiae que llamaría la atención de los radioescuchas, cuando dije que el tema era ¿Es la virginidad la virtud más excelente?, mi productora emergió de entre sus papeles y, fastidiada, dijo: «¡Tarde!».

Trataremos de trazar los principales ejes que estructuran la Summa de Santo Tomás. La Summa Theologiae, título en latín que puede traducirse como «Suma teológica», o mejor «Suma de teología», y que algunos citan simplemente como la Summa, es un tratado de teología del siglo XIII, escrito por Santo Tomás durante los últimos años de su vida. La tercera parte quedó inconclusa. La explicación que dio a este cese en su producción literaria fue la siguiente: «Después de lo que el Señor se dignó a revelarme el día de San Nicolás, me parece basura todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir ya nada más». Pareciera que el Señor fue muy duro como crítico. Pareciera —se infiere de la dolorida frase del Santo de Aquino— que el Señor, sin más, le hubiera dicho: «Todo lo que has escrito, siervo Tomás, es basura. No es digno de mí. Para eso, si esos resultados logras con tu pluma, bien puedes guardarla y dedicarte sólo a rezarme. Tus oraciones son mejores que tus escritos. Acaso porque soy Dios y me agrada recibir los rezos de mis siervos». La Summa Theologiae fue finalmente completada por sus discípulos. Concebida como un manual para la educación teológica más que como obra apologética destinada a polemizar contra los no católicos, ejemplifica el estilo intelectual de la escolástica en la estructura de sus artículos. Se relaciona en parte con una obra anterior, la Summa Contra Gentiles, de contenido más apologético, estructurada para refutar una a una las herejías conocidas o las otras religiones[30].

La Summa, escrita en latín, está formada por cuestiones sobre el tema tratado, que luego se dividen en artículos que buscan responder a una serie de preguntas. Los artículos tienen casi siempre la misma estructura: una pregunta inicial (que expresa normalmente lo contrario de lo que piensa Tomás de Aquino); luego se enuncian argumentos u observaciones que irían en contra de la tesis propuesta (objeciones), luego uno (a veces varios) a favor. Después, en el cuerpo principal se desarrolla la respuesta (responsio); finalmente se contestan una a una las objeciones (y a veces también los que han sido presentados como argumentos a favor).

La obra está dividida en tres partes, de las cuales la segunda se subdivide en dos secciones: I Primera parte (Prima): Dios uno; Dios trino; la creación; los ángeles; el hombre y el cosmos, la providencia (119 cuestiones). II-I Segunda parte, primera sección (Prima secundae): El acto humano; pasión, hábito, virtud, pecado; La ley antigua, la ley nueva, la gracia, el mérito (114 cuestiones). II-II Segunda parte, segunda sección (Secunda secundae): Virtudes teologales: fe, esperanza, caridad; virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza, templanza; carismas; estados (189 cuestiones). En esta Segunda Parte nos concentraremos nosotros. III Tercera parte (Tertia): Cristo: encarnación, vida y pasión; sacramentos: bautismo; confirmación; eucaristía; penitencia (90 cuestiones; inconclusa). Suplemento de la Tercera parte (Supplementum tertiae) (completada por discípulos, sobre la base de escritos juveniles): sacramentos del orden, matrimonio y extremaunción; el juicio final; los «novísimos» (muerte, juicio, infierno, cielo).

Cuestión 146: La abstinencia

Debemos empezar por la abstinencia porque —dicho con cierto humor— el peso de la Summa Theologiae está puesto en las prohibiciones. Que son, siempre, las cosas o los asedios innúmeros de esos pecados de los que los hombres deben abstenerse para conseguir el beneplático de la Iglesia y del Señor. En el film El abogado del Diablo, Al Pacino encarna a un Belcebú muy inteligente que sabe también lidiar contra su enemigo Celestial dialécticamente. Le dice a Keanu Reeves: «Yo, el Diablo, ¿te prohíbo algo? El que prohíbe es Dios. Él te dice: “Mirá, mirá qué hermoso. Mirá qué comida, mirá qué mujer, mirá qué hermosa es la de tu prójimo, mirá ese dinero: aliviaría tu vida. Pero ¡no! ¡No toques nada! No hagas nada. No comas. No forniques. No robes. Te lo prohíbo todo. Te lo muestro para que lo desees, pero te lo prohíbo para que demuestres tu fidelidad a Mí. Para que puedas mostrarme tu fortaleza, tu fe, que sobre todo me la demostrarás con tu abstinencia. Porque tú, si crees en Mí, debes abstenerte de los pecados, ya que conducen a la perdición, a las garras del Demonio”. ¡Oh, qué miedo! ¿Me ves temible a mí? Yo soy generoso. Dios es un sádico. Te digo: ¿deseas a la mujer de tu prójimo? No te prives. Tómala. ¿Quieres comer? Come. ¿Quieres dinero? Agárralo. ¿Por qué no habría de ser tuyo si te dará felicidad? ¿A quién elegirás si sos inteligente? ¿A ese Dios castrador o a este temible Diablo que te lo permitirá todo?»[31].

Escribe Tomás: «La abstinencia, por su mismo nombre, indica sustracción de alimento»[32]. Acordemos que sustraer el alimento no es placentero. Por consiguiente, agrada a Dios. Todo lo que el hombre pueda ahogar de sus instintos será bien mirado por el Doctor Angelicus. La Summa se nos presenta como una gigantesca obra destinada a frenar la bestia pecadora que el hombre es y Dios y la Iglesia no quieren que sea. «Mediante la abstinencia se castiga el cuerpo no sólo contra los ataques de la lujuria, sino también contra los de la gula, porque, al practicar la abstinencia, el hombre se hace más fuerte para vencer los ataques de la gula, que son tanto más fuertes cuanto más cede a ellos el hombre. Y no es obstáculo para que sea virtud especial el hecho que colabore con la castidad, ya que una virtud ayuda a otra»[33].

