IX. Una navaja negra
A la mañana siguiente me desperté con una idea en el coco. Personville tenía solamente unos cuarenta mil habitantes. No sería difícil hacer correr las noticias. A las diez de la mañana ya me había puesto a la tarea.
Hice mi labor en salones de billar, estancos, licorerías clandestinas, bares de refrescos y por las esquinas... por dondequiera que encontrase a uno o dos hombres sin nada que hacer. Mi técnica de propagación era algo así:
—¿Tiene fuego?... Gracias... ¿Va al boxeo esta noche?... He oído que Ike Bush va a tirarse en el sexto... Tiene que ser buena: me la pasó Susurros... Sí, como todos.
A la gente le gustan las informaciones de buena fuente, y cualquier cosa que llevara el sello de Thaler podía considerarse pero que muy buena en Personville. Las noticias corrieron muy bien. La mitad de los hombres con los que hablé se pusieron a la tarea de propagarlas con el mismo afán que yo, sólo por demostrar que sabían de qué iba la vaina.
Cuando empecé las apuestas estaban siete a cuatro a favor de Ike Bush y dos a tres a que ganaría por K.O. A las dos, ningún corredor de apuestas ofrecía otra cosa que no fuera la par, y a las tres y media Kid Cooper era el favorito por dos a uno.
Hice mi última parada en un quiosco de comidas, y pasé mis noticias a un camarero y a un par de parroquianos mientras me zampaba un bocadillo de carne.
Al salir me topé con un hombre que me esperaba junto a la puerta. Tenía las piernas arqueadas y una mandíbula larga y aguzada, como la de un cerdo. Me hizo un gesto con la cabeza y echó a andar a mi lado, mordisqueando un mondadientes y mirándome de reojo. Al llegar a la esquina me dijo:
—De hecho sé que no es así.
—¿Que no es así qué? —pregunté.
—Lo de que Ike Bush se tire. De hecho sé que no es así.
—Pues entonces, no tienes de qué preocuparte. Pero las apuestas van dos a uno a favor de Cooper y él no es tan bueno a menos que Bush se lo permita.
La mandíbula de cerdo escupió el mascado mondadientes y me mostró sus dientes amarillos.
—Él mismo me dijo que a Cooper se lo habían preparado para él, anoche mismo, y que él no haría nada de eso... que eso no me lo haría a mí.
—¿Es amigo tuyo?
—No exactamente, pero sabe que yo... ¡Oye, escucha! ¿Susurros te pasó eso, en serio?
—En serio.
Soltó un taco amargo.
—¡Mira que meter mis últimos treinta y cinco en esa rata, por haber dicho eso! Lo que es por mí, lo mismo podían meterle entre rejas por... —se interrumpió y se quedó mirando el suelo.
—Meterle entre rejas ¿por qué? —pregunté.
—Por mucho —dijo—. No, no, nada.
Le hice una sugerencia:
—Si tienes algo contra él, podríamos hablarlo. Personalmente, a mí no me importaría ver ganar a Bush. Si tienes algo bueno, ¿qué hay de malo en contárselo?
Me miró, volvió a mirar a la acera, se rebuscó el chaleco hasta encontrar otro mondadientes, se lo puso en la boca y murmuró:
—¿Quién eres?
Le di un nombre, algo así como Hunter, Hunt o Huntington, y le pregunté el suyo. Dijo que se llamaba MacSwain, Bob MacSwain, y que podía preguntarle a cualquiera si era cierto o no.
Le dije que le creía y le pregunté:
—¿Qué dices? ¿Le apretamos las tuercas a Bush?
En sus ojos se vieron unas chispas brillantes y duras, que en seguida murieron.
—No —tragó saliva—. No soy así. Yo nunca...
—Tú nunca has hecho nada salvo permitir que la gente te time. No tienes que ir contra él directamente, MacSwain. Pásame la información y yo haré el juego, si la información vale la pena.
Se lo pensó, lamiéndose los labios, permitiendo que el palillo se le cayera y se le quedara enganchado en el delantero del chaleco.
—¿Y no dirías que he sido yo? —me preguntó—. Yo soy de aquí y no tendría ni una sola oportunidad si se supiera. ¿Y no lo denunciarías? ¿Sería simplemente para hacerle pelear?
—Exacto.
Me cogió la mano, muy nervioso, y me exigió:
—¿Lo juras por Dios?
—Lo juro por Dios.
