Un espía bajito

DESPUÉS de que Joel Cairo se marchara, Spade se quedó sentado ante su escritorio durante media hora, inmóvil, con el ceño fruncido. Luego, con el tono de quien desecha una preocupación, dijo en voz alta: «Qué más da, me pagan por ello», y sacó una botella de cóctel Manhattan y un vaso de papel de un cajón. Llenó dos tercios del vaso, bebió, devolvió la botella a su sitio, tiró el vaso a la papelera, se puso el sombrero y el abrigo, apagó las luces y bajó a la calle iluminada por la noche.

Un joven de veinte o veintiún años, más bajo de lo que correspondía a su edad, con gorra y abrigo grises, aguardaba ocioso en la esquina del edificio de Spade. Spade echó a andar por Sutter Street hasta llegar a Kearny, donde entró en un estanco para comprar dos bolsas de Bull Durham. Cuando salió, el joven era una de las cuatro personas que esperaban el tranvía en la esquina opuesta.

Spade cenó en el asador Herbert de Powell Street. Cuando salió del asador a las ocho menos cuarto, el joven estaba curioseando en el escaparate de una camisería.

Spade entró en el hotel Belvedere y preguntó por el señor Cairo en recepción. Le dijeron que no estaba. El joven se sentó en un sillón en un rincón al otro extremo del salón.

Spade se fue al teatro Geary, no pudo encontrar a Cairo en el vestíbulo y entonces se apostó en la acera opuesta, cara al teatro. El joven merodeaba por allí como un paseante más ante el restaurante Marquard.

A las ocho y diez apareció Joel Cairo, subiendo por Geary Street con sus pasitos remilgados y saltarines. Pareció no ver a Spade hasta que el detective privado le tocó en el hombro; entonces pareció moderadamente sorprendido un instante y en seguida dijo:

—Ah, ya, usted vio la entrada.

—Ajá. Quiero enseñarle algo —Spade apartó a Cairo un poco del paso de los otros viandantes que se dirigían al teatro—. Ese chico de la gorra que está junto al Marquard.

Cairo murmuró «Ya» y miró la hora. Observó Geary Street. Miró la cartelera del teatro que tenía enfrente, en la que un George Arliss aparecía vestido de Shylock, y luego sus ojos oscuros fueron rotando hacia un lado hasta enfocar al chico de la gorra, aquel rostro pálido y frío de pestañas rizadas que escondían unos ojos fijos en el suelo.

—¿Quién es? —preguntó Spade.

Cairo sonrió a Spade.

—No le conozco.

—Me ha estado siguiendo por toda la ciudad.

Cairo se humedeció el labio inferior con la lengua y preguntó:

—¿Le parece entonces inteligente haberle dejado que nos vea juntos?

—¿Y cómo voy a saberlo? —replicó Spade—. En cualquier caso, ya está hecho.

Cairo se quitó el sombrero y se alisó el pelo con una mano enguantada. Volvió a colocarse el sombrero con todo cuidado y dijo con lo que parecía una sinceridad absoluta:

—Le doy mi palabra de que no le conozco, señor Spade. Le doy mi palabra de que no tengo nada que ver con él. No he recabado ayuda de nadie, salvo la suya, tiene mi palabra de honor.

—¿Entonces es uno de los otros?

—Pudiera ser.

—Sólo quería saberlo, porque si se convierte en un estorbo lo mismo tengo que hacerle daño.

—Haga lo que mejor le parezca. No es amigo mío.

—Estupendo. Van a levantar el telón. Buenas noches —dijo Spade y cruzó la calle para abordar un tranvía que iba hacia el oeste.

El chico de la gorra subió al mismo tranvía.

Spade se bajó en Hyde Street y subió a su apartamento. Sus habitaciones no estaban demasiado revueltas, pero mostraban señales inequívocas de haber sido registradas. Una vez que se hubo lavado y se hubo cambiado de camisa y de cuello, Spade volvió a salir, subió hasta Sutter Street y abordó un tranvía que iba hacia el oeste. El joven hizo lo propio.

A media docena de manzanas del Coronet, Spade se bajó del tranvía y entró en el vestíbulo de un edificio de apartamentos alto y de color parduzco. Llamó a tres timbres simultáneamente. Se oyó el ruido del portero automático. Entró, dejó a un lado el ascensor y las escaleras, avanzó por un largo pasillo de paredes amarillas hasta llegar a la parte trasera del edificio, encontró una puerta asegurada con una cerradura Yale y salió a un patio estrecho. El patio daba a una oscura calle posterior por la que Spade subió a lo largo de dos manzanas. Después cruzó California Street y se dirigió al edificio Coronet. Todavía no eran las nueve y media.

El ansia con que Brigid O'Shaughnessy recibió a Spade indicaba que no había estado muy segura de su regreso. Se había puesto un vestido de satén de un tono azul que aquella temporada recibía el nombre de Artoise, con tirantes de color calcedonia, mientras que medias y zapatos eran también en tono Artoise.

El salón rojo y crema había sido ordenado y animado con flores colocadas en jarrones bajos de cerámica negra y plata. Tres tronquitos de corteza áspera ardían en la chimenea. Spade se quedó mirándolos mientras ella le guardaba el sombrero y el abrigo.

—¿Me trae buenas noticias? —le preguntó al regresar al salón. Su sonrisa traslucía ansiedad mientras contenía el aliento.

—No tendremos que hacer público nada que no se sepa ya.

—¿La policía no tendrá que saber nada de mí?

—No. —Suspiró feliz y se sentó en el sofá de nogal. Relajó el rostro y el cuerpo. Le dirigió una sonrisa con ojos admirados.