Nos propone el Doctor Angelicus un mundo y una vida desbordantes de placeres. ¿Es así? ¿Qué nos propone? Parece que es otra cosa. ¿Qué es bueno? Castigar el cuerpo contra los ataques de la gula y de la lujuria. No comer, no tener «deleite carnal». Algo que el hombre puede sencillamente —castigando apenas su cuerpo— ofrecer a la Iglesia y al Dios que la Iglesia representa. ¿Qué es malo? Comer y el «deleite carnal». Hay que abstenerse de esas debilidades pecaminosas para llevar una vida virtuosa que plazca a los dueños del poder pastoral. Tal vez estas cosas fueran sencillas para un hombre a quien el Papa San Pío V proclamó Doctor de la Iglesia en 1567. Luego, en 1789 (¡el año de la Revolución Francesa!), en la encíclica «Aeternis Patris», León XIII (que tenía por Santo Tomás una devoción, no patológica, pero casi) lo declara príncipe y maestro de todos los doctores escolásticos. Un año después lo nombra patrono de todas las universidades, academias y escuelas católicas del mundo. Qué gran reconocimiento, qué veneración obstinada y sincera. Pero Tomás no se enteró de nada. Ni su nacimiento ni su muerte tienen fechas seguras. Se cree que nació a fines de 1225. Se cree (con más firmeza) que murió en 1274. Lejos, muy lejos de los desbordes generosos de León XIII. Lejos también —por fortuna para él, que la habría abominado— de la Revolución Francesa. ¡Qué sacrilegio!, se habría enfurecido. Comprenderemos por qué si leemos la Cuestión 99 titulada, precisamente, El sacrilegio. ¿Qué sentido tiene una palabra tan severa? Varios, pero hay uno fundamental. Escribe Tomás: «Según dice el Filósofo [el Filósofo es siempre Aristóteles] en I Ethic… el bien común de la nación es algo divino. Por eso en la antigüedad llamaban a los rectores de la república divinos, cual si fueran ministros de la divina Providencia (…). Y así, dando a la palabra un sentido más amplio, sacrilegio se llama, por analogía, a lo que es signo de irreverencia hacia el príncipe, por ejemplo, el poner en tela de juicio, por lo que a sus decisiones se refiere, si conviene o no conviene obedecerlas»[34]. Así, la Summa del Doctor Angelicus sostiene que es incurrir en sacrilegio desobedecer la autoridad del príncipe. No es casual que —a lo largo de toda su historia— la Iglesia haya estado al Servicio de los poderes establecidos. Salvo excepciones que esa misma Iglesia se encargó de condenar. ¡Sacrilegio, señores! Eso es desobedecer la autoridad de los reyes. De aquí que el catolicismo y la Revolución Francesa nunca se llevaran bien. De aquí que Luis XVI creyera que gobernaba por derecho divino. Pero la gran revolución burguesa no se basó en Santo Tomás. Al contrario, su esencia consistió en su prolija, impecable negación. Toda revolución es un sacrilegio para los poderes constituidos. Descartes fue el que inició el levantamiento de 1789… el 8 de junio de 1637, cuando publica el Discurso del método. «Voy a dudar de todo menos de mi duda». «¿Cómo es posible? ¿Va usted a dudar de Dios?». «Dije que voy a dudar de todo». En ese momento, el cartesianismo ya decreta que nadie reina por derecho divino, porque no hay derecho divino. Saca la historia de los claustros y de la Providencia y la deposita en manos de los hombres. La Iglesia —hasta hoy— está al servicio de los poderes establecidos. Durante el genocidio argentino, varios hombres de fe visitaron al Papa Juan Pablo II. Eran los años de la Guerra Fría. De un lado, el Occidente cristiano. Del otro, el materialismo ateo comunista. Ningún matiz alteraba esto. No había matices. Era una guerra. Se le decía fría, pero era caliente en la periferia de los dos bloques enfrentados. Le dijeron a Juan Pablo II que en la Argentina se violaban los derechos humanos, que había, en ese país, una matanza, una masacre, campos de concentración, que una palabra suya de condena aliviaría ese horror. Juan Pablo II preguntó si los masacrados eran «comunistas». Le dijeron que sí.

—No hay nada que hacer entonces —dijo el hombre santo, el representante de Dios en la tierra.

Como veremos, también se basa en Santo Tomás la imposibilidad de ver el papel que juega el culo en tanto instrumento de idiotización al servicio del capitalismo. No, eso no lo ven. Entre tanto —todos saben esto— el mantener vigentes las prohibiciones hoy delirantes del Doctor Angelicus ha generado en los claustros actos de sodomía innumerables protagonizados por hombres de la Iglesia, que han leído la Summa Theologiae pero se sienten más atraídos por los culos rosados de los niños y los jóvenes. Hay, durante estos tiempos, un escándalo grave, desmedido en torno a esta sodomización de los hombres castos que ya no tienen fe ni fortaleza alguna para seguir siendo castos. Desean los culos púberes. Después, no tienen ni idea de la cultura en que viven. La cultura anal. Que hace más por sostener el orden establecido, el orden de los príncipes que seducía al Doctor Angelicus que todos ellos juntos. Porque el culo —si lo dijimos lo decimos de nuevo y si tenemos que decirlo más adelante igual lo decimos ahora— está al servicio del orden establecido. Su exhibición indetenible, su imagen como imagen hegemónica del mundo de la propaganda, del entretenimiento, de la comercialización, de la mercantilización corporal femenina y masculina, de la mercantilización unisex, agobia y ese agobio está librando una batalla día a día contra una subjetividad autónoma, contra la conciencia crítica, contra la posibilidad de que los seres humanos se piensen y piensen libremente en qué mundo viven y si ese mundo es justo o no. El culo impide que eso ocurra. El culo es reaccionario. Tanto como un programa de Marcelo Tinelli, lugar en que —no casualmente— el culo es el protagonista indiscutible, la estrella del show. Pero falta para Tinelli. Que de la Summa Theologiae, nada. Pero, del culo, todo.

Cuestión 151: La castidad

El Santo de Aquino cree en la razón. El fundamento de la razón humana está —como todo lo creado— en Dios. Dios es la verdad. Dios es la razón. Actuar según la razón es actuar según el beneplácito divino. Se formula la pregunta que da inicio a esta Cuestión 151: «¿Es la castidad una virtud? Solución: La palabra castidad indica que la concupiscencia es castigada mediante la razón, porque hay que dominarla igual que a un niño, según se nos dice en III Ethic. Ahora bien: lo esencial de la virtud humana consiste en ser regulada por la razón (…). Por lo cual queda claro que la castidad es una virtud»[35]. Que la castidad es una virtud no nos puede sorprender a esta altura (no muy alta aún) de nuestro conocimiento del santo ideario del Doctor Angelicus. Escribe: «Los motivos del uso de la comida y bebida por una parte, y de lo venéreo[36] por otra, son distintos. Por tanto conviene que sean distintas las virtudes, aunque del mismo orden»[37]. No es casual que el Santo utilice la palabra «venéreo» al nombrar el acto sexual. Si venéreo como placer se conecta con venéreo como enfermedad algo habrá que haga más peligroso al placer sexual. Cuanto más temido, menos practicado[38].

Para acercar la cuestión a nuestros días, podríamos decir que hasta comienzos del siglo XX habría sido posible llamar al coito —aplicando el mismo criterio— coito sifilítico. O placer sifilítico. Y hoy la correcta denominación del acto sexual sería placer sidoso.

Sigue Tomás y se apresta (como tantas veces en la Summa) a llamar en su ayuda a San Agustín: «Los deleites venéreos son más fuertes y atacan a la razón más que los de los alimentos. Por eso necesitan un freno y castigo mayor, porque, si se les deja, crece la concupiscencia y disminuye la energía de la mente. Por eso dice San Agustín en I Soliloq. Creo que nada debilita el espíritu del hombre tanto como las caricias de una mujer y las intimidades que acompañan a la vida matrimonial»[39].

Cuestión 152: La virginidad

Será porque uno es un hombre del siglo XXI y acaso un pecador, que ciertos pasajes del Doctor Angelicus —pese a todos los esfuerzos dedicados a esa tarea— escapan a mi comprensión. Sobre todo una cita de San Agustín que se encuentra en el punto 3, artículo 1 de la cuestión referida a la virginidad. Dice Agustín: A veces la partera ha echado a perder la virginidad de una doncella al explorar con su mano (I De Civ. Dei). Creo que el concepto de partera no se lleva bien con el de virginidad. ¿Para qué llamó la doncella virgen a la partera? ¿Por qué le pidió que explorara con su mano? No digamos qué, pero ya sabemos qué. ¿Por qué la partera exploró, para qué exploró, qué necesidad tenía de explorar y desflorar a la doncella? ¿Es de la partera la culpa o la torpeza? ¿Ha metido la mano donde no debió meterla, donde nadie le había autorizado a meterla? Entre tanto, ¿qué hacía la doncella? ¿Autorizó el torpe gesto de la partera? ¿No lo autorizó? Si no, ¿cómo pudo la partera meter su mano en lugar tan poco público y de no fácil acceso? ¿Lo hizo en un momento en que la doncella estaba distraída? ¿Acaso leía, acaso dormitaba, acaso tejía, acaso era idiota?