—Su nombre auténtico es Al Kennedy. Participó en el atraco al Keystone Trust de Filadelfia, hace dos años, cuando Haggerty el Tijeras se cargó a dos mensajeros. Al no intervino en el asesinato, pero sí en el atraco. Solía andar por Filadelfia. A los otros los cogieron, pero él logró escurrirse. Por eso anda escondiéndose por aquí. Por eso no pone nunca la foto en los papeles ni en las tarjetas. Por eso es un ganapán aunque es tan bueno como el mejor. ¿Lo ves? Este Ike Bush es el Al Kennedy al que los polis de Filadelfia buscan por el asunto Keystone. ¿Lo ves? Fue el que...
—Lo veo, lo veo —dije para detener aquel tiovivo—. Lo que hay que hacer ahora es ir a verle. ¿Cómo?
—Suele dejarse ver por el Maxwell, en Union Street. Supongo que ahora estará allí, descansando para la molienda.
—¿Que está descansando para qué? No sabe que va a pelear de veras. Vamos a intentarlo, de todas maneras.
—¿Que nosotros vamos a qué? ¿De dónde has sacado eso de que nosotros...? Dijiste... juraste que me ibas a cubrir.
—Sí —respondí—, ahora lo recuerdo. ¿Qué aspecto tiene?
—Es un chico muy moreno, bastante delgado, con una oreja aplastada y con una sola ceja, así todo a lo largo. No sé si podrás convencerle...
—Eso déjamelo a mí. ¿Dónde puedo encontrarte después?
—Estaré por Murry's. Ojo con soltar mi nombre. Lo has prometido.
El Maxwell era uno de los doce o trece hoteles que había en Union Street, abriendo sus estrechas puertas entre tiendas y con unas escaleras destartaladas que llevaban a la recepción, situada en el segundo piso. La recepción del Maxwell era sencillamente un ensanchamiento del vestíbulo con un casillero de llaves y de cartas tras un mostrador de madera que pedía a gritos una mano de pintura. Sobre el mostrador había una campanilla de bronce y un libro de registro sucio. No se veía a nadie.
Volví ocho páginas del registro hasta encontrar Ike Bush, Salt Lake City, Hab. 214. En el casillero faltaba la llave correspondiente a ese número. Seguí subiendo escaleras y llamé a la puerta correspondiente. Nada. Lo intenté dos o tres veces más y luego me dirigí a las escaleras.
Alguien subía. Me quedé en el rellano, esperando echarle un vistazo. Apenas había la luz justa para poder ver.
Se trataba de un muchacho delgado y musculoso con camisa del ejército, traje azul y una gorra gris. Las cejas negras marcaban una sola línea sobre sus ojos.
Dije:
—Hola.
Hizo una inclinación de cabeza sin detenerse ni decir nada.
—¿Va a ganar esta noche? —pregunté.
—Espero —dijo cortante, pasando junto a mí.
Le dejé dar cuatro pasos más hacia su habitación antes de decirle:
—Eso espero yo. Me reventaría tener que mandarte de vuelta a Filadelfia, Al.
Dio otro paso, se volvió muy despacio, se apoyó con un hombro en la pared, entornó los ojos y gruñó:
—¿Eh?
—Como te dejes tumbar en el sexto, o en cualquiera, por un manta como Cooper, te lo pondré difícil —dije—. Así que no lo hagas, Al. Seguro que no quieres volver a Filadelfia.
El jovencito pegó la barbilla al pecho y se vino hacia mí. Cuando ya me tenía al alcance de su mano, se detuvo, adelantando un poco el costado izquierdo. Sus brazos colgaban distendidos. Yo tenía las manos metidas en los bolsillos del abrigo.
Volvió a repetir:
—¿Eh?
Le dije:
—Intenta recordarlo: como Ike Bush no gane esta noche, Al Kennedy estará de viaje al este mañana por la mañana.
Levantó el hombro izquierdo un par de centímetros. Yo agité lo suficiente mi arma dentro del bolsillo. Gruñó:
—¿Y dónde te han dicho que no voy a ganar?
—Lo he oído. Ya sabía yo que no era nada, salvo a lo mejor un billete de vuelta a Filadelfia.
—Tendría que reventarte la mandíbula, bola de grasa.
—Pues es el momento de hacerlo —le aconsejé—. Si ganas esta noche seguramente no volverás a verme; y si pierdes, volverás a verme, pero no tendrás las manos libres.
