SEIS
EL Buckman era un edificio de apartamentos cuadrado y amarillento que ocupaba casi toda la manzana. Ned Beaumont entró y dijo que quería ver al señor Dewey. El portero le preguntó de parte de quién y Ned replicó:
—De Ned Beaumont.
Cinco minutos después Ned se apeó del ascensor y echó a andar por un largo pasillo, hacia la puerta abierta en la que Bernie Despain lo esperaba.
Despain era un hombre menudo, bajo y enjuto, con la cabeza demasiado grande en relación con el cuerpo. El pelo largo, espeso, ondulado y esponjado exageraba el tamaño de su cabeza hasta el extremo de que parecía deforme. Su rostro era atezado, de facciones grandes, con excepción de los ojos, y acentuadas arrugas atravesaban la frente y bajaban desde la nariz hasta la boca. En una mejilla exhibía una cicatriz algo rojiza. Su traje azul estaba impecablemente planchado y no llevaba joyas.
Permaneció en el umbral, sonrió con ironía y dijo:
—Buenos días, Ned.
—Bernie, tengo que hablar contigo.
—Lo sospechaba. En cuanto telefonearon para anunciarte me dije: «Doble contra sencillo a que quiere hablar conmigo.» Ned Beaumont guardó silencio. Su rostro macilento estaba tenso.
Despain exageró su sonrisa y añadió:
—Venga, muchacho, no te quedes ahí parado. Entra de una buena vez.
Bernie Despain se hizo a un lado.
La puerta daba acceso a un estrecho recibidor. A través de la puerta abierta situada en la pared de enfrente, Ned Beaumont divisó a Lee Wilshire y al tipo que le había pegado. Ambos dejaron de preparar sendas maletas para mirarlo.
Ned Beaumont entró en el recibidor.
Despain le siguió los pasos, cerró la puerta que daba al pasillo y añadió:
—Chico es algo atolondrado y cuando te acercaste a mí de la manera en que lo hiciste pensó que te la estabas buscando, ¿te das cuenta? Lo he puesto de vuelta y media y es posible que, si se lo pides, se disculpe.
Chico comentó algo en voz baja con Lee Wilshire, que observaba furibunda a Ned Beaumont. Lee rió con bastante malicia y replicó:
—Tienes razón, un buen perdedor a carta cabal.
—Adelante, señor Beaumont —añadió Bernie Despain—. Ya los conoces, ¿no?
Ned Beaumont entró en la estancia donde se encontraban Lee y Chico.
—¿Qué tal el pecho? —quiso saber Chico.
Ned Beaumont no contestó.
—¡Santo cielo! —exclamó Bernie Despain—. Pese a que has dicho que querías subir para hablar, te muestras más parco que un mudo.
—Quiero hablar contigo —puntualizó Ned Beaumont—. ¿Es necesario contar con esta compañía?
—Para mí, sí —replicó Despain—. Para ti, no. Podrás librarte de ellos si das media vuelta, sales y te ocupas de tus asuntos.
—Tengo asuntos que tratar aquí.
—Exactamente, dijiste no sé qué de la pasta —Despain miró sonriente a Chico y preguntó—: Chico, ¿qué era esa historia de la pasta?
Chico tapó la puerta a través de la cual Ned Beaumont había entrado en la estancia y replicó con voz chirriante:
—Había un asunto de dinero, pero lo he olvidado.
Ned Beaumont se quitó el abrigo y lo colgó en el respaldo de un butacón color chocolate. Se sentó y se quitó el sombrero.
—No es un asunto de dinero lo que me trae por aquí. Soy..., veamos —extrajo un papel del bolsillo de la chaqueta, lo extendió, lo repasó y añadió—: He venido como investigador oficial del fiscal del distrito.
Durante una milésima de segundo la mirada de Despain se empañó, pero se recuperó en seguida y dijo:
—¡Cómo escalas posiciones! La última vez que te vi no hacías más que ir de matón de Paul.
Ned Beaumont volvió a doblar el papel y se lo guardó en el bolsillo.
—Adelante, ¿a qué esperas? Investíganos, haz lo que sea para mostrarnos a qué te dedicas —agregó Despain, que se sentó frente a Ned Beaumont y meneó la cabezota—. ¿Me dirás que viajaste hasta Nueva York para interrogarme sobre el asesinato de Taylor Henry?
—Sí.
—¡Qué pena! Podrías haberte ahorrado el viaje —Despain movió la mano y señaló las maletas que estaban en el suelo—. En cuanto Lee me contó de qué iba la cosa, preparé el equipaje para regresar y carcajearme de tu montaje.
Ned Beaumont se repantigó en el butacón. Se había llevado una mano a la espalda.
—Si hay algún montaje lo ha hecho Lee. Fue ella quien informó a la policía.
—Claro que sí, cabrón, tuve que hablar porque tú me la enviaste —replicó Lee colérica.
—Vayamos con calma —propuso Despain—. Sin duda Lee es una mentecata redomada, pero las letras no tienen ninguna importancia. Son...
—¿Desde cuándo soy una mentecata redomada? —preguntó Lee indignada—. ¿Acaso no he hecho el viaje para advertirte después de que te largaras hasta con las más puñeteras de mis...?
—Exactamente —coincidió Despain con afabilidad—. Tu viaje hasta aquí demuestra que eres una mentecata redomada porque condujiste a este tío hasta mi puerta.
—Si ése es el concepto en que me tienes, me alegro de haber entregado las letras a los maderos. ¿Qué te parece?
—Te diré exactamente qué opino en cuanto estemos a solas —dijo Despain y se volvió hacia Ned Beaumont—. ¿De modo que el honrado Paul Madvig te permite que me hagas cargar con las culpas?
Ned Beaumont sonrió.
—Bernie, nadie te ha tendido una trampa y lo sabes. Lee nos dio la primera pista y luego atamos cabos.
—¿Hay algo más además de lo que Lee os dijo?
—Unas cuantas cosas.
—¿Cuáles?
Ned Beaumont volvió a sonreír.
—Bernie, podría decirte muchas cosas, pero prefiero hacerlo a solas.
—¡Estás majara! —exclamó Despain.
Desde el umbral Chico se dirigió a Despain con su voz chirriante:
—Demos su merecido a este cabrito y pongámonos en camino.
—Espera un momento —pidió Despain. Frunció el ceño e hizo una pregunta a Ned Beaumont—: ¿Hay una orden de captura a mi nombre?
—Pues no lo...
—¿Sí o no? —el tono burlón de Despain se había esfumado.
—Que yo sepa, no —replicó Ned lentamente.
Despain se incorporó y empujó la silla.
—En ese caso, sal inmediatamente de aquí si no quieres que le diga a Chico que vuelva a atizarte.
Ned Beaumont se levantó del butacón y cogió su abrigo. Sacó el gorro del bolsillo del abrigo, lo sujetó con una mano, apoyó el abrigo en el otro brazo y declaró lentamente:
—Lo lamentarás.
Abandonó el apartamento con gran dignidad. La risa chirriante de Chico y las agudas carcajadas de Lee acompañaron su partida.