No, nada de esto. Cualquiera no podrá sino aceptar que Tomás y Agustín eran hombres muy inteligentes. Es imposible que Agustín haya escrito algo tan contradictorio, tan evidentemente contradictorio. Santo Tomás escribió sus obras entre 1252 y 1272, en pleno siglo XIII. No había ginecólogos. La partera no sólo traía al mundo a las nuevas criaturas, sino que trataba todas las molestias o enfermedades de las mujeres. Si algún caso no alcanzaba a dominarlo, llamaba a un médico. Ante cualquier cuestión en que la vagina se viera incluida, debía cuidarse mucho. No fuera a ocurrir lo que denuncia San Agustín. Que una partera haya «echado a perder la virginidad de una doncella al explorar con su mano» no tenía otro camino que ése. Pero debía proceder con exquisita cautela. «Explorar con la mano» era una injuria, una atrocidad. Debía explorar con un dedo, a lo sumo con dos. Sólo eso.

Una de mis clases de la primera década del nuevo milenio se hizo célebre. Era un curso sobre filosofía política argentina. Estaba en el punto del regreso del General Perón en 1973. Dije que López Rega tenía poderes sobre el General que los jóvenes de la Jotapé ni imaginaban. Que, por ejemplo, le masajeaba la próstata. Que, de la próstata, nada sabían los militantes de la Juventud. Porque, entre otras cosas, ser joven es no saber qué es la próstata. Uno de los alumnos dijo: «¿Usted sabe qué implica masajear la próstata?». «Supongo que puedo imaginármelo». «Meterle un dedo en el culo al General». Entonces dije: «A veces dos. Para tener una segunda opinión». Lo mismo con las parteras del siglo XIII. Con gran tersura ponían un dedo. Si ponían dos, es porque buscaban una segunda opinión. Otra vez, en un programa de Alejandro Fantino, éste me pregunta: «¿Qué es ser un intelectual?». «Molestar». «Meter el dedo». «A veces dos para tener una segunda opinión». El que hizo reventar la sala fue el de López Rega. El del programa de Fantino —excepcional lector de mis novelas, algo que le agradezco— levantó hojarasca, pero en el curso habría más de quinientas personas. En otra oportunidad, cuando el gobierno de De la Rúa tambaleaba, Menem lo fue a visitar a la Quinta de Olivos. Publiqué en mi contratapa de Página/12 una nota que llevaba por título: «El dedo en el culo». Después recorrí algunos kioscos para darme el placer de ver el diario colgado para su exhibición y, en su contratapa, para que nadie dejara de leerlo, el título: «El dedo en el culo». En cierto momento, la nota revela su excelente chiste fundante: De la Rúa ya era un dedo en el culo. Al convocar a Menem convoca a otro dedo. Ahora son dos. ¿Para qué lo convocó? Para tener una segunda opinión. La contratapa tornó más intensa la militancia asambleísta de la época. Me cuenta mi hija que unos pibes le dicen: «Contale a tu viejo que cuando leímos su nota “El dedo en el culo” empezamos a organizarnos en el barrio». Días más tarde, para hacerme un reportaje a raíz del éxito de la nota, me visita el periodista Osvaldo Bazán, que, en esa época, hacía pública una y otra vez su condición homosexual acaso para afirmarse. Fue uno de los primeros en —como se dice ahora— salir del closet. En cierto momento del reportaje, todo se pone patas para arriba. Porque el entrevistador cuestiona al entrevistado. «No estoy de acuerdo con el título de tu contratapa. Yo soy gay y el dedo en el culo me gusta». Valoré su sinceridad y decidí ser muy políticamente correcto. Le di la razón. Un mes más tarde, me pide que le presente una novela en la Feria del Libro. La novela estaba bien: La más maravillosa música. Era la historia de amor entre dos muchachos de la Jotapé en un mundo de valientes que no toleraba eso; o no, al menos, con facilidad, de buen grado. Al terminar el acto, le digo: «Escuchame, el dedo al que yo me refiero en la nota…». Se me adelanta: «Ya sé, es el dedo no querido». «Además, a los heterosexuales también suele gustarles el dedo en el culo». «Sí, pero corren un gran peligro y le tienen terror. Si les gusta mucho, si les gusta demasiado, terminan putos».

Vienen ahora algunos de los mejores textos del Doctor Angelicus. El juego entre el ardor y el verdor revela que existía en este hombre el hálito delicado de un poeta, que, posiblemente al ser la Summa Theologiae un Manual de prohibiciones se obliteró a sí mismo casi sin que Tomás lo advirtiera. Que la Summa es un Manual de prohibiciones no agradará a muchos fieles y devotos católicos. Pero es lo que creemos e iremos demostrando. En ese Manual de prohibiciones se fundamenta el poder de la Iglesia. Ese Manual constituye también eso que Foucault llama poder pastoral. Escribe nuestro Santo: «La palabra virginidad parece derivarse de verdor. Y así como se dice que lo que está verde conserva su verdor mientras no experimenta el ardor producido por el excesivo calor, también la virginidad implica que la persona que la practica esté inmune del ardor de la concupiscencia, que parece darse en la consumación del sumo deleite corporal, que es el venéreo»[40]. Hay una novela de un escritor hoy olvidado y que perteneció al grupo Sur de Victoria Ocampo, Eduardo Mallea, que lleva por nombre Todo verdor perecerá. También hay una célebre frase de Goethe, que utilizaba una revista de los años sesenta (El Escarabajo de Oro), que jugaba apropiadamente con esos conceptos: «Gris es toda teoría, verde es el árbol dorado de la vida». Se trata de una réplica de Mefistófeles. Es una de las tentaciones a que somete al Doctor Fausto. Tu vida es gris porque eres, Fausto, un hombre de saber. De cánones y latines, como dice Borges de Laprida en el «Poema conjetural». Laprida también estaba del lado gris de la vida. Así lo había querido. Eso hacía de él un civilizado, un hombre del mundo de la cultura, no de la barbarie. Podríamos interpretar que el íntimo puñal que lo penetra al final de la batalla en que ha sido derrotado por los gauchos, por los bárbaros, y que lo lleva a pensar que, a cielo abierto, yacerá entre ciénagas, es el que lo incluye en el verdor de la vida, el que le entrega su «destino sudamericano» que sólo verde podía ser, ya que los pueblos bárbaros no son racionales (grises), pero tienen el ardor de esa barbarie que los identifica y que seduce a los cultos. En el pasaje de la existencia gris y fría a la existencia verde y ardorosa está la explicación de eso que impulsa a los hombres de cánones y latines a permitir que la barbarie los seduzca. El verde y el ardor son irresistibles. ¿No lo dice Tomás? El sumo deleite corporal es el venéreo. La tarea del Santo es dura. Prohibirles a los seres humanos el más grande de los deleites corporales sólo es posible desde una mirada evangélica que cree que se debe vivir para un solo placer, el máximo: el de la sumisión al amor y a la protección de Dios y de la Iglesia.

Cada vez estamos más próximos a las conclusiones definitivas, complejas. Porque es complejo admitir que los seres humanos así como tienen que comer para estar vivos tienen que buscar la fecundidad de la carne para que la especie no desaparezca. Para esto, para la procreación y sólo para ella, puede entregarse la virginidad. Sin embargo, Tomás citará a Agustín, en De Virginit, para decir: «Hay que afirmar que la fecundidad de la carne, aun la de aquellos que ahora no buscan en el matrimonio sino una prole que dedicar a Cristo, no puede resarcirse de la virginidad perdida»[41]. Ni siquiera la vida sexual en matrimonio y para hacer crecer «una prole que dedicar a Cristo» lleva a perdonar la virginidad perdida. No hay nada por medio de lo cual una mujer pueda hacerse perdonar la injuria de la carne que es la pérdida de la virginidad. Se le autoriza a tener placer venéreo sólo para procrear. Pero ni esto limpia su acto impuro. Dios y la Iglesia sólo mirarán con amor y complacencia a aquella que jamás haya incurrido en el placer venéreo.

