XIII. Doscientos dólares y diez centavos
ACABABA de desabrocharme el chaleco cuando sonó el teléfono.
Era Dinah Brand, quejosa porque llevaba tratando de localizarme desde las diez.
—¿Has hecho algo con lo que te conté? —me preguntó.
—Lo he estado pensando. Creo que está bastante bien. Me parece que lo soltaré esta tarde.
—No lo hagas. Espera a que nos veamos. ¿Puedes venir ahora?
Miré a la cama blanca y vacía y respondí sin mucho entusiasmo:
—Sí.
Un baño frío me sentó tan bien que por poco me quedo dormido en la bañera.
Dan Rolff me abrió la puerta cuando llamé al timbre. Actuó y se comportó como si la noche anterior no hubiera ocurrido nada fuera de lo corriente. Dinah Brand salió al recibidor para ayudarme a quitarme el abrigo. Llevaba un vestido color tostado con un desgarrón de cinco centímetros en la costura de un hombro.
Me condujo al salón. Se sentó en uno de los sillones de cuero, cerca de mí, y me dijo:
—Te voy a pedir que hagas una cosa por mí. Te gusto bastante, ¿no?
Lo admití. Me contó los nudillos de mi mano izquierda con un índice cálido y me explicó:
—Quiero que no hagas nada más con lo que te conté anoche. Espera un rato. Espera a que yo salga de esto. Dan tenía razón. No debería vender a Max de ese modo. Sería absolutamente asqueroso. Además, es a Noonan a quien quieres, ¿no? Bueno, pues si eres un chico bueno y dejas a Max fuera por esta vez, te puedo dar todo lo que quieras contra Noonan, para que lo cuelgues para siempre. Preferirías eso, ¿no? Yo te gusto demasiado como para aprovecharte de mí con la información que te di, sólo porque yo estaba furiosa por lo que Max había dicho, ¿a que sí?
—¿Qué porquerías me puedes contar sobre Noonan? —pregunté.
Ella me masajeó los bíceps y murmuró:
—¿Me lo prometes?
—Todavía no.
Me hizo un mohín y dijo:
—Con Max he roto para siempre, en serio. No tienes derecho a dejarme a la altura del betún.
—¿Qué hay de Noonan?
—Prométemelo primero.
—No.
Me clavó los dedos en el brazo y me preguntó bruscamente:
—¿Ya has ido a Noonan?
—Sí.
Me soltó el brazo, frunció el ceño, se encogió de hombros y dijo melancólica:
—Bueno, qué le vamos a hacer.
Me levanté y una voz me ordenó:
—Siéntate.
Era una voz áspera y susurrante... la de Thaler.
Me volví y le vi de pie en la puerta del comedor, con un pistolón en una de sus manecitas. El hombre sin barbilla y de boca caída al que Susurros había llamado Jerry entró en el salón. Llevaba un par de pistolas. A sus espaldas se hallaba uno de los chicos de facciones más angulosas de los que había visto en el garito de King Street.
Dinah Brand se levantó de su sillón de cuero, le dio la espalda a Thaler y se dirigió a mí. Tenía la voz ronca de ira.
—Esto no tiene nada que ver conmigo. Vino él porque sí, dijo que lamentaba lo que había dicho y me demostró cómo podíamos sacar un montón de pasta descubriendo a Noonan. Era una trampa y yo me dejé engañar. ¡Lo juro por Dios! Él tenía que esperar en el piso de arriba hasta que te lo contara. De los otros yo no sabía nada, yo no...
Se oyó la voz perezosa de Jerry, diciendo como si tal cosa:
—Si le tiro a la pata, seguro que se sienta y a lo mejor se calla. ¿Vale?
Yo no podía ver a Susurros, la chica se interponía entre nosotros dos. Contestó:
—Ahora no. ¿Dónde está Dan?
El jovencito rubio y anguloso contestó:
—Arriba, tirado en el suelo del baño. Tuve que atizarle.
