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Riccardo Muti y Verdi contra Berlusconi
Tiempo atrás —no demasiado— sucedió en la Ópera de Roma un acontecimiento de proyecciones culturales inusitadas. Sólo bastará narrarlo para que aquellos que lo desconocen adviertan los motivos que llevaron a la representación de la ópera Nabucco de Verdi a las alturas de la rebeldía, de la lucha por la libertad del hombre y aquello que más limpia y dignamente lo representa: la cultura. Sobre todo en un momento de la historia en que los valores (los otros valores) que solían dignificar la condición humana y su breve tránsito por la temporalidad infinita e impensable del universo se arrastran a flor de tierra o son ferozmente negados en mazmorras sucias, indignas de todo aquello que la orgullosa razón iluminista proclamó como programa de una humanidad racional.
El 15 de marzo de 2011, el gran Riccardo Muti subió al estrado de la Ópera de Roma e inició la representación de Nabucco, amada ópera de Giuseppe Verdi, compositor nacional de Italia y gloria de la humanidad. En uno de los palcos estaba Il Cavaliere, el invicto Berlusconi, un poco golpeado durante los días que corrían pero aún en su sitio, impertérrito, algo que poco le cuesta porque Berlusconi sonríe o pone su cara dura como las invencibles rocas de las más inaccesibles montañas o las más resistentes. Ese día —para colmo—, Il Cavaliere había manoteado un recorte del 30% al presupuesto del Estado cuyo destino era el de la cultura. Pese a todo, ahí estaba. En su palco, dispuesto a compartir con su pueblo los 150 años de Unità d’Italia. El silencio impresiona, sofoca, el corazón de todos palpita a la espera del primer movimiento de la batuta de Muti, que lo lleva a cabo con su habitual elegancia y acaso esta noche con una densidad cercana a lo solemne o, sin más, solemne y hasta ampulosa. El Nabucco de Verdi tiene un bellísimo momento en que el coro canta el aria Va pensiero, en que un pueblo esclavizado eleva una cuasioración a la libertad y a la patria soleada del Mediterráneo, cuyas glorias y fragorosas batallas de su lejano Imperio permanecen todavía hoy en el pecho orgulloso de sus ciudadanos.
De pronto, en medio de la inmarcesible belleza del Va pensiero, alguien grita: ¡Viva Verdi! ¡Viva Italia! Vaya y pase. Pero en seguida otro grita algo más, como si fuera el corolario obligado de las dos precedentes exclamaciones: ¡Muera Berlusconi! (Esto —que no se oye en el video que se distribuye por Internet— me lo confirmó un amigo italiano, periodista además, que estuvo presente en el lugar del evento). Il Cavaliere es un poco loco y casi por completo irresponsable y aventurero. Todos saben esto. Tal vez no debió concurrir a la Ópera de Roma precisamente el día en que recortó el 30% del presupuesto destinado a Cultura. Pero él es así. El aria termina y el público estalla en rabiosos, furibundos aplausos. Riccardo Muti se eleva sobre su atril como un conductor supraposmoderno de las legiones romanas del día de la fecha, presentes, ahí, en la Ópera de Roma y —más o menos— dice: «Viva Italia. Sí, yo estoy de acuerdo. Absolutamente. No tengo ya treinta años y por lo tanto mi vida la he hecho. Pero estoy muy dolorido por lo que está sucediendo. Esta noche, mientras el coro cantaba O la mia patria sì bella e perduta!, he pensado que si nosotros matamos la cultura sobre la cual está fundada la historia de Italia entonces, sí, nuestra patria quedará bella y perdida». Los aplausos se desbocan. El coro se pone de pie. Sus integrantes lloran. Los hombres y especialmente las mujeres, como suele ocurrir. Las cámaras de la televisión toman los rostros de las más bellas y sus ojos claros, cristalinos, verdes o celestes