XXVII. Almacenes

RECORRIMOS la calle mirando de un lado para otro, a la busca de edificios que tuvieran aspecto de almacenes abandonados. Ya había suficiente luz como para ver bien.

En seguida me fijé en un edificio de un rojo oxidado, grande y cuadrado, situado en el centro de un solar lleno de hierbajos. Se veía el abandono por todas partes. Tenía el aspecto de un buen candidato.

—Para en la próxima esquina —dije—. Ése puede ser el sitio. Quédate en el coche mientras exploro un poco.

Anduve dos manzanas totalmente innecesarias para poder llegar al solar por la parte de atrás del edificio. Atravesé el solar con cuidado, no exactamente escondiéndome, pero sí sin hacer ruidos innecesarios.

Tanteé la puerta con precaución. Estaba cerrada, naturalmente. Me acerqué a una ventana e intenté divisar el interior, cosa que no pude hacer por la poca claridad y la suciedad del cristal, tanteé la ventana y no pude moverla.

Probé con la siguiente ventana con idéntica suerte. Di la vuelta a la esquina y eché a andar a lo largo de la fachada norte. La primera ventana se me había resistido. Pero conseguí abrir la segunda, empujando despacio y sin hacer demasiado ruido.

Del lado de dentro de la ventana habían clavado unas tablas de arriba abajo. Tenía un aspecto sólido y fuerte. Las maldije y recordé esperanzadamente que la ventana no había hecho demasiado ruido cuando la levanté. Así que me senté en el alféizar, me apoyé en las tablas e hice un poco de fuerza. Cedían.

Empujé un poco más: las tablas se soltaron del lado izquierdo, dejando ver una ristra de clavos brillantes y aguzados.

Las empujé un poco más, miré por el hueco que dejaban y no vi más que oscuridad ni oí nada.

Con la pistola en la mano derecha, salté al interior. De un paso a la izquierda me aparté de la luz grisácea que entraba por la ventana.

Me pasé la pistola a la izquierda y con la derecha volví a recolocar las tablas tapando la ventana.

Durante un minuto contuve el aliento y no oí nada. Con el arma pegada al cuerpo, empecé a explorar aquel lugar. Bajo mis pies no notaba nada que no fuera el suelo, mientras avanzaba centímetro a centímetro. Tanteando con la mano izquierda seguí sin notar nada hasta tocar una pared rugosa. Parecía que había cruzado una habitación vacía.

Seguí avanzando a lo largo de la pared, ansioso por encontrar una puerta. Al cabo de dar media docena de pasitos di con una. Apoyé la oreja y no oí nada.

Encontré el picaporte, lo giré suavemente y abrí lentamente la puerta.

Se oyó un zumbido.

Hice cuatro cosas al tiempo: soltar el picaporte, saltar, apretar el gatillo y golpearme fuertemente el brazo izquierdo con algo duro y pesado como una lápida.

El resplandor de mi disparo no me mostró nada. Como siempre, aunque es fácil creer que sí que has visto cosas. Sin saber qué hacer, volví a disparar dos veces más.

La voz de un viejo me suplicó:

—No lo hagas, socio. No tienes por qué.

Le ordené:

—Enciende una luz.

Chisporroteó una cerilla frotada contra el suelo, prendió y lanzó una luz amarilla vacilante sobre un rostro maltrecho. Era un rostro viejo del tipo inútil y sin personalidad que hace juego con los bancos de los parques. Estaba sentado en el suelo con las piernas huesudas separadas. No parecía herido. Al lado tenía la pata de una mesa.

—Levántate y enciende una luz —le ordené—, y no dejes de encender cerillas hasta que lo hayas hecho.

Prendió otra cerilla, la protegió cuidadosamente con las manos mientras se levantaba, cruzó la habitación y encendió una vela que había sobre una mesa de tres patas.

Le seguí de cerca. Yo tenía el brazo izquierdo adormecido, de lo contrario le habría sujetado para mayor seguridad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté una vez que hubo encendido la vela.

No me hacía falta su respuesta. En un extremo de la habitación había varios montones de cajas, apiladas de seis en seis, en las que se leía Almíbar Perfection.