A MacSwain lo encontré en Murry's, una sala de billar de Broadway.
—¿Le viste? —me preguntó.
—Sí. Todo listo... a no ser que salga por pies, o le diga algo a sus promotores, o no me haga caso o...
MacSwain se puso nerviosísimo.
—Mejor será que tengas cuidado —me advirtió—. A lo mejor intentan quitarte de en medio. Él... yo tengo que ir a ver a un tipo —y me abandonó.
Las veladas de boxeo de Poisonville se celebraban en un edificio grande de madera, que había sido casino en lo que una vez fuera parque de atracciones, en las afueras de la ciudad. Cuando llegué a las ocho y media la mayor parte de la población parecía estar allí, apretujada en filas muy estrechas de sillas plegables en el anfiteatro y todavía más apretujada en bancos situados en dos anfiteatros minúsculos.
Humo. Hedor. Calor. Ruido.
Mi asiento estaba en la tercera fila de ring. Mientras me dirigía a mi asiento, descubrí a Dan Rolff en un asiento de pasillo no lejos de mí, con Dinah Brand a su lado. Por fin se había cortado el pelo y se había hecho la permanente, y así tenía el aspecto de mujer cara metida en un gran abrigo de piel gris.
—¿Has apostado por Cooper? —me preguntó después de haber intercambiado unos cuantos saludos.
—No. ¿Vas fuerte?
—No todo lo que me gustaría. Estuvimos esperando pensando que la oferta sería mejor, pero las apuestas se han ido al infierno.
—Parece que todos saben que Bush se va a tirar —dije—. He visto cómo apostaban cien pavos, cuatro a uno para Cooper, hace unos minutos. —Me incliné por encima de Rolff y acerqué la boca al sitio en el que el cuello de piel gris ocultaba la oreja de la chica, murmurando—: No se va a tirar. Mejor que arregles tus apuestas antes de que sea tarde.
Abrió sus ojos sanguinolentos como platos y se le oscurecieron de ansiedad, de codicia, de curiosidad, de sospecha.
—¿Lo dices en serio? —me preguntó ronca.
—Sí.
Se mordió los labios pintados de rojo, frunció el ceño, y preguntó:
—¿De dónde lo has sacado?
No quise decírselo. Siguió mordiéndose los labios y preguntó:
—¿Max lo sabe?
—No le he visto. ¿Está aquí?
—Supongo que sí —dijo abstraída, sus ojos mirando al infinito. Movía los labios como si estuviera contando en voz baja.
Le dije:
—Tómalo o déjalo, pero eso es fijo.
Se inclinó para mirarme a los ojos penetrantemente, apretó los dientes, abrió el bolso y sacó un rollo de billetes del tamaño de una lata de café. Pasó una parte a Rolff.
—Toma, Dan, ponlos a Bush. De todas formas tienes una hora para controlar las apuestas.
Rolff cogió el dinero y se fue con su encargo. Yo ocupé su sitio. Ella me puso una mano en el antebrazo y me dijo:
—Que Dios te ayude como me hayas hecho tirar esa pasta.
Hice ver que la idea era una tontería.
Los combates preliminares empezaron, cosa de cuatro asaltos entre pegadores de quinta fila. Seguí buscando a Thaler pero no pude verle. La chica se removía a mi lado prestando poca atención a los combates, dividiendo su tiempo entre preguntarme dónde había conseguido la información y amenazarme con el fuego del infierno y la condenación si la llevaba a la quiebra.
Ya se estaba celebrando el combate preliminar cuando Rolff regresó y le dio a la chica un puñado de resguardos. Ella los estaba examinando cuando yo volví a mi asiento. Sin levantar la vista, me gritó:
—Espéranos fuera cuando termine.
Mientras yo me iba escurriendo hacia mi asiento, Kid Cooper subió al cuadrilátero. Era un chico macizo, de pelo pajizo, con una cara marcada por los golpes y demasiada grasa que le rebosaba por encima de sus calzones color lavanda. Ike Bush, alias Al Kennedy, entró por las cuerdas del rincón opuesto. Su cuerpo tenía mejor aspecto, delgado, bien formado, enjuto, pero tenía el rostro pálido y preocupado.
Les presentaron, se fueron al centro del ring para recibir las instrucciones habituales, volvieron a sus rincones respectivos, se quitaron los albornoces, se estiraron sobre las cuerdas, sonó el gong y empezó la pelea.
