Unos tal Harper
CUANDO llegué a la agencia a las nueve de la mañana del día siguiente, Eric Collinson aguardaba sentado en la sala de espera. Llevaba sucia su cara tostada, ahora descolorida, y no se había puesto brillantina en el pelo.
—¿Sabe algo de la señorita Leggett? —me preguntó, poniéndose en pie bruscamente y saliéndome al encuentro—. No ha pasado la noche en casa y todavía no ha vuelto. Su padre no quiso reconocer que no sabía dónde estaba, pero yo estoy seguro de que no lo sabe. Me dijo que no me preocupara, pero ¿qué le voy a hacer? ¿Sabe usted algo de eso?
Le dije que no y le conté que la había visto salir de casa de Minnie Hershey la tarde anterior. Le di la dirección de la mulata y le sugerí que le preguntara a ella. Se caló el sombrero y salió a toda prisa. Llamé a O'Gar por teléfono y le pregunté si había tenido ya noticias de Nueva York.
—Ajá —dijo—. Upton... ése es su auténtico nombre... fue en tiempos detective privado... tenía una agencia propia... hasta el año 23, en que los encerraron a él y a un tipo llamado Harry Ruppert por intentar sobornar a un jurado. ¿Cómo te fue con el chulo?
—Pues no lo sé. El tal Rhino Tingley va por ahí con mil cien dólares hechos un rebuño. Minnie dice que los habrá conseguido jugando. Y a lo mejor es así: es dos veces la cantidad que podría haber sacado empeñando los diamantes de Leggett. ¿Puedes intentar comprobarlo? Se supone que los ganó en el Club Social Día Feliz.
O'Gar prometió hacer lo que pudiera y colgó. Mandé un telegrama a nuestra sucursal de Nueva York, solicitando más información sobre Upton y Ruppert y luego me marché al Registro Civil, donde me sumergí en los archivos de certificados de matrimonio de agosto y septiembre de 1923. La solicitud que buscaba estaba fechada el 26 de agosto y reflejaba la declaración de Edgar Leggett de que había nacido en Atlanta, Georgia, el 6 de marzo de 1883 y que éste era su segundo matrimonio, así como la de Alice Dain de que había nacido en Londres, Inglaterra, el 22 de octubre de 1888 y que nunca había estado casada.
Cuando regresé a la agencia, Eric Collinson, con la pelambre amarilla aún más desgreñada, estaba esperándome otra vez.
—He estado con Minnie —me dijo muy nervioso— y no ha podido decirme nada. Dice que Gaby fue anoche a pedirle que volviera, pero eso es lo único que sabe. Pero es que... es que llevaba un anillo de esmeraldas que estoy seguro de que es de Gaby.
—¿Y se lo dijiste?
—¿A quién? ¿A Minnie? No. ¿Cómo iba a decírselo? Habría sido muy... bueno, ya sabe.
—Claro —repuse, acordándome del caballero Bayard de Fitzstephan—, siempre hay que ser educado. ¿Por qué me mentiste acerca de la hora a la que volvisteis tú y la señorita Leggett la otra noche?
El desconcierto le hizo el rostro aún más atractivo y menos inteligente.
—Fue una idiotez mía —tartamudeó—, pero yo no... ya sabe... yo creí que usted... tuve miedo...
Por ahí no iba a ninguna parte. Le sugerí:
—¿Creíste que por ser demasiado tarde yo me iba a hacer una idea equivocada de Gabrielle?
—Sí, eso es.
Le despedí y entré en la sala de los agentes en la que Mickey Linehan, grandón, desgarbado y coloradote, y Al Mason, delgado, cetrino e impecable, estaban intercambiando mentiras sobre el número de veces que les habían disparado, cada cual pretendiendo haberse asustado más que el otro. Les expliqué de pe a pa el asunto Leggett —lo que yo sabía, bien poca cosa al expresarlo con palabras— y envié a Al a que vigilara la casa de Leggett y a Mickey a ver cómo se comportaban Minnie y Rhino.
Cuando una hora más tarde llamé al timbre, me abrió la señora Leggett con su agradable rostro ensombrecido. Entramos en la habitación verde, naranja y chocolate donde nos habíamos reunido con su marido. Les di la información que O'Gar había conseguido en Nueva York acerca de Upton y les conté que había telegrafiado para que me proporcionaran más datos sobre Ruppert.
—Algunos de sus vecinos vieron merodeando a un hombre que no era Upton —les dije—, y un hombre de su misma descripción fue el que salió huyendo por la escalera de incendios desde la habitación en la que mataron a Upton. Veremos qué aspecto tiene Ruppert.
Yo observaba la cara de Leggett. No registró ningún cambio. Sus ojos pardorrojizos, en exceso brillantes, expresaban su interés y nada más. Pregunté:
—¿Está la señorita Leggett?
