CAPÍTULO XXVII
FUI a ver a Guild a primera hora de la tarde y nos pusimos a trabajar inmediatamente después de estrecharnos las manos.
—No me he hecho acompañar por mi abogado. Me pareció mejor venir solo.
El teniente arrugó la frente y meneó la cabeza como si yo le hubiera hecho daño.
—No tiene nada que ver con usted —explicó pacientemente.
—Tiene mucho que ver conmigo.
Guild suspiró.
—Jamás me imaginé que cometería el mismo error en el que caen tantas personas simplemente porque la policía... Señor Charles, tenemos que indagar desde todos los ángulos.
—Suena a frase hecha. De acuerdo, ¿qué quiere saber?
—Sólo quiero saber quién mató a la chica... y a Nunheim.
—¿Por qué no se lo pregunta a Gilbert? —sugerí.
Guild apretó los labios.
—¿Por qué a él?
—Porque le dijo a su hermana que sabe quién lo hizo y que lo supo por Wynant.
—¿O sea que el joven se ha visto con su padre?
—Ella afirma que su hermano le ha dicho que se han visto. Todavía no he tenido ocasión de preguntárselo a Gilbert.
El teniente bizqueó y me miró con sus ojos acuosos.
—Señor Charles, ¿qué pasa en esa casa?
—¿Se refiere a la familia Jorgensen? Probablemente sabe tanto como yo.
—Le aseguro que yo no sé nada. Me ha resultado imposible clasificar a sus miembros. Dígame, ¿qué es la señora Jorgensen?
—Es rubia.
Guild asintió sombrío.
—Ja, ja, eso ya lo sabía. Usted los ha tratado desde hace años y por lo que la señora ha dicho, usted y ella...
—Y su hija y yo —añadí—, y Julia Wolf y yo, para no hablar de la señora Astor y yo. Soy irresistible.
El teniente alzó una mano.
—No le he dicho que creo cuanto ella ha declarado, por lo que no tiene motivos para molestarse. Si me permite que se lo diga, ha adoptado una actitud desacertada. Actúa como si creyera que nos hemos propuesto atraparlo, pero está equivocado, muy equivocado.
—Es posible, pero me ha dado una de cal y otra de arena, desde que...
Guild me contempló con sus ojos claros y serenos y dijo con gran serenidad:
—Soy policía y debo hacer bien mi trabajo.
—Estoy de acuerdo. Me dijo que viniera. ¿Qué quiere?
—Yo no le dije que viniera, se lo pedí.
—Vale. ¿Qué quiere?
—Esto no me gusta nada. No me interesa que las cosas tomen este rumbo. Hasta este momento hemos hablado de persona a persona y preferiría que siguiéramos así.
—Fue usted quien cambió la situación.
—No creo que ésa sea toda la verdad. Escuche, señor Charles, ¿sería capaz de jurarme, o, simplemente, de decirme que en todo momento me ha dicho la verdad y nada más que la verdad?
Habría sido inútil responder afirmativamente porque Guild no me habría creído, así que repliqué:
—Prácticamente.
—Prácticamente, un cuerno —masculló—. Todos me han dicho prácticamente toda la verdad. Necesito algún cabrón poco práctico que suelte la verdad como una ráfaga de ametralladora.
Me solidaricé con él porque sabía lo que sentía.
—Tal vez no ha dado con nadie que conozca toda la verdad.
El teniente adoptó una expresión de rechazo.
—Es muy probable, ¿no le parece? Señor Charles, he hablado con todas las personas que encontré. Si encuentra a alguien más relacionado con el caso, estaré dispuesto a hablar con él. ¿Antes se refirió a Wynant? Le aseguro que todas las secciones del departamento de policía trabajan día y noche en su búsqueda.
—Puede intentarlo a través de su hijo —sugerí.
—Puedo intentarlo a través de su hijo —coincidió. Mandó llamar a Andy y a Kline, un agente moreno y patizambo—. Traedme a Wynant hijo, el pobre chico. Tengo que hablar con él —los polis salieron y Guild apostilló—: Como puede ver, necesito gente con la que hablar.
—Esta tarde tiene los nervios hechos polvo, ¿verdad? ¿Piensa trasladar a Jorgensen desde Boston?
El teniente encogió sus hombros fuertes.
—Su explicación parece coherente. Aún no lo sé. ¿Por qué no me da su opinión?
—Con mucho gusto.