La última pregunta que Santo Tomás postula en la Cuestión 152 sobre la virginidad es la que sigue y es, también, crucial para él, para la Summa y las exigencias de este Orden eclesiástico tiránico: ¿Es la virginidad la virtud más excelente? La pregunta ya ha tenido su respuesta casi desde las primeras líneas de esta Cuestión fundamental. Pero Tomás busca ser exhaustivamente claro, transparente. Estas cosas de la carne deben tener indicaciones terminantes. Si la especificación de lo que debe ser es cristalina, menos justificación tendrá la violación del dogma. El régimen de hierro que la Summa impone podrá castigar mejor los desvíos si las prohibiciones están claramente establecidas. El Estado medieval eclesiástico no es el Estado kafkiano, esa prefiguración del Estado nacionalsocialista. Kafka planteará la incertidumbre respecto de la culpa. El terror consiste en no saber qué me convierte en culpable a los ojos del Estado represivo. «Seguramente se había calumniado a Josef K…, pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana». (Capítulo primero de Der Prozess). También la metamorfosis de Samsa en un horrible insecto señala la incomprensibilidad de lo que acaece. Sobre todo para el protagonista del hecho, su víctima. ¿Qué es ahora que ya no es lo que era? ¿Qué otra cosa sino persecuciones y castigos puede esperar alguien que, de pronto, es distinto de todos?

No es así en el Orden Medieval. Todo está claro en la Summa. Nadie podrá decir que no fue advertido in extremis. Lo mejor es ser virgen. Nada restaura el deterioro de la carne. Ni el matrimonio ni la procreación. Santo Tomás cita a San Cipriano (De Virginit): «Ahora hablo a las vírgenes, cuyo cuidado debe ser mayor cuanto mayor es su gloria. Son la flor del jardín de la Iglesia, honra y ornato de la gracia espiritual, la porción más ilustre del rebaño de Cristo»[42]. Aquí no hay espacio para la comprensión y el amor que Jesús de Nazareth ofreció a la hetaira Magdalena. La Summa está muy lejos de aquel profeta en cuyo nombre dice hablar. No hay bondad, no hay amor en la Summa. Hay indicaciones rígidas, prohibiciones feroces. Y el texto con que el Doctor Angelicus cierra esta Cuestión 152 es esencial, absoluto. Aquí encontramos los dogmas más terribles de la Iglesia, los fundamentos de su incomprensión y de sus matanzas: «Las vírgenes acompañan al Cordero dondequiera que vaya porque imitan a Cristo no sólo en la integridad de su mente, sino también de su carne, como dice San Agustín en el libro De Virginit. Por eso siguen casi siempre al Cordero. Pero no necesariamente desde más cerca, porque otras virtudes acercan a Dios mediante la imitación por parte de la mente. En cuanto al cántico nuevo que entonan sólo las vírgenes, es el gozo que tienen por haber conservado intacta su carne»[42]. En rigor, acaso el placer venéreo sea el sumo deleite corporal, pero ¿qué es el deleite corporal comparado con el gozo de haber conservado la pureza de la carne? Esa pureza otorga a las vírgenes un cántico que sólo ellas entonan. Ese cántico es nuevo, puro e intocado como la carne de esas mujeres que han logrado imitar hondamente a Cristo (que nació de una virgen y fue, él, también virgen) no sólo en la integridad de la mente sino, según queda dicho, también de la carne, venciendo todas las tentaciones, las del ardor, las del verdor. En suma —nos permitiremos decir—, las de la vida. Pero Tomás refutará: no hay mejor vida ni mayor gloria que imitar la vida y la gloria de Cristo.

Sin embargo, hay que admitir, en bien de los seres humanos, que no es fácil imitar «la vida y la gloria de Cristo». Jesús es Dios hecho hombre. Jesús es entonces Dios. ¿Cómo es posible exigir a los simples humanos del valle de lágrimas que se comporten como un Dios? Hijo de Dios o Dios en sí mismo, Jesús está muy por encima de cualquier fiel creatura que transite por este mundo. La exigencia de que imite «la vida y la gloria de Cristo» constituye una enorme injusticia e, incluso, una crueldad, pues ya se sabe que la creatura está condenada al fracaso en esa empresa imposible que se le pide. Esta empresa imposible —como veremos— será uno de los fundamentos más efectivos de la Inquisición española. Las relaciones entre la Summa Theologiae y Torquemada son tan profundas como escalofriantes.

Plegaria del hombre medieval

Yo, Señor, soy sólo un ser humano, puedo seguirte, honrarte, orarte, pero nunca podré ser como Tú. ¿Qué me pides? Mi carne es débil. La Tuya no. Estoy tramado por deseos de todo tipo. ¿Quién los puso en mí? Siempre recuerdo las quejas justas del santo de Hipona, de Agustín: ¿Por qué pusiste en mí el deseo de la carne si me lo ibas a prohibir? ¿Por qué me hiciste tan débil al pecado si me ibas a castigar? ¿Qué clase de Dios eres que pones algo en mí y luego me lo prohíbes? ¿Es malo pecar? Claro que sí, responderás. Pecar es el Mal. Pero el Mal no es un pecado. El Mal está en todo pecado. Es la suma de todos ellos y en todos ellos se expresa y triunfa. El Mal es la forma suprema de la desobediencia a Dios. Entonces, Señor, Tú puedes enmendar todo el sufrimiento al que nos has sometido a los que te seguimos y tenemos fe en Ti. Si eliminas el Mal eliminarás el pecado, que es el modo de todas sus manifestaciones. No nos liberes a nosotros de cometer el Mal. Elimina el Mal, Señor. Te lo ruego. Si no existiera el Mal, nuestra existencia no sería una valle de lágrimas. Con mayor fe y entereza esperaríamos el Cielo prometido, el Paraíso. Pero así, de este modo cruel, sólo somos los sometidos a luchas terribles para poder seguirte. Para nosotros, miserables humanos, la Fe es un castigo. Seguirte es un dolor continuo. Para Ti, huir del pecado es simple pues la tentación no habita tu espíritu. La venciste una vez y la venciste para siempre. Nosotros tenemos que vencerla todos los días, porque todos los días aparece, todos los días nos acecha, nos tienta con tentaciones irresistibles, pues sabe tentarnos. Y Tú sabes quién nos tienta. Nos tienta él, Satán. El Santo del Mal, el que sabe conducirnos a él por medio de sutiles o groseras tentaciones. ¿Eres omnipotente o no lo eres, Dios de todos mis sufrimientos? Si, como dices una y otra vez, lo eres, pues ¡acaba con él! Acaba con Satán. Con la fuente del pecado. Si el pecado ya no tiene una tierra fértil de donde nacer y nacer infinitamente, nosotros, los pecadores, los débiles, los que no somos como Tú, los que no somos dioses, sino sensible carne y débil espíritu, estaremos, por fin, libres del tormento de la lujuria. Dios nuestro, si Tú supieras el suplicio que representa el saber que no debemos pecar y, a la vez, la atracción demoníaca que el pecado, la lujuria, el Mal ejercen sobre nosotros, serías más piadoso, tus castigos más leves. Dinos, ¿quién es más fuerte? ¿El que resiste y elude al pecado porque no sufre su tentación? ¿O nosotros, que, por amor a Ti, resistimos al pecado deseándolo tanto como deseamos amarte y ser puros ante tu mirada impiadosa? Disculpa, Señor, pero veo más fuerza en nosotros, humildes seres terrenales, que en tu magnífica omnipotencia. He aquí, entonces, el punto: eres tan omnipotente que la tentación ni te roza. Pero quienes te dirigimos esta plegaria insumisa que acaso nos harás pagar castigándonos, somos débiles, la tentación no sólo nos roza, hace su presa de nosotros, de nuestras más bajas pasiones y no siempre triunfamos en la lucha que libramos contra ellas. Por fin, entonces, Señor, ¡aniquila el Mal! ¿O es el Mal más fuerte que Tú? Si atribuyes, como lo haces a menudo, a nosotros su existencia, entonces su triunfo está asegurado. Porque por bondadosa que sea nuestra voluntad, nuestra alma, nada pueden contra el Mal. La tentación viene desde afuera y su primera víctima son nuestros ojos, que la ven y la desean. Pero el Mal, Señor, se ha adueñado de nuestra alma. Y ahí se libra el combate. En él, nos sentimos asistidos por Ti. Recibimos Tu luz y nuestras fuerzas se duplican. Entérate, Señor, no es suficiente. Al frente del Mal está Satán, el mismísimo demonio. Al frente del bien estamos apenas nosotros. La batalla es desigual. Te necesitamos, Señor. Oh, Dios, desciende hacia nosotros y lucha al frente de tus atribulados ejércitos. Tú creaste al Mal, derrótalo ahora. Tú lo pusiste en nuestros corazones, quítalo de ahí. Tú eres omnipotente, no el Mal. ¿No alcanza tu omnipotencia para destruirlo? ¿O el Mal es más fuerte que Tú? No podemos admitirlo ni comprenderlo. Tú eres la fuente de todo. La potencia originaria y esencial que late en toda potencia. De un desgajamiento de tu potencia ha surgido el Mal. No es autónomo. No nació por sí ni desde sí. Nació por Ti, Dios nuestro. Eres el único que puede destruirlo. Destrúyelo entonces. Destrúyelo, Señor[44].