Me respondió:
—No.
—¿Cuándo llegará?
—Seguramente dentro de unos días. Se ha marchado de la ciudad.
—¿Dónde puedo localizarla? —pregunté, esta vez dirigiéndome a la señora Leggett—. Tengo que hacerle algunas preguntas.
Ella evitó mis ojos mirando a su marido. Fue la voz metálica de él la que contestó a mi pregunta:
—No lo sabemos con exactitud. Unos amigos suyos, los Harper, venían en coche desde Los Ángeles y le propusieron un viaje por las montañas. No sé qué camino pensaban seguir y dudo de que tuvieran un destino pensado.
Hice preguntas acerca de los Harper. Leggett admitió saber muy poco de ellos. El nombre de pila de la señora Harper era Carmel, según me dijo, y al hombre todos le llamaban Bud, pero Leggett no estaba seguro de si se llamaba Frank o Walter. Ni tampoco sabía la dirección de los Harper en Los Ángeles. Creía que tenían casa en Pasadena pero tampoco estaba seguro y, en realidad, algo había oído de que vendían la casa o de que tenían intención de venderla. Mientras me contaba todas estas tonterías, su mujer miraba fijamente al suelo, levantando su mirada azul hacia su marido un par de veces para mirarlo suplicante.
Le pregunté a ella:
—¿Así que no saben nada más de ellos?
—No —dijo ella débilmente, dirigiendo otra fugaz mirada a su marido mientras él, sin prestarle atención, me miraba sin pestañear.
—¿Cuándo se fueron? —pregunté.
—Hoy por la mañana, temprano —dijo Leggett—. Se alojaron en un hotel, no sé en cuál, y Gabrielle pasó la noche con ellos para poder salir temprano.
Ya me había cansado de los Harper. Pregunté:
—Ustedes... alguno de ustedes... ¿sabe algo de Upton... ha tenido con él algún trato del tipo que sea... anterior a este asunto?
Leggett dijo:
—No.
Tenía más preguntas, pero las respuestas que estaba obteniendo no tenían sentido, así que me levanté para marcharme.
Estuve a punto de decirle lo que pensaba de él, pero eso no me reportaría ningún beneficio. Él se levantó a su vez, sonriendo cortésmente, y dijo:
—Lamento haber causado a la compañía de seguros todas estas molestias por lo que fue seguramente un descuido mío. Me gustaría pedirle su opinión: ¿cree de verdad que debería declararme responsable de la pérdida de los diamantes y pagar la indemnización?
—Tal como están las cosas —dije—, creo que debería; pero la investigación no se detendría por eso.
La señora Leggett se llevó el pañuelo a la boca.
Leggett dijo:
—Gracias —con voz intrascendentemente cortés—. Tendré que pensarlo.
De regreso a la agencia, me acerqué media hora a ver a Fitzstephan. Según me dijo, estaba escribiendo un artículo para la Psychopathological Review (lo mismo me equivoco, pero era algo así) refutando la hipótesis de que el inconsciente u subconsciente fuera una trampa o un error, amenaza de imprudentes y disfraz de charlatanes, un boquete en la estructura de la psicología que hacía imposible, o casi, que el auténtico estudioso dejara fuera de combate a maniáticos tales como el psicoanalista y conductista (o términos similares). Siguió así diez minutos o más hasta regresar a los Estados Unidos diciendo:
—¿Y cómo te va con el asunto de los diamantes escurridizos?
—Pues ni fu ni fa —le dije, y le conté lo que había averiguado hasta ese momento.
—Desde luego, has conseguido hacerlo de lo más enrevesado y confuso posible —me felicitó cuando terminó.
—Pues todavía irá a peor —predije—. Me gustaría que me dejaran diez minutos a solas con la señora Leggett. Apartada de su marido, creo que las cosas pueden arreglarse con ella. ¿Tú podrías sacarle algo? Me gustaría saber por qué se ha ido Gabrielle, aunque no me diga a dónde.
—Lo intentaré —dijo dispuesto Fitzstephan—. Imagínate que voy mañana por la tarde... para pedir prestado un libro. Me puede valer el Rosy Cross de Waite. Saben que esos asuntos me interesan. Él estará trabajando en el laboratorio y yo me negaré a molestarle. Tendré que ir un poco como de pasada pero puede que le saque algo a ella.
—Gracias —dije—. Te veré mañana por la noche.
Me pasé la mayor parte de la tarde poniendo por escrito mis hallazgos y mis suposiciones, intentando encajarlos entre sí con cierto orden. Eric Collinson llamó dos veces para saber si tenía noticias de su Gabrielle. Ni Mickey Linehan ni Al Manson informaron de nada. A las seis di de mano.