VI. El garito de Susurros
NUESTRO trayecto terminó bajo una hilera de árboles en una calle oscura no muy alejada del centro de la ciudad. Salimos del coche y fuimos andando hasta la esquina.
Un hombre fornido con abrigo gris y con un sombrero gris calado hasta las cejas nos salió al encuentro.
—Susurros está al tanto —le dijo el hombre fornido al comisario—. Llamó a Donohoe para decirle que iba a estar en este garito. Dice que si cree que puede sacarlo de ahí, que lo intente.
Noonan soltó una risita, se rascó una oreja y preguntó jovial:
—¿Cuántos diría que hay ahí con él?
—Como unos cincuenta.
—Va, venga, no puede haber tantos a estas horas de la mañana.
—Y un cuerno que no —gruñó el fornido—. No han dejado de llegar desde medianoche.
—¿Ah, sí? Algún soplo por alguna parte. A lo mejor no tenías que haberles dejado entrar.
—A lo mejor no —el hombre fornido estaba enfadado—. Yo hice lo que usted me dijo. Me dijo que entraran o salieran cuando quisieran, pero que cuando apareciera Susurros que le...
—Echaras el guante —interrumpió el comisario.
—Bueno, sí —asintió el fornido, mirándome con ferocidad.
Se reunieron con nosotros más hombres y allí se habló de todo. Todos estaban de mal humor salvo el comisario. Parecía divertirse. Y yo no sabía por qué.
El garito de Susurros era un edificio de ladrillo de tres plantas, en mitad de la manzana, entre dos edificios de dos plantas cada uno. El piso bajo del garito estaba ocupado por un estanco que servía de acceso y de cobertura a las salas de juego que estaban en los pisos de arriba. Dentro, si se podía uno fiar de la información del hombre fornido, Susurros había reunido a medio centenar de sus amigos, listos para dar batalla. En el exterior, las fuerzas de Noonan se distribuían rodeando el edificio, en la calle, en el callejón trasero y por los tejados cercanos.
—Bueno, chicos —dijo el comisario amablemente después de que cada cual hubiera expresado su opinión—, a mí me parece que Susurros no querrá tener líos, lo mismo que nosotros, o ya hubiera intentado abrirse paso a tiros hace tiempo, si es que está con tantos, aunque no me importa decir que yo no creo... que sean tantos.
El fornido intervino:
—Y un cuerno que no.
—De modo que si no quiere líos —prosiguió Noonan—, a lo mejor sirve de algo charlar un poco. Acércate tú, Nick, y mira a ver si puedes convencerle de que se mantenga tranquilo.
El fornido respondió:
—Y un cuerno voy a ir.
—Llámale por teléfono, entonces —le sugirió el comisario.
El fornido gruñó:
—Eso ya es otra cosa —y se marchó.
Cuando regresó parecía completamente satisfecho.
—Dice —informó—: «Iros a la mierda.»
—Coloca aquí a los mejores muchachos —dijo Noonan alegremente—. Le vamos a dar un repaso en cuanto haya luz.
El fornido y yo acompañamos al comisario en su ronda para asegurarse de que todo estaba en orden. Sus hombres no me parecieron gran cosa: un montón de hombres desharrapados, de mirada huidiza y sin ningún entusiasmo por el trabajo que les aguardaba.
El cielo fue poniéndose de un tono gris desvaído. El comisario, Nick y yo aguardábamos en la entrada de una fontanería, en diagonal con la calle que era nuestro objetivo.
El garito de Susurros estaba oscuro, las ventanas de arriba, negras, y en el estanco las persianas estaban echadas en las ventanas y en la puerta.
—Me revienta empezar esto sin darle a Susurros una oportunidad —comentó Noonan—. No es mal chico. Pero no tiene sentido que yo intente hablar con él; nunca le he caído bien.
Se me quedó mirando. Yo no dije nada.
—¿No querría usted hacer un intento? —me preguntó.
—Bueno, lo intentaré.
—Muy amable. Se lo agradecería mucho. Mire a ver si puede convencerle para que salga sin armar follón. Ya sabe usted qué decirle... que es por su propio bien y esas cosas.
—Sí —dije, y crucé hacia el estanco, esforzándome porque se me vieran las manos vacías a lo largo del cuerpo.
Todavía faltaba un poco para que fuera de día. La calle tenía color humo. Mis pasos hacían mucho ruido.
Me detuve ante la puerta y llamé al cristal con los nudillos, no demasiado fuerte. Con las persianas verdes echadas, el cristal parecía un espejo: vi a dos hombres moverse al otro lado de la calle.