Cooper era bastante torpe. Tiró un par de ganchos que podrían haber hecho daño, pero cualquiera que tuviera dos piernas podría haberlos evitado. Bush tenía clase: piernas ágiles, una izquierda suave y rápida y una derecha que sabía retirarse a tiempo. Hubiera sido un asesinato haberle puesto a Cooper delante si Bush hubiera ido en serio. Pero no. Por lo menos no intentaba ganar. Estaba intentando no ganar y en eso necesitaba emplearse a fondo.
Cooper iba chapoteando de un lado a otro, tirando sus amplios ganchos a lo que saliera, desde los focos a los postes de las esquinas del ring. Su sistema se limitaba a soltarlos a ver qué enganchaban. Bush entraba y salía, colocándole el guante al chico macizo en cuanto quería, pero sin fuerza.
Los espectadores empezaron el abucheo antes de que terminara el primer asalto. El segundo fue igual de malo. Yo no estaba demasiado tranquilo. A Bush no parecía haberle afectado nuestra pequeña conversación. Por el rabillo del ojo pude ver a Dinah Brand tratando de atraer mi atención. Parecía enfadada. Puse buen cuidado en no cruzar mi mirada con la suya.
Aquella exhibición de camaradería que se desarrollaba en el cuadrilátero siguió durante el tercer asalto con música de alaridos como «que los echen», «que se besen» o «que peleen de una vez» lanzados desde las sillas. Su bailoteo les llevó hacia el rincón más cercano a mí justo en el momento en que los gritos se interrumpían un momento.
Junté las manos para amplificar la voz y grité:
—Que vuelves a Filadelfia, Al.
Bush me estaba dando la espalda. Agarrado a Cooper, le hizo girarse contra las cuerdas, de modo que él, Bush, se me quedó mirando.
De otro lugar, muy alejado, llegó otro grito:
—Que vuelves a Filadelfia, Al.
MacSwain, imagino.
Un borracho que había en un lateral levantó su cara abotargada y bramó lo mismo, como si se tratara de una broma muy divertida. Sin motivo alguno, como no fuera porque parecía molestar a Bush, otros repitieron el mismo grito.
Sus ojos miraban de un lado a otro bajo la franja negra de sus cejas.
Uno de aquellos golpes alocados de Cooper enganchó al chico delgado en un lado de la mandíbula.
Ike Bush se derrumbó a los pies del árbitro.
El árbitro contó cinco en dos segundos, pero el gong le cortó la cuenta.
Miré a Dinah Brand y solté una carcajada. No podía hacer otra cosa. Ella me miró pero no se rió. Tenía el mismo rostro enfermo de Dan Rolff, pero mucho más enfadado.
Los ayudantes de Bush le arrastraron hasta el rincón y le masajearon, sin poner demasiado interés. Bush abrió los ojos y se miró los pies. Sonó el gong.
Kid Cooper salió chapoteando y subiéndose los calzones. Bush le esperó hasta que aquel torpón llegó al centro del cuadrilátero y luego se fue por él, rápido.
El guante izquierdo de Bush bajó y prácticamente se perdió de vista en la barriga de Cooper. Cooper soltó un «Ug» y se echó hacia atrás, doblándose.
Bush lo enderezó con un directo de la derecha en la boca y le hundió de nuevo la izquierda. Cooper volvió a decir nuevamente «Ug» y las rodillas le temblaron.
Bush volvió a cazarle otra vez a ambos lados de la cabeza, preparó cuidadosamente la cara de Cooper con un izquierdazo largo y le metió un derechazo directamente salido de su mandíbula a la de Cooper.
Toda la audiencia sintió el golpe.
Cooper golpeó la lona, rebotó, y allí se quedó. El árbitro tardó medio minuto en contar diez segundos. Igual habría dado que hubiera tardado media hora. Kid Cooper estaba noqueado.
Una vez que el árbitro hubo terminado la cuenta, levantó el brazo de Bush. Ninguno de los dos parecía contento.
Vi un brevísimo resplandor de luz: un destello plateado desde uno de los anfiteatros.
Chilló una mujer.
El fugaz destello plateado terminó su trayecto resplandeciente en el ring, con un ruido que en parte era un golpe y en parte un chasquido.
Ike Bush soltó el brazo que aún retenía el árbitro y cayó encima de Kid Cooper. Una navaja de mango negro sobresalía del cogote de Bush.