Mientras el viejo me explicaba que por Dios que él no sabía nada de nada, que lo único que sabía era que un tal Yates le había contratado hacía dos días como vigilante nocturno y que si algo de malo había en ello él era de lo más inocente, yo levanté la tapa de una de las cajas.

Las botellas que contenía llevaban las etiquetas del Canadian Club y parecían impresas con un sello de caucho.

Dejé las cajas, y, con el viejo delante de mí llevando la vela, registré el edificio. Como esperaba, no encontré nada que indicara que era el almacén que Susurros había ocupado.

Cuando regresamos a su habitación, yo ya había recuperado suficiente fuerza en el brazo como para levantar una botella. Me la metí en el bolsillo y le di al viejo algunos consejos:

—Será mejor que te largues. Te contrataron para ocupar el lugar de algunos de los hombres de Pete el Finlandés que se apuntaron como policías de la brigada especial. Pero Pete ha muerto y el negocio se ha hecho aire.

Cuando volví a salir por la ventana, el viejo estaba de pie delante de las cajas, mirándolas con codicia mientras hacía cuentas con los dedos.

—¿Y bien? —me preguntó Mickey cuando regresé al descapotable.

Saqué aquella botella que podía contener de todo menos Canadian Club, le quité el corcho, se la pasé y luego di yo también un trago.

Volvió a preguntarme:

—¿Y bien?

Repuse:

—Vamos a intentar encontrar el viejo almacén Redman.

Me contestó:

—El día menos pensado te buscas la ruina por hablar tanto —y puso el coche en marcha.

Tres manzanas más allá vimos un cartel desvaído, Redman & Company. El edificio al que correspondía el cartel era bajo, alargado y estrecho, con un tejado de chapa ondulada y pocas ventanas.

—Vamos a dejar el coche detrás de la esquina —le dije—. Y esta vez te vienes conmigo. No me lo he pasado demasiado bien yendo solo.

Cuando salimos del descapotable, una callejuela parecía prometer un camino hacia la parte posterior del almacén. Por allí nos metimos.

Por la calle había poca gente, pero era todavía demasiado temprano para que las fábricas que llenaban prácticamente aquella parte de la ciudad se pusieran en marcha.

En la parte de atrás del edificio encontramos una cosa interesante. La puerta estaba cerrada. Pero el marco y el borde de la puerta estaban rayados. Alguien había hecho un intento con una palanqueta.

Mickey tanteó la puerta. No estaba echado el cerrojo. De diez en diez centímetros, fue empujando la puerta hasta abrir un hueco que nos permitió entrar.

Al entrar escuchamos una voz. No pudimos entender lo que decía. Lo único que podíamos oír era el débil rumor de la voz de un hombre distante, que sugería el tono de una pelea.

Mickey señaló la cicatriz de la puerta con el pulgar y dijo:

—No son polis.

Di dos pasos, manteniendo el peso en los talones. Mickey me seguía, echándome el aliento en el cogote.

Ted Wright me había contado que el escondrijo de Susurros estaba en la parte trasera y en el piso de arriba. De ahí podría proceder la voz distante.

Miré hacia Mickey y le pedí:

—¿Linterna?

Me la puso en la mano izquierda. En la derecha llevaba la pistola. Seguimos avanzando.

La puerta, que seguía abierta unos treinta centímetros, dejaba entrar suficiente luz como para mostrarnos el camino hacia un marco sin puerta. Del otro lado sólo había oscuridad.

Alumbré la negrura con mi luz, encontré una puerta, apagué y avancé. Un destello de la linterna un poco más allá nos mostró el arranque de la escalera.

Subimos como si tuviéramos miedo de que los escalones se fueran a romper bajo nuestro peso.

La voz retumbante se había callado. Algo más se percibía en el aire; yo no sabía qué. A lo mejor una voz tan baja que no se podía oír, pero qué sentido tenía eso.

Yo había contado ya nueve escalones cuando por encima de nosotros se oyó una voz decir claramente:

—Naturalmente que yo maté a esa zorra.