En el interior no se oyó ruido alguno. Llamé con más fuerza y después bajé la mano para tantear el picaporte. De dentro me llegó un aviso:
—Lárguese mientras pueda.
Era una voz apagada pero no un murmullo, así que seguramente no era la de Susurros.
—Quiero hablar con Thaler —dije.
—Vete a hablar con el bola de sebo que te mandó.
—No hablo en nombre de Noonan. ¿Thaler puede oírme?
Una pausa. La voz apagada dijo:
—Sí.
—Soy el agente de la Continental que le pasó a Dinah Brand la información de que Noonan estaba intentando implicarte —dije—. Quiero charlar contigo cinco minutos. Con Noonan no tengo nada que ver, salvo que me gustaría reventarle el plan. Estoy solo. Y dejaré mi arma en la calle si me lo pides. Déjame entrar.
Esperé. Dependía de que la chica le hubiera ido con la historia que yo le había contado. Esperé lo que me pareció una eternidad.
La voz apagada dijo:
—Cuando abramos, entre rápido. Sin trucos.
—Listo.
Chasqueó el pestillo. Me abalancé sobre la puerta.
Desde el otro lado de la calle, una docena de armas se vaciaron. Los cristales de las ventanas y de la puerta se hicieron añicos a nuestro alrededor.
Alguien me zancadilleó. El miedo me dio tres cerebros y media docena de ojos. Me había metido en un lío de mucho cuidado y Noonan me había gastado una broma de aúpa. Aquellos pájaros no tenían la culpa de pensar que yo le estaba haciendo el juego al comisario.
Me dejé caer, dándome la vuelta para estar cara al suelo. Cuando caí, ya tenía el revólver en la mano.
En la acera de enfrente, el fornido Nick había salido de un portal enviándonos plomo a dos manos.
Afirmé mi arma sobre el suelo; el cuerpo de Nick destacaba enfrente. Apreté el gatillo. Nick dejó de disparar, cruzó las manos sobre el pecho y se derrumbó sobre la acera.
Unas manos me tiraron de los tobillos y me arrastraron hacia atrás. El suelo me raspó la barbilla. Se cerró la puerta de golpe. Un gracioso dijo:
—Vaya, vaya, a algunos no les caes bien.
Me senté y grité por encima del ruido:
—Yo no estaba metido en esto.
El tiroteo fue decayendo hasta detenerse. Las persianas de la puerta y las ventanas estaban salpicadas de agujeros grises. Un susurro brusco dijo en la oscuridad:
—Tod, tú y Slats vigilad lo de ahí fuera. Los demás podemos subir.
Pasamos por una habitación en la trastienda, luego por un pasillo, por unas escaleras alfombradas y llegamos a una habitación del segundo piso con una mesa verde biselada para jugar a los dados. Era una habitación pequeña, sin ventanas, y la luz estaba encendida.
Éramos cinco. Thaler se sentó y encendió un cigarrillo: un hombre pequeño y cetrino, de cara atractiva tipo figurante de teatro, hasta que te fijabas bien en la boca fina y dura. Un chaval rubio de facciones angulosas, que no pasaba de los veinte, estaba tumbado de espaldas sobre un sofá y arrojaba el humo de un cigarrillo hacia el techo. Otro chico, igual de rubio y de joven, pero de facciones no tan duras, se ocupaba de estirarse la corbata escarlata y de alisarse el pelo pajizo. Un hombre de cara delgada, de unos treinta años, casi sin barbilla y con una bocaza abierta, recorría la habitación de arriba abajo, con pinta de aburrido y tarareando Rosy Cheeks.
Yo me senté en una silla a un metro de Thaler.
—¿Cuánto tiempo va a mantener esto Noonan? —me preguntó. Su voz áspera y susurrante no denotaba emoción sino tan sólo un deje de molestia.
—Esta vez va por ti —repuse—. Creo que va por todas.
El jugador sonrió levemente, con desprecio.
—Debería saber qué escasas posibilidades tiene de colgarme semejante muerto.
—Es que no pretende demostrarlo ante un tribunal —dije.
—¿No?
—Te va a liquidar por resistirte a la detención, o por tratar de huir. Para eso no va a necesitar muchos juicios.
—Se está volviendo expeditivo con la vejez —sus labios finos se curvaron en otra sonrisa. No parecía dar demasiada importancia a la actividad criminal del comisario—. Si me caza en algún momento, es que merezco que me cacen. ¿Qué tiene contra ti?
—Se ha dado cuenta de que voy a resultar molesto.
