CAPÍTULO VIII

HASTA entonces sabía exactamente dónde estaba en lo referente a los problemas de los Wolf-Wynant-Jorgensen y qué hacía: las respuestas eran, respectivamente, en ninguna parte y nada. Sin embargo, cuando volvíamos al hotel a las cuatro de la madrugada, hicimos un alto para tomar un café en Reuben's y Nora abrió el periódico y encontró un comentario en una de las columnas de cotilleo: «Nick Charles, antiguo as de la agencia de detectives Trans-American, se ha trasladado desde la costa para esclarecer el misterioso asesinato de Julia Wolf.» Alrededor de seis horas después, cuando abrí los ojos y me senté en la cama, Nora me sacudía y vi en la puerta del dormitorio a un hombre con un arma en la mano.

Era un joven rollizo y moreno, de estatura media, barbilla ancha y ojos muy juntos. Llevaba un hongo negro, un abrigo del mismo color que le sentaba como anillo al dedo, traje oscuro y zapatos negros. Tuve la impresión de que los había comprado en el último cuarto de hora. El arma, una automática negra y chata del calibre treinta y ocho, reposaba cómodamente en su mano, sin apuntar a nada.

—Nick, me obligó a dejarlo pasar —dijo Nora—. Dijo que tenía que...

—Tengo que hablar con usted —afirmó el hombre de la automática—. Eso es todo, tengo que hablar con usted.

Su voz sonó baja y chirriante. Para entonces yo había logrado despertar. Miré a Nora. Estaba agitada, pero no la noté asustada: daba la sensación de que había apostado a un caballo y lo observaba recorrer la recta final con un cuerpo de ventaja.

—Está bien. Hable de una buena vez. ¿Le molesta guardar el arma? A mi esposa no le importa, pero estoy embarazado y no me gustaría que mi hijo naciera con...

El hombre esbozó una sonrisa.

—No necesita decirme que es de los duros. He oído hablar de usted —guardó la pistola automática en el bolsillo del abrigo—. Soy Shep Morelli.

—Pues en mi vida he oído hablar de usted.

Dio un paso para entrar en el dormitorio y agitó la cabeza de un lado a otro.

—Yo no me cargué a Julia.

—Puede que no, pero no es éste el sitio donde ha de traer la buena nueva. No tengo nada que ver con esta historia.

—No la veía desde hacía tres meses —añadió—. Habíamos roto.

—Dígaselo a la policía.

—No tenía motivos para hacerle daño. Julia siempre jugó limpio conmigo.

—Me parece fantástico, pero se ha equivocado de persona —le repetí.

—Escuche —dio otro paso hacia la cama—. Studsy Burke dice que usted es un buen tipo. Por eso he venido. ¿Es verdad que...?

—¿Qué es de la vida de Studsy? —inquirí—. No lo he visto desde que lo metieron en la trena, en el veintitrés o veinticuatro.

—Studsy está bien. Le gustaría verlo. Tiene un local en la Cuarenta y nueve Oeste, el club Pigiron. Dígame, ¿qué pretende la pasma de mí? ¿Cree que yo la maté o simplemente se propone endilgarme otra cosa?

Meneé la cabeza.

—Si lo supiera se lo diría. No se deje engañar por la prensa: no tengo nada que ver con este caso. Consulte a la policía.

—Estaría muy bien —volvió a sonreír—. Sería lo más inteligente que he hecho en mi vida. Ir a consultar a la policía cuando un capitán se ha pasado tres semanas en el hospital a causa de que tuvimos una diferencia. A los polis les encantaría que fuese a hacerles preguntas. Les encantaría y me lo demostrarían con sus porras. —El individuo volvió la palma de la mano hacia arriba—. He venido a verlo en serio. Studsy dice que usted es trigo limpio. Espero que juegue limpio.

—Le aseguro que juego limpio —insistí—. Si supiera algo...

Llamaron tres veces con los nudillos a la puerta del pasillo. Fue un sonido insistente. Morelli sacó la pipa antes de que el ruido cesara. Pareció dirigir la mirada simultáneamente a todas partes. Su voz se convirtió en un sonido metálico que manó de lo más profundo de su pecho:

—¿Quién puede ser?