Bajo el tejado de chapa, un arma repitió lo mismo cuatro veces con el tono de un rifle de dieciséis pulgadas.

La primera voz dijo:

—Está bien.

En ese momento Mickey y yo ya habíamos subido todos los escalones, habíamos abierto una puerta de un empujón y estábamos intentando apartar las manos de Reno Starkey de la garganta de Susurros.

Fue un trabajo duro e inútil. Susurros estaba muerto.

Reno me reconoció y soltó las manos.

Tenía los ojos tan apagados y la cara tan caballuna como siempre.

Mickey arrastró al jugador muerto hasta el catre que había en un rincón de la habitación y lo dejó sobre él.

La habitación, que aparentemente había sido una oficina, tenía dos ventanas. Gracias a la luz que entraba por ellas pude ver un cuerpo bajo el catre... el de Dan Rolff. Un revólver de reglamento estaba tirado en mitad de la habitación.

Reno dobló los hombros, balanceándose.

—¿Herido? —le pregunté.

—Me ha metido los cuatro —me dijo calmosamente, doblándose para apretarse el bajo vientre.

—Busca a un médico —le dije a Mickey.

—No sirve de nada —dijo Reno—. Ya no tengo tripas, igual que Peter Collins.

Acerqué una silla plegable para que se sentara de modo que pudiera echarse hacia adelante y sujetarse el vientre.

Mickey salió corriendo.

—¿No sabías que no había muerto? —me preguntó Reno.

—No. Te lo conté como me lo había contado Ted Wright.

—Ted salió demasiado pronto —me dijo—. Ya sospechaba yo algo así, y vine para asegurarme. Me engañó a base de bien, haciéndose el muerto hasta que me tuvo a tiro —miró apagadamente el cadáver de Susurros—. Mira que jugar con eso, maldito sea. Muerto, pero no quiso tumbarse, se vendó él solo, y se quedó esperando —sonrió, la única vez que le vi sonreír—. Ahora sólo es un pedazo de carne, y tampoco tanta.

La voz se le iba haciendo más espesa. Bajo la silla se iba formando un charquito de sangre. Me daba miedo tocarle: sólo la presión que hacía con los brazos le estaba conservando entero.

Echó un vistazo al charquito y preguntó:

—¿Cómo demonios te imaginaste que no la habías matado tú?

—Tenía que tomármelo como si no hubiera sido yo, hasta ahora mismo —respondí—. Te la había adjudicado a ti, pero no podía estar seguro. Aquella noche estuve totalmente ido y soñé mucho, venga a oír campanas y voces y cosas así. Se me ocurrió que a lo mejor no era solamente el sueño sino pesadillas provocadas por lo que realmente ocurría a mi alrededor.

»Cuando me desperté, las luces estaban apagadas. No creí que la hubiera matado yo, que hubiera ido a apagar las luces y luego hubiera vuelto a coger el picahielos. Pero lo mismo podía haber pasado de otra manera. Tú sabías que yo estaba allí esa noche y me diste la coartada sin rechistar. Eso me hizo pensar. Dawn quiso chantajearme después de haberse enterado de la historia de Helen Albury. La policía, después de conocer esa historia, nos metió a ti, a Susurros, a Rolff y a mí en el mismo bote. Yo me encontré a Dawn muerto después de haber visto a O'Marra a media manzana de allí. Daba la impresión de que el picapleitos hubiera intentado chantajearte. Eso y que la policía nos juntara me hizo pensar que la policía tenía tanto contra vosotros como contra mí. Y lo único que tenían contra mí era que Helen Albury me había visto salir o entrar, o las dos cosas, aquella noche. Era de suponer que contra vosotros tenían lo mismo. Y había buenos motivos para descartar a Susurros y a Rolff. Lo cual te dejaba a ti, y a mí. Pero el por qué la mataste es lo que me desconcierta.

—Y que lo digas —me dijo mientras contemplaba cómo crecía el charquito—. La culpa fue sólo de ella. Me llama y me dice que Susurros va a ir a verla y dice que si llego yo antes que le puedo tender una trampa. Me gustó la idea. Total que voy, me quedo esperando y él no aparece.

