XIX. La conferencia de paz

LOS demás delegados en la conferencia de paz ya habían llegado cuando Noonan y yo aparecimos por casa de Willsson a la hora acordada, las nueve en punto de esa noche. Todos nos saludaron con un gesto de cabeza, pero los saludos no pasaron de ahí.

Pete el Finlandés era el único al que no conocía. El contrabandista de alcohol era un hombre recio de unos cincuenta años con la cabeza completamente calva. Tenía una frente pequeña y unas mandíbulas enormes, amplias, pesadas, rebosantes de musculatura.

Todos nos sentamos en torno a la mesa de la biblioteca de Willsson.

Presidía el viejo Elihu. Bajo la luz, el rapado cabello que envolvía su cráneo redondo y sonrosado relucía como la plata. Sus ojos azules mostraban una mirada dura y dominante bajo las espesas cejas blancas. Boca y barbilla no eran más que líneas horizontales.

A su derecha se sentaba Pete el Finlandés, observando a todo el mundo con sus ojillos negros, inmóviles. Reno Starkey estaba a su lado; su cabeza caballuna y pálida resultaba igual de estólida y apagada que sus ojos.

Max Thaler estaba recostado en un sillón a la izquierda de Willsson. Los pantalones cuidadosamente planchados del pequeño jugador envolvían unas piernas cuidadosamente cruzadas. De la comisura de sus labios, firmemente cerrados, pendía un cigarrillo.

Yo me senté a su lado, y Noonan se sentó a mi izquierda.

Elihu Willsson abrió la sesión. Dijo que las cosas no podían seguir así, que todos éramos hombres sensatos y razonables, adultos que habían visto mundo suficiente como para saber que todo no podía ir a gusto de cada cual, fuera quien fuera. Que a veces la gente tenía que llegar a compromisos. Que para conseguir lo que quería, un hombre tenía a su vez que dar a otros lo que éstos deseaban. Dijo que estaba seguro de que, por encima de todo, nosotros querríamos detener aquella matanza enloquecida. Dijo que estaba seguro de que todo podría discutirse abiertamente y arreglarse en una hora sin convertir a Personville en un matadero.

No fue un mal discurso.

Cuando terminó, hubo un instante de silencio. Thaler miró a Noonan y a mí de pasada, como si esperase algo de él. Los demás seguimos su ejemplo, mirando al comisario de policía.

Noonan se sonrojó y habló con voz ronca:

—Susurros, olvidaré que tú mataste a Tim —se levantó y tendió su zarpa rechoncha—. Choca esos cinco.

La fina boca de Thaler se curvó en una sonrisa maliciosa.

—El hijo de perra de tu hermano merecía que lo mataran, pero no fui yo quien lo hizo —susurró fríamente.

La cara sonrojada del comisario se tornó púrpura.

Yo intervine en voz alta:

—Espere, Noonan. Por ahí no vamos a ninguna parte. No llegaremos a nada a menos que todo el mundo se confiese. Si no, estaremos todos peor que antes. Fue MacSwain el que mató a Tim y usted lo sabe.

Me miró atónito. Abrió la boca. No entendía lo que yo acababa de hacerle.

Miré a los demás, adopté una expresión todo lo virtuosa que pude y pregunté:

—¿De acuerdo, no? Aclaremos todos los demás asuntos —y me dirigí a Pete el Finlandés—: ¿Qué te parece el accidente de ayer en tu almacén y con tus cuatro hombres?

—Y una mierda de accidente —gruñó.

Le expliqué:

—Noonan no sabía que estuvieses utilizando el garito. Fue allí creyendo que estaría vacío, para dejar el campo libre a cierto trabajito en la ciudad. Tus hombres dispararon primero y entonces se pensó de verdad que había dado con el escondite de Thaler. Cuando descubrió que había arrasado tu madriguera perdió la cabeza y le prendió fuego.

Thaler me miraba con una sonrisilla dura en su expresión. Reno seguía mostrando una estolidez apagada. Elihu Willsson se inclinaba hacia mí, con sus viejos ojos penetrantes y precavidos. No sé qué estaba haciendo Noonan, no podía permitirme apartar la vista para mirarle. Tenía una buena mano si jugaba bien mis cartas, pero me habría metido en un lío del demonio si no lo hacía.