Cuestión 153: El vicio de la lujuria

Santo Tomás, también llamado el Aquinate, se lanza con más furia que nunca contra la lujuria. «Así como la templanza tiene como objeto principal y propio los deleites del tacto (…) así también la lujuria tiene por materia principal los placeres venéreos, que desatan el alma de una manera particular»[45]. Sigue: «Se considera que el vino es lujurioso (…) en cuanto que el uso superfluo del vino supone un incentivo para el placer venéreo»[46]. Luego el Aquinate se formula una pregunta cuya respuesta (a esta altura) ya conocemos: «¿Puede darse algún acto venéreo sin pecado?». No, el acto venéreo es siempre pecado. Aun cuando sirva a la inevitable procreación. Siempre queda «algo de pena» cuando algo es fruto del pecado. ¿Y el semen? Es necesario, de mala gana, accede Tomás. También a esta altura uno se pregunta: ¿de dónde sacan tan buena información sobre los actos venéreos los ideólogos de la Iglesia? ¿Debemos dudar de su pureza, creer que jamás han incurrido en lujuria alguna?

Siguen las preguntas: ¿Es la lujuria un vicio capital? ¿Cómo no habrá de tener Tomás respuesta para tal cuestión? «El fin de la lujuria es el deleite venéreo, que es el más fuerte. Por ello, tal deleite es sumamente apetecible por parte del apetito sensitivo, ya debido a la vehemencia del deleite, ya por lo connatural que es esta concupiscencia. Queda claro, pues, que la lujuria es un vicio capital»[47].

Introduce Tomás el concepto de fornicación simple. En ninguno de los casos que estudia considera a la fornicación simple pecado mortal. Pero esa fornicación es la que se ejerce con la propia mujer buscando la necesaria meta de procrear. Porque, por más que se esfuercen los padres de la Iglesia, la especie humana debe procrear. De lo contrario, desaparecería y ellos se quedarían sin nadie a quien atormentar prohibiéndole sus pecados. Ese pecado hay que permitirlo. No hay que hacerlo mortal. Se acaba todo. En algún momento, en algún fatídico día, hay que permitirle al hombre el contacto carnal, la inmundicia venérea. Poner su miembro viril donde nació para ser puesto. En la caverna arbolada, húmeda, infinitamente deleitable de la mujer. Ignoramos si el Doctor Angelicus conoció alguna vez estas cavernas que tan hermosa hacen la vida. Pero San Agustín, el santo de Hipona, a no dudarlo: anduvo por esos ámbitos oscuros como el pecado, deleitables como el placer. Nada de esto piensa Tomás. Su idea sería (paganamente dicho): coger, procrear y huir. ¿Adónde si no a la masturbación? Ya vamos adivinando de dónde vienen los escándalos morales (sobre todo la pedofilia) que acosan hoy a la Iglesia.

Advierte Tomás: ¡Cuídate de frecuentar a otra mujer que no sea la tuya! «Luego, la fornicación, y todo comercio carnal con otra mujer que no sea la propia, es pecado mortal. Sólo el pecado mortal aparta del reino de Dios»[48]. Sigue: «Por eso es contrario a la naturaleza humana el que el hombre practique indiscriminadamente el trato carnal siendo preciso, por el contrario, que sea marido de una determinada mujer, con la que ha de permanecer, no por un corto período de tiempo, sino por mucho tiempo, incluso durante toda la vida»[49]. ¿Divorcio? ¿Cómo, qué es eso? Sin duda, pecado mortal.

La fornicación «al no darse dentro del matrimonio, va contra el bien de la prole y es, por ello, pecado mortal»[50]. El Aquinate se sigue haciendo preguntas cuya respuesta podemos imaginar. Qué modo tan particular tiene de formularlas. ¡De las cosas que se ocupa! Por ejemplo: «¿Existe pecado mortal en los besos y los tocamientos?». Qué expresión, caramba. Los besos y los tocamientos. Y luego la desmesura de siempre: aquel que mira a una mujer y la desea, ya pecó en su corazón. «Luego con mayor razón serán pecado mortal el beso sensual y actos similares»[51]. «¿Es pecado mortal la polución nocturna?». No sabemos, Doctor Angelicus, diga usted. «¿Es el adulterio una nueva especie de lujuria?». «¿Es el incesto una especie distinta de lujuria?». Todo, todo es lujuria. Y, por último, el vicio contra la naturaleza.

Vicio contra la naturaleza: «Primero, si se procura la polución sin coito carnal, por puro placer, lo cual constituye el pecado de inmundicia, al que suele llamarse molicie. En segundo lugar, si se realiza el coito con una cosa de distinta especie, lo cual se llama bestialidad. En tercer lugar, si se realiza el coito con el sexo no debido, sea de varón con varón o de mujer con mujer (…) y que se llama vicio sodomítico. En cuarto lugar, cuando no se observa el modo natural de realizar el coito, sea porque se hace con un instrumento no debido o porque se emplean otras formas bestiales y monstruosas antinaturales»[52]. ¡Hemos llegado por fin a nuestro tema! El culo. Tomás no menciona esta palabra, claro. Pero, como cierre de la Cuestión 154, escribe: «Y después viene el pecado consistente en no guardar el debido modo de realizar el coito, más grave que si no se realiza en el órgano propio de la generación que si hay algún desorden en cuanto a otros detalles relativos al modo de realizar el coito»[53]. Es muy simple: el coito se debe realizar «en el órgano propio de la generación». Todo sabemos cuál es. En cambio, ¿genera, el culo, algo? No, sólo mierda y placer venéreo[54].