—Debo reconocer que esta tarde estoy nervioso. Anoche no logré pegar ojo. La vida de un policía es infernal. ¡No sé cómo aguanto! Cualquiera puede comprar un trozo de tierra, cercarla y conseguir unas pocas cabezas de zorros plateados y... Sea como sea, cuando en el año veinticinco le pegaron un buen susto, Jorgensen se largó a Alemania y dejó a su esposa en la estacada..., aunque ella prefiere no hablar del tema. Se cambió el nombre para que fuera más difícil dar con él y, por esta misma razón, tiene miedo de trabajar en su profesión..., es una especie de técnico o algo parecido, de modo que ha vivido a la buena de Dios. Dice que ha tenido muchos trabajos, cualquier cosa que pudo conseguir, pero me figuro que se dedicó, sobre todo, a ir de chulo, usted ya me entiende, y que no encontró muchas señoras cargadas de dinero. En el veintisiete o en el veintiocho estaba en Milán y leyó en el Herald editado en París que Mimi, recién divorciada de Clyde Miller Wynant, acababa de llegar a París. Aunque no se conocían personalmente, Jorgensen sabía que Mimi era una rubia despampanante, casquivana, juerguista y sin cerebro. Se imaginó que con el divorcio la ex esposa le había sacado un pastón a Wynant y, desde su perspectiva, todo lo que le pudiera arrancar a Mimi no sería más de lo que Wynant le había arrebatado a él, de modo que sólo recuperaría parte de lo que le correspondía. Consiguió el dinero para pagarse el billete a París y viajó. ¿Hasta aquí le parece correcto?
—Suena bien.
—Yo pensé lo mismo. En París no tuvo ningún problema para conocerla. La ligó, logró que alguien los presentara o lo que fuera. Lo demás también fue muy fácil. Mimi se pirró por él en el acto, se adelantó a sus planes y empezó a pensar en un nuevo matrimonio. Como es lógico, Jorgensen no intentó hacerla desistir. La mujer tenía un pastón..., ¡por Dios, disponía de doscientos mil pavos! Le arrancó esa cifra a Wynant en lugar de una pensión por alimentos, de modo que una nueva boda no interrumpiría los pagos y, por así decirlo, Jorgensen tenía a su disposición la caja del dinero. Contrajeron matrimonio. Según Jorgensen, fue un matrimonio ilegal en las montañas que separan España y Francia. Los casó un cura español en lo que en realidad era suelo francés, lo cual no es legal, pero me figuro que lo dice para impedir que lo acusen de bigamia. Personalmente me importa un bledo. Lo cierto es que se apoderó de la pasta y no apartó las manos hasta que se acabó. Note que, según afirma Jorgensen, ella no supo que él fuera más que Christian Jorgensen, un hombre que conoció en París, ni siquiera lo supo hasta que lo detuvimos en Boston. ¿La explicación sigue siendo coherente?
—Ya lo creo —repuse—, salvo lo del matrimonio, como usted ha dicho, aunque podría ser convincente.
—Vaya, vaya. De todos modos, ¿qué importancia tiene? Llega el invierno, en el banco casi no quedan fondos, y Jorgensen se dispone a abandonarla, pero ella propone que regresen a Estados Unidos para sacarle más dinero a Wynant. Jorgensen opina que, si es posible, le parece justo y Mimi está convencida de que pueden hacerlo, así que embarcan y...
—En este punto el relato se va a pique —lo interrumpí secamente.
—¿Por qué? Jorgensen no pretende ir a Boston, donde sabe que se encuentra su primera esposa, no piensa dar la cara ante las pocas personas que lo conocen, sobre todo Wynant, y alguien le ha dicho que hay un estatuto por el cual ciertas faltas prescriben después de siete años. Llega a la conclusión de que no corre excesivos riesgos. Ni siquiera se quedarán mucho tiempo en el país.
—Esta parte de la explicación no me convence —insistí—, pero continúe.
—Dos días después de llegar siguen intentando dar con Wynant... y Jorgensen se lleva un buen susto. Se cruza en la calle con Olga Fenton, amiga de su primera esposa, y ella lo reconoce. Intenta convencerla de que no se lo diga a la legítima y se las apaña para hacerle perder dos días inventándose un rollo sobre el rodaje de no sé qué película. ¡Qué imaginación tiene el cabrito! De todos modos, no la engaña mucho tiempo. La Fenton acude al párroco, le cuenta toda la historia y le pide consejo. El párroco le dice que debería comunicárselo a la primera esposa, por lo que va y se lo cuenta. Cuando vuelven a verse le cuenta a Jorgensen lo que ha hecho. El tío se larga a Boston para evitar que su esposa arme un escándalo y ahí lo detenemos.
—¿Y su visita al montepío?