Dinah Brand se dio la vuelta para encararse con Thaler. Las costuras de las medias le hacían unas eses en las pantorrillas. Dijo:
—Max Thaler, eres un enano piojoso...
Él contestó en un susurro, con absoluta determinación:
—Cállate y quítate de en medio.
Dinah Brand me sorprendió cuando hizo ambas cosas, quedándose callada mientras él se dirigía a mí:
—¿Así que Noonan y tú estáis tratando de colgarme la muerte de su hermano?
—No hace falta colgarte nada, sale solo.
Curvó sus finos labios y me dijo:
—Eres igual de rata que él.
Repuse:
—Tú lo sabrás mejor que nadie. Yo estaba de tu lado cuando intentó echarte el guante. Esta vez te ha cogido con todas las de la ley.
Dinah Brand resurgió nuevamente, agitando sus brazos en medio de la habitación, gritando:
—Fuera de aquí, marchaos todos. ¿Qué demonios me importan a mí vuestros problemas? Fuera.
El rubio que le había atizado a Rolff se escurrió por detrás de Jerry y entró sonriente en la habitación. Le cogió a la chica uno de sus brazos floreados y se lo dobló en la espalda.
Ella se dio la vuelta y le atizó en la tripa con el puño libre. Fue un directo francamente respetable... hombruno. Consiguió soltarse e hizo retroceder al rubio un par de pasos.
El chico tragó una bocanada de aire, se sacó una porra de la cintura y avanzó otra vez. La sonrisa le había desaparecido del rostro.
Jerry rió con lo poco que pudiera tener de barbilla.
Thaler susurró ásperamente:
—¡Ya vale!
Pero el chico no le oyó. Se acercaba gruñendo a la chica.
Ella le observaba con un rostro tan duro como la efigie de un dólar de plata. Descargaba la mayor parte del peso sobre el pie izquierdo. Supuse que el rubito estaba preparado para parar una patada mientras se le acercaba.
El chico hizo un amago con la mano libre, la izquierda, y levantó la porra con la otra.
Thaler susurró «Ya vale» otra vez y disparó.
El tiro le dio al rubio bajo el ojo derecho, le hizo girar y cayó de espaldas en brazos de Dinah Brand.
Parecía el momento, si es que tenía que haberlo.
Con aquel barullo me había llevado la mano a la cintura y ahora saqué la pistola y le tiré a Thaler, apuntando al hombro.
Me equivoqué. Si hubiera apuntado con más cuidado, le habría acertado. Jerry el desbarbillado se había reído pero no estaba ciego. Me ganó por la mano: su disparo me quemó la muñeca, haciéndome fallar. Pero, al no darle a Thaler, mi bala hizo blanco en el hombre de cara colorada que había tras él. Al no saber cómo me habían dejado la muñeca, me cambié la pistola de mano.
Jerry me disparó otra vez. La chica le hizo fallar al interponer el cadáver que sujetaba. La cabeza rubia le cayó sobre las rodillas. Yo me abalancé sobre Jerry mientras él intentaba recuperar el equilibrio.
Aquel salto me salvó de la trayectoria de la bala de Thaler. De ese modo caímos Jerry y yo en el recibidor, hechos un revoltijo.
Jerry no era duro, pero yo tenía que darme prisa. Thaler me venía detrás. A Jerry le sacudí un par de golpes, le pateé, le di un culatazo al menos una vez y estaba buscando un sitio para morderle cuando noté que se me caía inerte. Le aticé una vez más por donde debía tener la barbilla, nada más que por asegurarme de que no estaba fingiendo, y salí de allí a gatas hacia el recibidor, retirándome de la enfilada de la puerta.
Me senté en cuclillas de espaldas a la pared, sostuve el arma apuntando hacia la parte de la casa en la que debía estar Thaler y esperé. Durante un momento no pude oír otra cosa que la sangre zumbándome en la cabeza.