Se condena la homosexualidad. Nada de sexo de varón con varón o de mujer con mujer. Se incurre, al hacerlo, en vicio sodomítico. Esto lo estableció Tomás en el siglo XIII. Todavía la Iglesia condena la homosexualidad. En una encuesta que inquiere qué se espera de Francisco, se les pregunta a los encuestados si la Iglesia debería aceptar la homosexualidad. Un 59,7% dice que sí. Es tal el carácter retrógrado de la política del Vaticano que aún se aferra a las leyes que estableció el Doctor Angelicus. Es tal la vigencia de la Summa Theologiae que todavía se siguen sus prescripciones. Por ellas, cientos de miles de personas —luego de pasar por el tormento— fueron llevadas a la hoguera durante la Inquisición. Por ellas, todavía hoy —en cualquier parte, aunque en algunas más que en otras: en el midwest norteamericano, por ejemplo— un homosexual puede ser atacado por una patota homofóbica que lo molerá a golpes o, sin más, lo matará. Por ellas, en la encuesta que mencionamos, sólo un 59,7% dice que la Iglesia debería aceptar la homosexualidad. Pero un 26,7% dice que no. Y un 13,6% no sabe, no contesta, lo que implica decir también que no. A la pregunta ¿debería la Iglesia suspender el celibato?, un 54,9% dice que sí. Aclaremos que estas encuestas fueron llevadas a cabo por el diario progresista, partidario de los derechos humanos y del matrimonio igualitario en un país que ha concedido esas cosas, Página/12, y que muchos de los encuestados son lectores de ese diario, algo que supone que, al serlo, tienen tendencias hacia medidas no cavernícolas sobre esos temas, sino todo lo contrario. Pero en los sectores de clase media, clase media alta y oligárquicos los resultados habrían sido —en efecto— cavernícolas. Recordemos: la frase final ante estos temas es Hay que matarlos a todos. Igual que Torquemada. El espíritu intolerante, autoritario de la Summa Theologiae y la sed de castigo de Torquemada recorren aún la política y la moral de Occidente. El siglo XIII y el siglo XV vigentes en el siglo XXI. ¿Hay progreso en la historia?

Volvamos a la pregunta ¿debería la Iglesia suspender el celibato? Aquí hay una frecuente confusión. Se supone que «suspender el celibato» es permitir que los curas se casen. Pero celibato no es «no permitir el casamiento». Celibato es no perder la castidad. Cuando la Iglesia exige a sus pastores castidad, exige mucho más que ausencia de matrimonio, sino total alejamiento de los deleites carnales. Al ser así, los curas han perdido la castidad desde hace muchísimo tiempo y hoy más que nunca. No hay celibato en la Iglesia. O se ha reducido mucho. Tanto, que ya ha adquirido la forma del escándalo. Los casos de pedofilia son de dominio público, ocupan las páginas de los diarios. Se les debe permitir a los curas incurrir en el deleite carnal. Casados o solteros, tienen que gozar de los placeres del sexo y terminar con algo que sólo puede provocarles neurosis y desvíos. El cura que penetra a un niño sin duda cree que a través de su semen le entrega el espíritu divino. Pero si ha tenido que crear una coartada semejante (que, neuróticamente, lo tranquiliza) es porque tiene bloqueado el camino de una sexualidad libre. Suspender el celibato es, antes que entregarlo al matrimonio, abrirle esa posibilidad.

El sexo anal en la Edad Media

Según vimos, para Santo Tomás el sexo anal es el vicio sodomítico. No puede haber calificación más condenatoria, ya que el mismo Dios condenó al fuego, al azufre, a la destrucción total a las ciudades de Sodoma y Gomorra, episodio que se narra en el Génesis. Si nos concentramos en Sodoma habrá que dejar establecido que la ciudad era un espacio de concupiscencia absoluta. Todos los vicios se cometen en ella. También el muy detestado por Tomás: el de la homosexualidad, «varón con varón, mujer con mujer». De ahí en más queda establecido el adjetivo sodomítico para relacionar cualquier conducta con las que se llevaban a cabo en esa ciudad, todas aberrantes. Así, el sexo anal es vicio sodomítico. Está dentro de los vicios contra natura, los peores dentro de la esfera sexual.

¿Hacia dónde vamos? Creemos nuestro deber aclararlo. Este ensayo trata sobre la culocracia como imagen hegemónica de la modernidad informática. Nuestro objetivo es llegar a un momento en que, en la televisión argentina, una señorita, cubierto su culo apenas por un jean deshilachado, al punto que le dejaba al descubierto la zona que Quevedo Villegas llamó ojo del culo, se inclina hacia atrás y —por decirlo así— saca culo para exponerlo a «algo». ¿Qué es algo? Es un cómico de cuarta categoría que se inclina y coloca su ojo derecho —cerrado el izquierdo— con el propósito de «ver» a través del culo de la señorita. Vi esa imagen en una de mis habituales concurrencias al programa TVR, que se especializa en acumular todas las imágenes semanales de la televisión basura, concepto que, con todo orgullo, dice haber creado una señorita llamada Silvia Süller, célebre por haber sido esposa de un famoso conductor televisivo de nombre Silvio Soldán, cuyo aplique capilar era célebre e in disimulable. La señorita Süller, al separarse del señor Soldán, publicó un libro de memorias. Narraba, en él, su larga relación con el señor Soldán. El título del libro es por demás ingenioso: Quince años bajo el quincho. Según se sabe, se les dice «quincho» a los apliques capilares que en la cabeza (dónde si no) se ponen los hombres a los que la pelada aterroriza hasta el extremo de introducirse sin medida en los tristes e irretornables caminos del ridículo. Mi primera asistencia a TVR me produjo tal repulsión que confesé: «Suerte que no comí antes de venir porque si no vomitaba del asco». De ahí en más escribí una contratapa bajo el título de «La TVVómito». El término se hizo famoso. Pasó de todo. Me insultaron en todos los canales y hasta me dejaron amenazas por teléfono. Pero es por medio de la TVVómito que el culo reina. Y por muchos otros lados. Ya veremos esto.

Importa ahora entrar en el tema sin tapujos ni fingimientos. Hemos analizado un gran material en la web y hay trabajos sólidos y citables. El de la Pontificia Universitas Lateranensis, por ejemplo. Y otros. Partimos de una certeza compartida: la llamada Edad Media duró diez siglos. En alguna época se le decía «la noche de la Historia». Con los años, al no poder encontrar cuál sería la alborada, la mañana o el mediodía de la Historia, el término cayó en desuso. Citamos: «¿Son normales las relaciones anales? ¿Cuáles son los problemas de la penetración anal? ¿Cómo se pueden disfrutar las relaciones anales? ¿Cuáles son las complicaciones de las relaciones anales? Recomendaciones finales para un sexo anal satisfactorio». Estos temas, bien tratados, se encuentran en www.fertilab.net: Ginecología-sexualidad-homosexualidad. Y los produce La primera unidad de reproducción humana en Venezuela, creada en 1974. Veamos: ¿Por qué el culo se ha transformado en la imagen hegemónica de la modernidad informática? Se viven los tiempos de la globalización. Un globo es redondo. El culo es redondo y hasta el epítome de la redondez. Lo informático requiere la globalización para imponerse. A su vez, no habría globalización sin el formidable proceso de informatización que la hace posible. La globalización informática es una de las pesadillas de Heidegger realizada. O no una, la peor: «Cuando el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuando se puedan “experimentar”, simultáneamente, el atentado a un rey, en Francia, y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo sea sólo rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que lo temporal, entendido como acontecer histórico, haya desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija como el gran hombre de una nación; cuando en número de millones triunfen las masas reunidas en asambleas populares —entonces, justamente entonces—, volverán a atravesar todo este aquelarre, como fantasmas, las preguntas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿después qué?»[55].