—Malo. Dinah me dijo que eras un tipo francamente majo, salvo que pareces un poco escocés para la pasta.
—Fue una visita muy agradable. ¿Me vas a contar lo que sabes del asesinato de Donald Willsson?
—Su mujer se lo cargó.
—¿La viste?
—La vi al segundo siguiente... con el arma en la mano.
—Eso no nos lleva a ninguna parte —dije—. No sé hasta qué punto te lo has inventado. Bien presentado, lo mismo te valía en un juicio, pero ni siquiera te van a dar la oportunidad de eso. Si Noonan te coge, se acabó. Cuéntamelo todo. Sólo me hace falta eso para liquidar este asunto.
Tiró su cigarrillo al suelo, lo aplastó con el pie y preguntó:
—¿Tan cerca andas?
—Dime lo que sea y estaré listo para hacer una detención... si es que puedo salir de aquí.
Encendió otro cigarrillo y preguntó:
—¿La señora Willsson dijo que fui yo quien la llamó?
—Sí... después de que Noonan la convenciera. A lo mejor hasta se lo cree ahora.
—Has liquidado al Gran Nick —dijo—. Voy a fiarme de ti. Esa noche me llamó un hombre. No le conozco, no sé quién era. Dijo que Willsson había ido a ver a Dinah con un cheque de cinco de los grandes. ¿Y a mí qué me importaba? Pero fíjate, qué curioso que alguien a quien no conozco me lo soltara a mí. Así que me fui a ver. Dan me dio con la puerta en las narices. De acuerdo, ahí me las den todas. Pero aun así resulta de lo más curioso ese tipo que me telefoneó.
»Me fui a la calle y me aposté en un portal. Vi el coche de la señora Willsson en la calle, pero entonces no sabía que era el de ella ni que ella estuviera dentro. Él salió en seguida y echó a andar. No vi los disparos. Pero los oí. Entonces esa mujer sale del coche y se le acerca corriendo. Yo sabía que no había disparado ella. Debería haberme largado. Pero como todo era más raro que el demonio, cuando vi que era la mujer de Willsson entonces me acerqué, para tratar de averiguar de qué iba todo aquello. Menuda suerte, ¿te das cuenta? Así que tuve que buscarme una salida en caso de que algo se supiera. Le apreté las clavijas a la mujer. Eso es todo... de verdad.
—Gracias —dije—. A eso vine. Ahora todo consiste en salir de aquí sin que nos den para el pelo.
—No hay problema —me aseguró Thaler—. Nos iremos cuando queramos.
—Yo quiero marcharme ahora. Y si fuera tú, me iría también. A Noonan lo tienes por nada, pero ¿para qué arriesgarse? Lárgate y quédate a cubierto hasta mediodía y su jugarreta será papel mojado.
Thaler se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un rollo de billetes. Contó un par de cientos, algunos de cincuenta, de veinte y de diez y se los alargó al hombre sin barbilla diciéndole:
—Búscanos una salida, Jerry, pero no des más pasta de la que suelen recibir.
Jerry cogió el dinero, recogió su sombrero de encima de la mesa y salió. Al cabo de media hora volvió y devolvió unos cuantos billetes a Thaler diciendo de pasada:
—Tenemos que esperar en la cocina hasta que nos den la señal.
Bajamos a la cocina. Estaba oscura. Se nos unieron más hombres.
De pronto se oyó un golpe en la puerta.
Jerry la abrió y bajamos los tres escalones que daban a un patio trasero. Era casi de día. Éramos diez en total.
—¿Éstos son todos? —le pregunté a Thaler.
Asintió.
—Nick dijo que erais cincuenta.
—¡Cincuenta para resistir a esos muertos de hambre! —dijo despectivamente.
Un policía de uniforme mantenía abierta la puerta mientras murmuraba nervioso:
—Muchachos, dense prisa, por favor.
Eso era lo que yo quería, pero nadie pareció prestarle atención.
Cruzamos un callejón, nos pasó otro hombre alto con traje marrón por otra puerta, pasamos por una casa, salimos a la calle siguiente y nos metimos en un automóvil que estaba aparcado allí.
Conducía uno de los chicos rubios. Sabía lo que era la velocidad.
Dije que quería que me dejaran cerca del Gran Hotel Western. El conductor miró a Susurros, que asintió. Cinco minutos más tarde me bajaba ante la puerta de mi hotel.
—Te veré más tarde —susurró el jugador, y el coche arrancó.
Lo último que vi fue la matrícula del departamento de policía desapareciendo tras una esquina.