—Forma parte del mismo viaje. Dijo que pocos minutos después salía un tren a Boston, que no llevaba dinero y que no tenía tiempo de volver a su casa a buscarlo. Además, no le apetecía hacer frente a la segunda esposa sin haber calmado antes a la primera. Como los bancos estaban cerrados, empeñó el reloj. Lo hemos comprobado.
—¿Ha visto el reloj?
—Puedo verlo. ¿Por qué lo dice?
—Por pura curiosidad. ¿No será el mismo que colgaba del otro extremo del trozo de leontina que Mimi le entregó?
Guild se irguió.
—¡Santo cielo! —bizqueó receloso y preguntó—: ¿Sabe algo que yo desconozco o está...?
—No, es pura deducción. ¿Qué dice Jorgensen de los asesinatos? ¿Quién supone que los mató?
—Wynant. Reconoce que, en principio, pensó que podría haber sido Mimi, pero asegura que ella lo convenció de su inocencia. Jura que Mimi no quiso decirle qué sabía que incriminaba a Wynant. Aunque tal vez lo diga para cubrirse las espaldas. Creo que no hay duda de que se proponían utilizarlo para sacarle dinero.
—¿No cree que ella colocara la navaja y la leontina?
Guild sonrió apesadumbrado.
—Tal vez las colocó para darle un buen susto. ¿Qué tiene de malo?
—Para un hombre como yo es algo más complicado. ¿Ha averiguado si Face Peppler sigue en la cárcel de Ohio?
—Sí. La semana próxima lo pondrán en libertad. Y esto explica la sortija de diamantes. Le pidió a un amigo que estaba libre que se la enviara a Julia Wolf. Por lo visto, pensaban casarse y portarse bien, o algo parecido, en cuanto él saliera. Además, el alcaide dice que intercambiaron cartas que aludían a este proyecto. Peppler le ha dicho al alcaide que no sabe nada que pueda ayudarnos y el alcaide no recuerda que en las cartas hubiese algo que pueda servirnos. Claro que incluso esta escasez de datos nos ayuda con el móvil. Por ejemplo, Wynant está celoso, la Wolf lleva la sortija de prometida que le regaló el otro y se dispone a irse con él. De esta forma... —calló un momento y cogió el teléfono—. Sí... Claro... ¿Cómo...? Desde luego... Por supuesto, pero que quede alguien de guardia... Exactamente —el teniente colgó el teléfono—. Otra pista falsa sobre el asesinato de ayer en la calle Veintinueve Oeste.
—Ah —murmuré—. Me pareció que hablaban de Wynant. En ocasiones las voces resuenan a través del teléfono.
El teniente se ruborizó y carraspeó.
—Puede que oyese algo parecido. ¿Por qué no?5 Sí, seguramente ha oído algo parecido. Antes de que se me olvide: tal como me pidió, hemos investigado a Sparrow.
—¿Qué averiguó?
—Aparentemente no tiene el menor interés para el caso. Se llama Jim Brophy. Parece que se estaba burlando de la amiguita de Nunheim, que ella estaba mosqueada con usted y que él había empinado tanto el codo que creyó que podría hacer buenas migas con ella si le daba una paliza.
—¡Qué tierno! Espero que nada de esto le haya creado problemas a Studsy.
—¿Usted y Studsy son amigos? Studsy es un ex convicto con una lista interminable de antecedentes penales.
—Lo sé. En cierta ocasión lo metí en chirona —recogí el sombrero y el abrigo—. Está usted muy ocupado. Me iré y...
—No, no —me interrumpió—. Si tiene tiempo, quédese. Tengo un par de cosas que pueden interesarle y quizá pueda echarme una mano con el joven Wynant —volví a sentarme—. Tal vez tenga ganas de beber algo —sugirió, y abrió un cajón del escritorio.
Como nunca he tenido mucha suerte con el alcohol que beben los maderos, respondí:
—No, muchas gracias.
Volvió a sonar el teléfono y Guild dijo:
—Sí... Sí... Exactamente. Que pase.
En esta ocasión no oí una sola palabra.
El teniente se repantigó y apoyó los pies en el escritorio.
—Escuche, estoy muy interesado en la cría de zorros plateados y me gustaría preguntarle si California es un buen sitio para instalarme.
Aún no había decidido si le mencionaría o no los criaderos de leones y de avestruces que existen en el sur del estado cuando la puerta se abrió y un pelirrojo gordo hizo entrar a Gilbert Wynant. Gil tenía un ojo totalmente cerrado y rodeado de carne inflamada y se le veía la rodilla izquierda a través del siete en la pernera del pantalón.