Lo que Heidegger describe es hoy —y desde hace tiempo— posible. Y a todos nos gusta. No le vemos las características demoníacas que le ve Heidegger, al cabo un filósofo agrario. Todos quieren ver el Mundial de Fútbol en directo. O una pelea importante. O un encuentro político. O una rebelión de subalternos expulsados de la polis. O un opulento desfile de modas. O las guerras. Las torturas. Los cadáveres. Todo lo cual se verá con el mismo tono emocional. Quiero decir: si el concepto de globalización fundamenta o fortalece la circularidad del culo no habría de qué sorprenderse. Los dos fenómenos son parte de uno: el fenómeno informático. El que ningún filósofo ha visto aún con el peso que merece. Como la culocracia. O —su cara paralela— la culolatría. Hay una idolatría del culo. Entraremos a fondo en estos temas al analizar la TV de hoy y las revistas de modas o los comerciales o los afiches callejeros. Pero hay algo poderoso. Tan poderoso que recién ahora lo mencionamos. ¿Tanta fascinación por la belleza del culo excluye o incluye las heces? Nadie, por más que lo desee, puede separar al culo de lo que de él sale. Y lo que del culo sale son las heces. Claramente: mierda. Lo que sale del culo es mierda. ¿Se debe hablar entonces de una mierdocracia? ¿De una mierdolatría? No, los culos de las hermosas mujeres que mundialmente ganan buen dinero o fama y fortuna exhibiéndolo, nada tienen que ver con algo tan desagradable como las heces. Esto, por decirlo así, en una primera lectura. En la escena de apertura del último film de Stanley Kubrick aparece, en plano completo, Nicole Kidman de espaldas. Nadie podría pensar que de ese culo sale caca[56]. Sin embargo, en algún punto lo sabemos. Acaso nos parezca imposible que suceda con una señorita tan bella y tan fina como Nicole. Pero es así.

Prohibiciones y castigos: la Santa Inquisición

Varias veces, a lo largo de la escritura de este ensayo y mientras lo preparaba, no pude dejar de pensar en esa mujer errática, en esa hetaira carnal, que entró en la estancia del joven fraile Tomás para tentarlo. Se dice que la enviaron sus hermanos, pues no querían que se dedicara a la vida sacerdotal. Si esa chica hubiera tenido más empuje, más decisión, tal vez si hubiera sido más bella, Tomás de Aquino habría pasado una noche de amor y no habría escrito la Summa Theologiae. ¿Algún otro lo habría hecho? Posiblemente. La Summa era necesaria. Primero, para dar cohesión a la Iglesia. Segundo, para consolidar el orden medieval de creencias: todo remite a Dios. Tercero, para justificar los castigos de la Inquisición. Pero acaso algún otro lo habría hecho con menos afán prohibitivo, con menos fanatismo religioso, con mayor comprensión por las debilidades del ser humano. Tomás es un obsesivo. Y no sería aventurado suponer que toda su vida buscó vengarse de esa hetaira. Hay hechos iniciáticos que destinan a un hombre, a una mujer.

La Summa, según dijimos, es un Manual de prohibiciones. Lo que no se puede, no se puede. Lo que se puede, se puede. No es un Manual de castigos. Hasta donde yo sé, la Summa no establece castigos para los que incurren en los pecados que férreamente enumera. Todo lo contrario sucede en el Antiguo Testamento. Y también en el Nuevo, pues el profeta de Nazareth, aunque sus mensajes son esencialmente de paz y de amor, jamás deja de aceptar lo dicho en el Antiguo Testamento. El Corán se desborda en castigos, pero el Antiguo Testamento no le va en menos. En el Levítico, Yahvé da sus instrucciones a Moisés. Los mandamientos no son diez. Son muchos, muchísimos más. Y durísimos. Yahvé dijo a Moisés: «Di a los israelitas: Yo soy Yahvé, vuestro Dios (…). Cumplid mis normas y guardad mis preceptos (…). Guardad mis preceptos y mis normas. El hombre que los cumpla, gracias a ellos vivirá. Yo, Yahvé[57]»». ¿Qué le sucederá a quien no cumpla esos preceptos? Nada bueno. Yahvé es un Dios impiadoso, duro, que castiga fieramente los pecados que se cometen en su contra, pues todo pecado lo es contra Yahvé. En Levítico 20 se trata el tema de las sanciones. En (B) se detallan las Faltas contra la familia. «Quien maldiga a su padre o a su madre será muerto, ha maldecido a su padre o a su madre; su sangre sobre él. Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, serán castigados con la muerte: el adúltero y la adúltera. Si un hombre se acuesta con su nuera, ambos morirán; han cometido una infamia; su sangre sobre ellos. Si un varón se acuesta con otro varón, como se hace con una mujer: ambos han cometido una abominación, han de morir; su sangre sobre ellos». He aquí la comprensión del Antiguo Testamento sobre la homosexualidad. Aún hay quienes esgrimen estos argumentos para vehiculizar su homofobia con el apoyo de los textos bíblicos. Hay tantos disparates en ellos leídos desde las costumbres seculares que lo mejor que han encontrado los hombres y las mujeres lúcidos/as es responder con otras normas impracticables de la Biblia. Vamos a la Exhortación final. Termina así: «Sed santos para mí, porque yo, Yahvé, soy santo, y os he separado de los demás pueblos para que seáis míos. El hombre o la mujer que practique el espiritismo o la adivinación será castigado con la muerte; los apedrearán. Su sangre sobre ellos». Siguen los castigos en Santidad del sacerdocio. «Si la hija de un sacerdote se prostituye y se profana, a su padre profana; será quemada». Queda claro: será quemada. Yahvé impone castigos brutales. Y desdenes lacerantes. Que ningún defectuoso se le acerque: «Ningún descendiente de Aarón que tenga defecto corporal puede acercarse a ofrecer el alimento de su Dios. Podrá comer el alimento de su Dios, las cosas sacratísimas y las sagradas; mas no podrá pasar hasta detrás del velo ni se acercará al altar, porque tiene un defecto y profanaría mi santuario, pues yo soy Yahvé, el que los santificó». (Levítico, 21, C). El rechazo de los defectuosos, el asco que se les profesa, es más que indignante, es inaceptable. Ningún Dios puede rechazar a un defectuoso. Tampoco hombre alguno. Se conoce la frase de Nietzsche en el comienzo de El Anticristo: «¡Que los débiles y los fracasados perezcan!, primer principio de nuestro amor a los hombres. Y que se les ayude a morir»[58]. Se anticipa en estos textos la eutanasia nacionalsocialista. Los nazis no querían defectuosos en su comunidad. Página/12 (en su «pirulo» de tapa del martes 9 de julio de 2013) publicó lo siguiente: «Eutanasia: Entre 1940 y 1941, el Tercer Reich ejecutó a decenas de miles de discapacitados físicos y psíquicos en lo que se llamó “la eutanasia nazi”. En el número 4 de la calle berlinesa Tiergarten comenzó a construirse ayer un monumento de 31 metros de largo y 3,10 de alto, en homenaje a las víctimas. En ese lugar estuvo la “Fundación Caritativa para la Cura y el Cuidado Institucional”, dirigida por el jefe de la Cancillería de Hitler, Philipp Bouhler, y su médico personal, el doctor Karl Brandt. Desde allí se dirigió la matanza de 70 273 enfermos de epilepsia, esquizofrenia y otras enfermedades psíquicas y físicas». También aplicaban, a los débiles mentales, la esterilización forzosa para que no pudieran tener descendencia de su estirpe enferma. En el gran film de Stanley Kramer, Juicio en Nüremberg, el actor Montgomery Clift (deteriorado en un accidente automovilístico) interpreta a un esterilizado con todo el dolor de su propio drama y su alta calidad interpretativa. No sólo es uno de los grandes momentos del cine, permite ver y sentir y también comprender el sufrimiento de un esterilizado transmitido por un gran actor en el ocaso de su corta vida. Los restantes actores (la película tiene un cast de grandes estrellas), al saber que era el día de la filmación de Clift, acudieron todos, se sentaron en los lugares de los asistentes al juicio y rindieron su homenaje silencioso al gran actor. Su interpretación es uno de los más altos momentos del arte dramático.

