41
Odiseo y la represión del goce
La Escuela de Fráncfort elaboró una visión crítica del mundo de las comunicaciones. Su expresión más acabada está en el libro de Adorno y Horkheimer, Dialéctica del Iluminismo. Este texto tiene un desarrollo ingenioso y brillante del hombre con ataduras de Nietzsche y de Freud. Se trata del célebre pasaje de Odiseo y el canto de las sirenas, que la obra de los francfortianos volvió doblemente célebre ya que era uno de los grandes momentos de la Odisea de Homero. Vimos, en Nietzsche, al hombre que lucha contra las ataduras del Estado. El Estado que somete, que troncha las ansias guerreras, que impide el vuelo del ave sanguinaria que trepida en el interior de cada manso ciudadano que ha acatado el pacto de Hobbes, el de Rousseau. Un contrato por el que todos aceptamos ser corderos en lugar de leones. Si no, no podremos vivir. La condición de posibilidad de toda vida comunitaria es dejar de lado nuestros instintos primarios. Todos ellos tienden a la destrucción. ¡Ah, pero secretamente sabemos que sería portentoso entregarnos a ellos! No tenemos el coraje de hacerlo. Si lo hacemos nosotros, lo harán los demás y terminaremos masacrándonos los unos a los otros. De aquí que el poder del Estado sea imprescindible. Aceptarlo es nuestro destino, nuestra posibilidad de ser hombres civilizados, buenos burgueses de una sociedad burguesa[62]. El Estado tiene la tarea de someter a todos por igual a la Ley. La Ley es algo que todos aceptan. El que «viola la Ley» será castigado. ¿Cómo no nos va a conducir esto a Odiseo? Él, sin embargo, es un patrón, se halla al frente de sus hombres en un barco que lo llevará a Ítaca, donde lo espera su vida familiar, su mujer. Sabe que atravesará un lugar en que el canto de las sirenas es bellísimo pero enloquecedor. Siempre las experiencias absolutas, desbocadas, conllevan el peligro de la locura. La razón es algo que debe mantener sus límites. Si se desborda podrá conocer goces infinitos, pero todo desborde es irracional, es estar afuera de los límites de la razón, es enloquecer. La locura es ese terreno raramente explorado en que la razón no existe, no reina, no ordena. La locura es un barco a la deriva, en un mar desconocido, que ha perdido su brújula, cuyo timón nadie maneja. Odiseo le teme a esta experiencia. Se trataría de algo semejante a una fiesta dionisíaca. Pero ¿quién es en este mundo tan valiente como para arriesgar la razón por transcurrir una temporada en los terrenos del goce absoluto? Odiseo no quiere ni una cosa ni la otra. Pero no quiere perderlo todo. «Conoce (Odiseo) sólo dos posibilidades de salida (escriben los francfortianos en California). Una es la que prescribe a sus compañeros. Les tapa las orejas con cera y les ordena remar con todas sus energías. Quien quiere perdurar y persistir puede hacerlo sólo en la medida en que no esté en condiciones de escuchar. Esto es lo que la sociedad ha procurado siempre. Frescos y concentrados, los trabajadores deben mirar hacia adelante y despreocuparse de lo que está a los costados. El impulso que los induciría a desviarse es sublimado —con rabiosa amargura— en esfuerzo ulterior (…). La otra posibilidad es la que elige Odiseo, el señor terrateniente, que hace trabajar a los demás para sí»[63]. Más allá de hacerlos remar hasta extenuarse, Odiseo ordena que lo aten al mástil de la embarcación. Quiere escuchar, pero no enloquecer. Es algo así como un voyeur auditivo. Al escuchar el canto de las sirenas ordena, enloquecido, que lo desaten. Pero ya es tarde: «Sus compañeros, que no oyen nada, conocen el peligro del canto y no su belleza, y lo dejan atado al mástil, para salvarlo y salvarse con él»[64].