—A los hombres se les paga para correr riesgos —repuso Pete el Finlandés—. Para lo otro, bastan veinticinco de los grandes.

Noonan contestó ansiosa, rápidamente:

—Está bien, Pete, está bien, te los daré.

Tuve que apretar los labios para no reírme del pánico que revelaba su voz.

Ahora sí podía mirarle sin peligro. Estaba derrotado, roto, tratando de hacer lo que fuera para salvar su cuello gordo, o por lo menos para intentarlo. Le miré.

No quiso devolverme la mirada. Se sentó sin mirar a nadie. Estaba muy ocupado en aparentar que no creía que le despedazaran antes de marcharse aquellos lobos en cuyas manos yo le había puesto.

Proseguí mi tarea, esta vez dirigiéndome a Elihu Willsson:

—¿Quiere usted berrear por el robo de su banco o le gusta tal cual?

Max Thaler me tocó el brazo y me sugirió:

—Podríamos decidir mejor quizá a quién le toca quejarse si primero nos dices lo que tienes.

Lo cual me alegró.

—Noonan quería engancharte —le repuse—, pero o bien recibió un soplo, o esperaba recibirlo, de Yard y Willsson para dejarte solo. Así que creyó que si organizaba lo del banco y te echaba la culpa a ti, tus apoyos te dejarían solo y él podría entonces perseguirte sin problemas. Por lo que yo sé, se suponía que Yard debía dar su visto bueno en todos los atracos de la ciudad. Estarías metiéndote en su terreno y timando a Willsson. Eso es lo que debía haber sido. Se suponía que eso les calentaría lo suficiente como para que ayudaran a Noonan a echarte el guante. Él no sabía que tú estuvieras aquí.

»Reno y su gente estaban en la trena. Reno era la mano derecha de Yard, pero no le importó traicionar a su jefe. Incluso ya se había hecho a la idea de que le iba a quitar la ciudad a Lew —me volví hacia Reno y le pregunté—: ¿No es así?

Me miró inexpresivo y repuso:

—Tú te lo dices todo.

Así que continué diciéndolo todo:

—Noonan se inventa un soplo que dice que estás en Cedar Hill y se lleva a todos los policías en los que no puede confiar, incluso los que están de servicio de tráfico en Broadway, de modo que Reno tenga limpio el camino. McGraw y los polis que están en el ajo dejan que Reno y su gente se larguen del trullo, hagan el trabajo y regresen. Bonita coartada. Luego los sueltan a todos un par de horas después.

»Parece que Lew Yard cayó en la cuenta. Envió a Jake Wahl el Holandés y a otros de sus muchachos al Silver Arrow anoche para enseñarles a Reno y los suyos que las cosas no se le quitaban de las manos así como así. Pero Reno se escapó y regresó a la ciudad. Entonces se trataba de él o de Lew. Y él se aseguró de a quién le iba a tocar la china apostándose frente a la casa de Lew con un arma, esperando a que saliera por la mañana. Da la impresión de que Reno sí tuvo la información correcta, porque ahora me doy cuenta de que está ocupando un sillón que hubiera sido el de Yard de no haber metido a éste en la nevera.

Todos estaban absolutamente inmóviles, como si intentaran llamar la atención precisamente por estar inmóviles. Nadie podía contar con tener amigo alguno entre los presentes.

No era momento para movimientos poco calculados por parte de nadie.

Si lo que acababa de decir tenía algún sentido para Reno, éste no lo demostró.

Thaler susurró suavemente:

—¿No te has saltado algo?

—¿Te refieres a lo de Jerry? —prosiguiendo mi papel de alma de la velada—. Ahora iba a llegar a eso. No sé si salió de la trena cuando te escapaste tú y lo cazaron después, o si no llegó a salir ni por qué. Y tampoco sé si fue voluntariamente al atraco del banco. Pero desde luego fue, y le abatieron y le dejaron tirado delante del banco porque era tu brazo derecho, y que le mataran sería tanto como inculparte a ti. Lo retuvieron en el coche hasta que llegó el momento de la huida. Entonces lo echaron de un empujón y le pegaron un tiro en la espalda. Estaba mirando al banco, de espaldas al coche, cuando recibió el balazo.