Entre las tragedias que estragaron la vida de Monty Clift está su sofocada homosexualidad. En el Hollywood pacato y macartista de los años cincuenta ser gay era una mácula insuperable. Quienes lo eran debían luchar por disimularlo o escamotearlo a la mirada y el juicio seguramente condenatorios de los otros. Pero la condena a la homosexualidad está en la Biblia y muy marcadamente en la Summa Theologiae. ¿Cómo habría de estar ausente de los cánones de la Pontificia Universitas Lateranensis? ¿Qué era esto? ¿Tenía peso e importancia en la vida católica de la comunidad? Por completo[59].

Impresiona verificar la presencia ineludible del Aquinate en todas las decisiones de la Iglesia. Podríamos concluir que Santo Tomás de Aquino sigue bajando la línea de la conducta vaticana. Mal (creo) pueden esperar los homosexuales un reconocimiento de la Iglesia Católica en tanto ésta se encuentre encuadrada dentro de los cánones de la Summa Theologiae. Hoy nadie va ser quemado en la hoguera por sus prácticas sexuales, pero estas conquistas son seculares. La Iglesia ha permanecido en el atraso de la Edad Media, ese orden oscuro, persecutorio, sometido a los mandatos de un Dios cuyos intérpretes terrenos se encargaron de ordenar y llevar al extremo. De esta forma, al comprobar el peso de la Summa durante los años de la modernidad, será claro lo que nos atreveremos a decir: Santo Tomás fue el ideólogo de la Inquisición. Esta infamia se prolongó durante siglos y su nombre ha quedado como sinónimo de persecución y de muerte. La Summa Theologiae debe ser incluida dentro de la historia del poder mediático. Al señalar, con tanta firmeza y fundamentación epocal, lo bueno y lo malo fue recibida como el elemento más apropiado para juzgar todo tipo de herejías y premiar las conductas castas, las que a la Iglesia y, por consiguiente, a Dios, agradaban. Desde sus páginas se decidió el férreo orden medieval. Desde sus páginas se quemó vivos a hombres y mujeres, se torturó, se aterrorizó y se afianzó un orden que expresaba un poder piramidal que llegaba a su más alta cima en la figura de los reyes y de la Santa Iglesia. «El primer inquisidor general, Tomás de Torquemada (leemos en el libro de Toby Green sobre el tema), fue quien dirigió la expansión de la Inquisición. Torquemada era un hombre moreno de aspecto saludable. Era un monje dominicano, confesor de los Reyes Católicos; se dice que cuando intentó decirle a Isabel que él no era más que un ser humano, ella le contestó: “Confesor, cuando estoy contigo siento que estoy acompañada por un ángel del cielo”.

»Torquemada se convirtió en inquisidor general el 17 de octubre de 1483, y al año siguiente fundó y asumió el liderazgo de la Suprema, o consejo supremo. Podía dar el cargo de inquisidor a quien creyera conveniente (…). Continuó ejerciendo su cargo hasta 1496 (…). Durante los años que Torquemada lideró la Inquisición, España se convirtió en un lugar muy distinto. Las hogueras se extendieron desde Sevilla en el sur hasta Zaragoza en el norte. En todas las partes, la gente se daba cuenta de que algo grave había comenzado. En 1488 las cárceles estaban tan atiborradas de prisioneros que fue necesario dictar condenas de arresto domiciliario. Surgió una atmósfera de extremismo que implicó que la expulsión de los judíos en 1492 y de los musulmanes de Granada en 1502 parecieran parte de una sucesión natural de acontecimientos. La “convivencia” había durado demasiado, y ya en 1526, luego de la conversión forzada de los musulmanes de Aragón, no se permitía residir en España a nadie que no fuera católico»[60].

El paranoico asesino (al que la Reina Isabel confundía y necesitaba confundir con «un ángel del cielo») asume en 1483. No pretendemos trazar «una sucesión natural de acontecimientos». Tal cosa no existe. Ya Engels buscó «naturalizar la historia» y no hizo sino cosificarla (Dialéctica de la naturaleza). Pero hay simultaneidades que forman parte de un mismo, amplio desarrollo histórico. Isabel la Católica es —según una célebre impostura— la cálida soberana que, por medio del generoso desprendimiento de sus joyas, permite la aventura de Colón y, con ella, el asalto a los territorios americanos. La Summa del Aquinate era —tanto en el siglo XV como en el XIII— la palabra de Dios sobre la Tierra. Con esa doctrina evangélica, Torquemada quema y tortura y sostiene la criminal Inquisición en tanto los españoles en el Nuevo Mundo masacran a los pueblos originarios por no aceptar el Evangelio y perder la posibilidad de tener un alma, que ellos, piadosos, les ofrecen. En el mismo año en que Colón llega a América, se lleva a cabo la expulsión de los judíos y luego —sólo unos años después: en 1502— la de los musulmanes que habitaban Granada. Todo esto es posible porque, de la ideología intemperante que el Aquinate sistematizó, extrae su unidad de miras, su unidad de acción. En la filosofía de Santo Tomás, que es un desarrollo teológico de la de Aristóteles, el punto más alto al que todo se refiere es Dios. El Aquinate era experto en ofrecer especulaciones acerca de la existencia de este ser que soldaba todo el edificio católico-medieval. Por ejemplo: «Y puesto que todo lo que existe por otro se reduce a lo que existe por sí mismo, como a una causa primera, es necesario, por consiguiente, que haya alguna cosa que sea causa del ser de todas las cosas, porque ella misma es sólo existencia; de otro modo habría que recurrir a una serie infinita de causas, ya que toda cosa que no es sólo existencia tiene una causa de su existencia, como se ha dicho. Es manifiesto, por tanto, que la inteligencia es forma y existencia y que recibe su existencia de un primer ser, el cual es sólo existencia y ésta es la causa primera que es Dios»[61]. Y luego afirma: «El ser que es Dios es de tal condición que nada puede añadírsele, de donde se sigue que, por su misma pureza, es un ser diferente de todo otro ser (…). Dios en su mismo existir tiene todas las perfecciones»[62]. En el lenguaje, en las fundamentaciones del principio absoluto (Dios) se entrevé la influencia de Aristóteles en el Doctor Angelicus. De aquí que se lo llame el Aristóteles de la teología. Se suele afirmar asimismo que San Agustín sería el Platón de tal disciplina. Sin embargo, es claro que hay más Aristóteles en Santo Tomás que Platón en San Agustín. Así, no sería azaroso que Agustín haya escrito las Confesiones, con sus desgarramientos y sus dudas, y Tomás una Summa sistemática, más cerca de un dios y de una Iglesia absolutistas que del mero existente terrenal, condenado al pecado y a la confesión como camino para purificarse y conseguir el perdón que dará sosiego a su alma atormentada en un universo de tormentos.

Filosofía política del poder mediático
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