—No lo sé —me erguí un poco más en la cama y señalé la automática que esgrimía—. Con el arma en la mano aquí manda usted. —La automática apuntaba con toda exactitud a mi pecho. Me zumbaron los oídos y tuve la sensación de que se me hinchaban los labios—. No hay escalera de incendios.

Extendí la mano izquierda hacia Nora, que estaba sentada en el borde de la cama.

Los nudillos volvieron a golpear la puerta y una voz ronca gritó:

—¡Es la policía! ¡Abran la puerta!

Morelli estiró el labio inferior para cubrir el superior y bajo los iris comenzó a asomar la parte blanca de sus ojos.

—¡Hijo de puta! —exclamó lentamente, casi como si se compadeciera de mí.

Desplazó ligeramente los pies y los apoyó con firmeza en el suelo.

Una llave encajó en la cerradura por el lado exterior de la puerta. Golpeé a Nora con la mano izquierda, lo que la hizo rodar por el dormitorio. La almohada que arrojé con la derecha contra el arma de Morelli no parecía pesar, pues se deslizó lentamente como un trozo de papel de seda. Ni antes ni después hubo ruido tan estrepitoso en el mundo como el disparo de la automática de Morelli. Algo me golpeó el lado izquierdo del cuerpo cuando me arrojé al suelo. Le sujeté un tobillo y no lo solté. Morelli cayó sobre mí y me golpeó la espalda con la pistola hasta que logré liberar una mano y le pegué tan bajo como pude.

Entraron varios hombres que nos separaron. Tardamos cinco minutos en lograr que Nora recobrara el conocimiento. Se incorporó con la mano en la mejilla y miró a su alrededor hasta que divisó a Morelli esposado y de pie entre dos hombres de la brigada de detectives. La cara de Morelli daba pena: los polis le habían dado un repaso sólo por divertirse. Nora me miró furibunda.

—¡Insensato! —exclamó—. No hacía falta que me dejaras fuera de combate. Sabía que lo atraparías y me habría gustado verlo.

Un poli rió y comentó admirado:

—¡Cielos! ¡Ésta sí que es una mujer de pelo en pecho!

Nora le sonrió y se incorporó. Dejó de sonreír cuando me miró.

—Nick, eres un...

Le respondí que no me parecía importante y abrí los andrajos de la chaqueta del pijama. El disparo de Morelli me había hecho un canal de unos diez centímetros debajo de la tetilla izquierda. Aunque manaba mucha sangre, la herida no era profunda.

—Mala suerte —comentó Morelli—. Cinco centímetros más arriba habrían supuesto una diferencia decisiva.

El poli que había admirado a Nora —un individuo corpulento, de pelo rubio rojizo, de cuarenta y ocho o cincuenta años, y con un traje gris que no le sentaba muy bien— golpeó a Morelli en la boca.

Keyser, el director del Normandie, dijo que llamaría al médico y se dirigió al teléfono. Nora fue a buscar toallas al cuarto de baño. Me tapé la herida con una toalla y me tendí en la cama.

—Estoy bien. No hay de qué preocuparse hasta que llegue el médico. ¿A qué debo su visita?

El poli que había golpeado a Morelli replicó:

—Nos enteramos de que esta suite se había convertido en el lugar de encuentro de la familia Wynant, de su abogado y del resto del mundo, así que decidimos vigilarla por si Wynant se presentaba. Esta mañana Mack, aquí presente, que estaba de guardia, vio entrar a este tipo, nos avisó y fuimos a buscar al señor Keyser para que subiera con nosotros. Puede considerarse muy afortunado.

—Sí, he sido muy afortunado, aunque tal vez no me habría disparado.

El policía me miró receloso. Tenía los ojos de color gris claro y acuoso.

—¿Este tío es amigo suyo?

—Es la primera vez que lo veo.

—¿Qué quería?

—Quería decirme que no mató a la Wolf.

—¿Y eso qué significa para usted?

—Nada.

—¿Y qué pensó este hombre que significaba para usted?

—Pregúnteselo a él, yo no lo sé.

—Pues se lo pregunto a usted.

—Siga preguntando.

—Le haré otra pregunta: ¿declarará bajo juramento que este hombre le disparó?