o negros como la cercenación de la esperanza se ven luminosos, cada lágrima es una perla o una esmeralda que se entrega por la bienaventuranza de la patria. Muti permanece pensativo. Nadie ignora que se ha negado siempre a conceder un bis con el argumento —sabio y riguroso— de que esa práctica para puro lucimiento de los divos del bel canto conspira contra la fluidez, contra el sereno deslizamiento de eso que la ópera aspira a narrar sin interrupciones, sin nada que altere o frene los hechos que tan arduamente han sido tramados. Pero todo es excepcional esta noche. La música y la lucha por la persistencia de la cultura italiana ante este nuevo ataque de su peor enemigo, la Bestia Berlusconi, deben unirse, deben triunfar. Muti le indica al coro que vuelva a sentarse sobre el escenario. Gira hacia el público y dice: «Haremos de nuevo Va pensiero y si ustedes quieren unirse a nosotros, háganlo». Y con un finísimo sentido del humor agrega: «Pero ¡a tempo, eh!». Y luego: «El coro y la orquesta conocen sus partes. A ustedes los voy a dirigir yo». ¿Qué habrá sentido cada uno de los asistentes en ese momento? ¡Cantar Va pensiero en la Ópera de Roma dirigido por Riccardo Muti! El cielo con las manos para un amante de la ópera. Todos los que ahí estaban lo eran.
Momento jubiloso, histórico en el Palacio de la Ópera de Roma. Riccardo Muti, de cara al público, da la orden imprescindible y, todos, incluso él, empiezan a cantar el aria de Verdi. Muti dirige al público. De los rostros caen lágrimas de emoción, de pureza, de amor al arte y de furia. El final es la perfecta apoteosis. El arte se defiende, el arte como herramienta de la política. Riccardo Muti se ve como un moderno Julio César que conduce legiones de adoradores de la belleza y enemigos de la vulgaridad, de la ignorancia, de la farandulización de la vida, todos valores que representa Berlusconi, bajo cuyo despotismo hace ya tanto que Italia vive esclavizada. Todo termina en medio del más hondo entusiasmo y se reiteran las grandes exclamaciones de esa gran batalla: «Viva Verdi». «Viva Italia». «Muera Berlusconi».
El material pasa a Internet y nadie se priva de escribir sus comentarios. Van en italiano para no restarles color local: Muti! Grazie per il bene ci fa al cuore. Otro: Il dolore per la nostra povera Patria cosi bella e perduta… lei lo a spressato. Grazie, Maestro Muti! Ohhhhhhhh!!! Che meraviglia. Muti da solo vale dieci volte il nostro governo intero. Un mexicano se desboca: «Esta es la función del arte. Maestro Muti, usted es Dios. Que Dios lo bendiga». Comentario complejo, destinado a los teólogos. Porque si Muti es Dios, ¿cómo Dios va a bendecirlo? Y dejamos para el final un comentario breve, perdido entre tanta alegría, tanta esperanza. Un comentario áspero, pero sin duda la perfecta expresión de la realpolitik y de un inusual, profundo conocimiento de los pueblos, especialmente los que forman el mundo de hoy, abotagados por la búsqueda del éxito, el triunfo en la vida, la seguridad, el odio al Otro, al inmigrante ilegal, al que viene «a quitarnos lo nuestro», deslumbrados por una visión simple y farandulizada de la existencia, admiradores y hasta envidiosos del muro que prepara el Tea Party contra los mexicanos que «invaden». Estados Unidos, contra los musulmanes que «injurian» la gloria de París, que solía ser una fiesta, contra los tunecinos que, si no se ahogan, horadan con sus pestíferos e ilegales pies el suelo de las gloriosas legiones romanas, contra todos ellos, ¿quién habrá de defender a los italianos, Muti acaso? El comentario simple, breve, de este conocedor de la esencia humana tal como se expresa en el siglo XXI dice: Tutto bene, tutto bello… Ma dopo, votiamo Berlusconi, no?.