Se detuvo, fingiendo interés en la forma que iba tomando el creciente charquito. Yo sabía que lo que había detenido su relato era el dolor, pero también sabía que seguiría hablando en cuanto se sintiera otra vez con fuerzas. Quería morir como había vivido, dentro de su concha impenetrable y dura. Hablar podía ser una tortura pero no dejaría aquel relato en tanto hubiera alguien que pudiera verle. Él era Reno Starkey, capaz de aguantar lo que fuera sin un parpadeo, y así seguiría hasta el fin.

—Me cansé de esperar —prosiguió al cabo de un momento—. Llamé a su puerta y le dije que qué pasaba. Así que me abre, diciéndome que allí no hay nadie. No me fío pero me jura que está sola y nos vamos a la cocina. Y conociéndola, de repente me da por pensar que al que han tendido una trampa es a mí y no a Susurros.

Mickey entró en ese momento, diciendo que había pedido una ambulancia.

Reno utilizó la pausa para descansar y luego continuó su relato:

—Luego averigüé que Susurros la había llamado para decir que ya iba y que había llegado antes que yo. Tú estabas frito. Ella tuvo miedo de dejarle entrar y él le pegó; pero ella no me lo dijo, así que me asusto y me quiero largar. Tú estabas fuera de combate y ella quería que la protegieran de Susurros si volvía. De eso yo no supe nada entonces. Así que me mosqueo por si me he metido en algo feo, conociéndola. Pensé en sujetarla y sacarle la verdad a bofetadas. Lo intenté, pero va y agarra el picahielos y se pone a chillar. Y en cuanto se pone a chillar, oigo los pasos de un hombre. Una trampa, pienso.

Hablaba más despacio, dedicando más tiempo a cada palabra para que le salieran calmadas y con sentido, conforme se le iba haciendo más duro y doloroso. La voz se le había enturbiado, pero si lo sabía hizo como que no se había dado cuenta.

—No quise ser el único que saliera mal de aquello. Así que le retuerzo la muñeca y le clavo el picahielos. Y en eso sales tú, cocido hasta los topes, echándote encima de los dos con los ojos cerrados. Ella se te cae encima. Rodáis y tú te das la vuelta hasta que tocas el mango con la mano. Y así, cogido al mango, te quedas dormido, tan tranquilo como ella. Entonces me doy cuenta de lo que he hecho. ¡Mierda, la he matado! Pero ya no hay nada que hacer. Así que apago la luz y me vuelvo a casa. Cuando tú...

El personal cansado de una ambulancia (Poisonville les daba no poco trabajo) entró con una litera, interrumpiendo el relato de Reno. Me alegré. Ya tenía toda la información que quería y sentarse allí a oírle hablar hasta morir no era nada agradable.

Me llevé a Mickey a un rincón y le dije al oído:

—De aquí en adelante el trabajo es tuyo. Yo voy a volar. Tendría que salir a la luz pero ya me conozco a Poisonville como para arriesgarme lo más mínimo. Me voy a llevar tu coche hasta alguna estación intermedia en la que pueda coger un tren para Ogden. Allí me quedaré en el hotel Roosevelt, bajo el nombre de P.F. King. Sigue con el trabajo y hazme saber cuándo conviene que retome mi nombre O me largue a Honduras.

Me pasé la mayor parte de la semana en Ogden intentando organizar mis informes para que no pareciera que me había saltado tantas reglas de la agencia ni tantas leyes del Estado, ni que había roto tantos huesos como en realidad había ocurrido.

Mickey apareció por Ogden la sexta noche.

Me dijo que Reno había muerto, que yo ya no era un delincuente en busca y captura, que la mayor parte del botín del First National Bank se había podido recuperar, que MacSwain había confesado haber matado a Tim Noonan y que Personville, bajo el estado de excepción, estaba empezando a convertirse en un lecho de rosas sin espinas.

Mickey y yo regresamos a San Francisco.

Lo mismo me podía haber ahorrado todos los esfuerzos y sudores que me costó descafeinar mis informes. El Viejo no se dejó engañar. Y me las hizo pasar canutas.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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