TRES
CON la mirada encendida y cargada de esperanzas, Walter Ivans esperaba a Ned Beaumont al pie de la escalera.
—¿Qué-qué ha di-di-cho?
—Ya te lo advertí: no puede hacer nada. Después de las elecciones Tim dispondrá de lo que necesite para salir en libertad, pero hasta entonces no hay nada que hacer.
Walter Ivans bajó la cabeza y emitió un ronco gruñido.
Ned Beaumont apoyó la mano en el hombro del hombre más bajo y añadió:
—Es lamentable y nadie lo sabe mejor que Paul, pero no puede hacer nada. Quiere que le digas a la esposa de Tim que no pague ninguna factura y que se las envíe, ya sean del alquiler, de comida, del médico o del hospital.
Walter Ivans levantó espasmódicamente la cabeza y estrechó la mano de Ned Beaumont entre las suyas.
—¡Por-por Dios, es muy a-a-amable de su par-par-parte! —sus ojos azul claro estaban húmedos—. Pe-pe-pero me gustaría que sa-sa-sacara a Tim.
—Siempre existe la posibilidad de que surja algo que permita ponerlo en libertad —dijo Ned Beaumont, apartó la mano y se despidió—. Adiós.
Rodeó a Ivans para dirigirse a la puerta de la sala de billares. En el interior no había nadie.
Ned cogió el sombrero y el abrigo y fue a la puerta. Largas líneas de lluvia de color ostra caían oblicuamente sobre China Street. Sonrió y habló en voz baja con la lluvia:
—Gana, querida mía, gana por valor de tres mil doscientos cincuenta dólares.
Volvió a entrar y pidió un taxi por teléfono.