—Ahora mismo tampoco puedo responder a esa pregunta. Tal vez fue un accidente.

—Vale. Tenemos todo el tiempo del mundo. Sospecho que tendremos que hacerle muchas preguntas más de las que supusimos. —Se volvió a uno de sus compañeros, cuatro en total—. Registraremos la suite.

—No lo harán sin una orden judicial —puntualicé.

—Eso lo dice usted. Manos a la obra, Andy.

Registraron la suite.

El médico —un alfeñique pálido que estaba acatarrado— entró, parloteó, se sorbió los mocos a mi lado, detuvo la hemorragia, me vendó y me dijo que no tenía de qué preocuparme si me quedaba quieto un par de días. Nadie le dio una explicación. Los polis no le permitieron tocar a Morelli. Cuando se fue, el médico estaba todavía más pálido y confundido. El agente corpulento de pelo rubio rojizo regresó de la sala con una mano a la espalda. Esperó a que el médico saliera y me preguntó:

—¿Tiene licencia para portar armas?

—No.

—¿Y qué hace con esto? —me mostró la automática que le había quitado a Dorothy Wynant.

Yo no tenía respuesta.

—¿Ha oído hablar de la ley Sullivan?

—Sí.

—En ese caso, sabe en qué posición se encuentra. ¿Este arma es suya?

—No.

—¿De quién es?

—Intentaré recordarlo.

Se guardó la pistola en el bolsillo y se sentó en una silla, junto a la cama.

—Escúcheme, señor Charles. Me parece que llevamos mal este asunto. No quiero ponerme duro con usted y sospecho que, francamente, a usted no le interesa ponerse duro conmigo. No creo que la herida le haga sentir bien, así que no volveré a molestarlo hasta que se haya recuperado. Es posible que entonces nos reunamos y aclaremos la situación.

—Gracias —respondí y hablaba en serio—. Una copa no nos vendría nada mal.

—Por supuesto —dijo Nora y se incorporó desde el borde de la cama.

El hombre corpulento de pelo rubio rojizo la miró mientras abandonaba el dormitorio. Meneó la cabeza con solemnidad y comentó con tono también solemne:

—Por Dios que es usted afortunado —súbitamente extendió la mano—. Me llamo Guild, John Guild.

—Mi apellido ya lo sabe.

Nos dimos la mano.

Nora regresó con una bandeja que contenía un sifón, una botella de whisky y varios vasos. Intentó dar un trago a Morelli, pero Guild se lo impidió.

—Señora Charles, es usted muy amable, pero las leyes no permiten dar medicamentos o bebidas a un detenido salvo por prescripción facultativa —me miró—. ¿No estoy en lo cierto?

Respondí afirmativamente y los demás bebimos.

Al cabo de un rato Guild dejó el vaso vacío y se puso en pie.

—Tengo que llevarme este arma, pero no se preocupe. Ya tendremos tiempo de hablar cuando se recupere. —Cogió la mano de Nora y se inclinó torpemente—. Espero que no se haya molestado por lo que dije hace un rato, pero lo dije de una manera...

Cuando quiere, Nora sonríe de una forma deliciosa. En ese momento le dedicó una de sus mejores sonrisas.

—¿Molestarme? Me ha encantado.

Acompañó a la puerta a los policías y al detenido. Keyser se había retirado hacía un rato.

—Es un encanto —comentó cuando regresó—. ¿Te duele mucho?

—No.

—Yo tengo la culpa, ¿eh?

—No digas bobadas. ¿Tomamos otro trago?

Nora me sirvió una copa.

—Dadas las circunstancias, yo no bebería mucho.

—No lo haré —prometí—. Me gustaría desayunar arenques ahumados. Puesto que nuestros problemas parecen superados, quizá tengas que pedirle a nuestro perro de guardia ausente que los suba. Dile a la telefonista que no nos pase llamadas. Es probable que aparezcan periodistas.

—¿Qué le dirás a la policía sobre la pistola de Dorothy? Alguna explicación tendrás que dar, ¿no?

—No lo sé.

—Nick, dime la verdad: ¿me he portado como una tonta?

Negué con la cabeza.

—Sólo un poco.

Nora rió.

—Eres un cerdo griego —añadió y se dirigió al teléfono.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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