Thaler miró a Reno y dijo:

—¿Y?

Reno miró con ojos apagados a Thaler y le preguntó calmosamente:

—¿Y qué de qué?

Thaler se levantó, dijo «Me retiro del juego» y se encaminó hacia la puerta.

Pete el Finlandés se levantó, apoyándose en la mesa con sus manazas huesudas, y habló con voz cavernosa:

—Susurros —y cuando Thaler se detuvo y se volvió para encarársele, prosiguió—: Te voy a decir una cosa. A ti, Susurros, y a todos vosotros. Lo de los tiroteos de mierda se ha terminado. Todos lo comprendéis. No tenéis cerebro para saber lo que os conviene. Eso es lo que os digo. Esto de reventar la ciudad no es bueno para el negocio. No lo aguanto más. O sois buenos chicos u os las veréis conmigo.

»Tengo una panda de tipos jóvenes que saben cómo manejar un arma la cojan por donde la cojan. Tengo que tenerlos en mi negocio. Y si tengo que emplearlos contra vosotros, lo haré. ¿Queréis jugar con pólvora y dinamita? Pues yo os enseñaré lo que es jugar. ¿Que os gusta pelear? Ya os daré yo pelea. Acordaos de lo que os digo. Eso es todo.

Pete el Finlandés se sentó.

Thaler pareció pensativo un instante y se marchó sin decir ni revelar lo que había pensado.

Su marcha impacientó a los demás. Ninguno quería permanecer allí dando tiempo a que cualquiera de los otros pudiera apostar pistoleros en el vecindario.

A los pocos minutos la biblioteca nos pertenecía por entero a Elihu Willsson y a mí.

Permanecimos sentados, observándonos.

De pronto dijo:

—¿Qué le parecería ser comisario de policía?

—No. Soy un podrido vagabundo.

—No quiero decir con éstos. Después de que nos hayamos librado de ellos.

—Y coger a otros como ellos.

—Maldito sea —dijo—, no le costaría nada emplear un tono más agradable con un hombre lo suficientemente viejo como para ser su padre.

—El cual me maldice y se escuda en su edad.

La ira le expuso una venilla azul en la frente. Luego soltó una carcajada.

—Es usted un muchachuelo descarado —dijo—, pero no puedo decir que no ha hecho lo que le pagué por hacer.

—Menuda ayuda he recibido de usted.

—¿Es que necesitaba una niñera? Le di el dinero y manos libres. Eso es lo que usted pidió. ¿Qué más quería?

—Viejo pirata —repuse—, le chantajeé para que aceptara y ha jugado a la contra hasta este momento, cuando hasta usted mismo puede darse cuenta de que están decididos a despedazarse unos a otros. Dígame ahora lo que ha hecho por mí.

—Viejo pirata —repitió—. Hijo, si no hubiera sido un pirata todavía estaría trabajando para la Anaconda por un sueldo y no existiría la Corporación Minera de Personville. Usted será un corderito lanudo, supongo yo. A mí me tenían cogido por donde más dolía, hijo. Hubo cosas que no me gustaron... peores cosas que las que no he sabido hasta esta noche... pero estaba cogido y tuve que esperar mi hora. ¡Pero si desde que Susurros Thaler ha estado aquí he sido un prisionero en mi propia casa, un maldito rehén!

—Duro. Y ahora, ¿de qué lado está? —le pregunté—. ¿Conmigo?

—Si gana.

Me levanté y le dije:

—Espero por Dios que le cojan con los demás.

Me replicó:

—Comprendo que usted lo desee, pero no ocurrirá —y me guiñó los ojos alegremente—. Le estoy financiando. Lo cual demuestra que le aprecio, ¿o no? No me trate tan mal, hijo, yo soy un...

Le corté:

—Váyase al infierno.

Y salí.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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