Dinah Brand salió por la puerta por la que yo había caído rodando y miró a Jerry y luego a mí. Sonrió con la lengua entre los dientes, me hizo una indicación con la cabeza para que la siguiera y regresó al salón. La seguí cautelosamente.
Susurros estaba en el centro de la habitación. Tenía las manos vacías y el rostro inexpresivo. De no haber sido por su boquita maligna, habría podido pasar por un maniquí de escaparate.
Dan Rolff se encontraba tras él, con el cañón de una pistola apretándole en la zona del riñón izquierdo. Rolff tenía la cara prácticamente cubierta de sangre. El chico rubio, muerto en el suelo y tirado entre Rolff y yo, le había atizado de lo lindo.
Yo sonreí a Thaler y le dije «Mira qué bonito», justo antes de fijarme en que Rolff sostenía otra pistola que me apuntaba exactamente al estómago. Lo cual ya no me hizo tanta gracia. Pero yo sostenía mi arma razonablemente firme. Lo peor que podía pasar era que estuviésemos a la par.
Rolff me dijo:
—Tira la pistola.
Miré a Dinah, supongo que confundido, y ella se encogió de hombros y me dijo:
—Parece que es la fiesta de Dan.
—¿Ah, sí? Pues alguien debería decirle que no me gusta jugar así.
Rolff repitió:
—Tira la pistola.
Yo dije en tono desagradable:
—Y una mierda. He perdido diez kilos intentando trincar a este pájaro y bien puedo perder otros diez siguiendo en esa línea.
Rolff dijo:
—A mí no me interesa lo que haya entre vosotros dos, y tampoco tengo intención de daros...
Dinah Brand había atravesado la habitación y cuando se hubo colocado tras Rolff, le interrumpí el discurso para decirle a ella:
—Si te pones en contra puedes estar segura de ganar dos amigos, Noonan y yo. De Thaler ya no te puedes fiar, así que no hay por qué ayudar a éste.
Soltó una carcajada y dijo:
—Di cuánto, cariño.
—¡Dinah! —protestó Rolff. Estaba atrapado. La tenía a sus espaldas y era lo bastante fuerte como para dominarle. No era probable que disparara contra ella y no era probable que hubiera otro modo de impedir que ella hiciera lo que ya había decidido.
—Cien dólares —ofrecí.
—¡Dios mío! —exclamó ella—. Conque por fin me ofreces dinero contante y sonante. No es suficiente.
—Doscientos.
—Te estás poniendo atrevido. Pero es que no te oigo bien.
—Inténtalo —contesté—. Para mí no vale más tenerle que quitar a Rolff la pistola de la mano de un tiro.
—Has empezado bien. No flaquees. Una oferta más, venga.
—Doscientos dólares y diez centavos, y nada más.
—Especie de imbécil —dijo ella—. Ni hablar.
—Tú verás —le hice una mueca a Thaler y le dije—: Cuando pase lo que pase, asegúrate de que no te mueves un pelo.
Dinah gritó:
—¡Espera! ¿De verdad que vas a hacer algo?
—Me voy a llevar a Thaler, pase lo que pase.
—¿Doscientos y diez centavos?
—Sí.
—Dinah —chilló Rolff sin quitarme la vista de encima—, no...
Pero ella soltó una carcajada, se le acercó por detrás y le abrazó con sus fuertes brazos, obligándole a bajar los suyos e inmovilizándoselos en los costados.
Aparté a Thaler del camino con el brazo derecho y seguí apuntándole mientras le arrebataba a Rolff las armas que sostenía. Dinah soltó al tísico.
Dio dos pasos hacia la puerta del comedor, dijo cansino «No hay...» y se derrumbó en el suelo.
Dinah corrió hacia él. Yo empujé a Thaler hacia el recibidor, pasamos junto al dormido Jerry y nos acercamos a un hueco que había bajo las escaleras, en el que había visto un teléfono.
Llamé a Noonan, le dije que tenía a Thaler y dónde estábamos.
—¡La Virgen! —contestó—. No me lo mates hasta que yo llegue.