—¿Cómo lo ha conseguido? —le preguntó con más admiración que curiosidad.

—En San Francisco pueden comprarse, o cogerse, la mayor parte de las cosas.

—¿Y no se meterá en un lío? Siéntese, por favor —y le hizo un sitio en el sofá.

—No me importan los líos de un calibre razonable —dijo sin excesiva complacencia.

Se quedó de pie junto al fuego y la miró con unos ojos que estudiaban, sopesaban y juzgaban haciendo como que no. Ella se sonrojó levemente ante la franqueza de su escrutinio, pero daba la impresión de estar más segura que antes, aunque aquella timidez favorecedora no había abandonado sus ojos. Spade continuó de pie hasta que quedó bien claro que no pensaba hacer caso de su invitación a sentarse a su lado, y entonces se aproximó al sofá.

—Usted no es exactamente —preguntó mientras se sentaba— el tipo de persona que pretende ser, ¿verdad?

—No sé si entiendo lo que quiere decir —dijo ella con voz queda mientras le miraba confundida.

—Modales de niña de colegio —explicó él—, venga a tartamudear y a ponerse colorada.

Ella se sonrojó y repuso apresuradamente, sin mirarle:

—Ya le dije esta tarde que me había portado mal... peor de lo que se imagina.

—Eso es lo que quiero decir —dijo él—. Eso fue lo que me dijo esta tarde, con las mismas palabras, en el mismo tono. Es una parrafada que tiene ensayada.

Tras un instante en el que ella pareció estar confusa y casi al borde de las lágrimas, soltó una carcajada y dijo:

—Muy bien, señor Spade. No soy el tipo de persona que pretendo ser, en absoluto. Tengo ochenta años, soy increíblemente malvada y soy herrero de profesión. Pero si es una pose, me he educado así y no puede esperar que la abandone por completo, ¿no?

—Vale, vale, está bien —afirmó él—. Sólo que no estaría tan bien de ser usted tan inocente. Nunca llegaríamos a nada.

—No seré inocente —prometió ella con una mano sobre el corazón.

—He visto a Joel Cairo esta noche —dijo él en el tono de quien conversa amigablemente.

La alegría desapareció del rostro de Brigid O'Shaughnessy, mientras sus ojos, fijos en el perfil de Spade, reflejaron un temor creciente y luego cierta cautela. Spade había estirado las piernas y se miraba los pies, que había cruzado. Su rostro no indicaba que estuviera pensando en nada.

Se produjo una larga pausa antes de que ella preguntara, inquieta:

—¿Le... le conoce?

—Le he visto esta noche —Spade no levantó la mirada y prosiguió con su tono informal—: Iba a ver a George Arliss.

—¿Quiere decir que ha hablado con él?

—Un par de minutos, hasta que sonó el timbre.

Ella se levantó del sofá y se acercó a la chimenea para avivar el fuego. Cambió ligeramente de posición un adorno de la repisa de la chimenea, atravesó la habitación para coger una caja de cigarrillos de una mesa que había en un rincón, alisó una cortina y regresó a su sitio. Tenía el rostro suavizado y exento de preocupación.

Spade sonrió de lado hacia donde estaba ella y dijo:

—Lo hace bien. Lo hace muy bien.

La expresión de Brigid O'Shaughnessy no se alteró. Preguntó quedamente:

—¿Y qué dijo?

—¿Sobre qué? —Ella vaciló.

—Sobre mí.

—Nada —Spade se giró para mantener el mechero bajo el cigarrillo que ella sostenía. A él le brillaban los ojos en su rostro de satán petrificado.

—Venga, ¿qué dijo? —preguntó ella irritada pero medio en broma.

—Me ofreció cinco mil dólares por el pájaro negro.

Ella dio un respingo, mordió el cigarrillo y sus ojos, después de una mirada brevísima de alarma, dejaron de mirar a Spade.

—¿No irá a avivar el fuego y a reorganizar la habitación otra vez, eh? —preguntó él perezosamente.

Ella soltó una carcajada alegre y franca, dejó caer el cigarrillo aplastado en un cenicero y le miró con ojos alegres.

—No —prometió—. Y usted, ¿qué dijo?

—Que cinco mil dólares es mucho dinero.

Ella sonrió, pero cuando, en lugar de sonreír a su vez, él la miró seriamente, la sonrisa se le fue desdibujando, confundida, hasta desvanecerse de pronto. En su lugar apareció una mirada herida y perpleja.

—No lo estará pensando en serio —dijo.

—¿Por qué no? Cinco mil dólares es mucho dinero.

—Pero señor Spade, usted prometió ayudarme —le había puesto las manos en el brazo—. Yo me fié de usted. No puede usted... —se interrumpió, apartó las manos de la manga y las entrelazó.

Spade sonrió con amabilidad mirando directamente aquellos ojos compungidos.

—Más vale que no intentemos averiguar cuánto se ha fiado de mí —repuso—. Prometí ayudarla, desde luego, pero usted no dijo nada de pájaros negros.

—Pero usted no debía saberlo porque... porque de lo contrario me lo habría mencionado. Y ahora lo sabe. No me... no puede usted tratarme así —tenía los ojos como dos plegarias azul cobalto.

—Cinco mil dólares —dijo él por tercera vez— es mucho dinero.

Ella se encogió de hombros y levantó las manos para dejarlas caer en un gesto de aceptación de la derrota.

—Lo es —concedió en voz baja y apagada—. Es mucho más de lo que yo podría ofrecerle, si es que tuviera que pujar por su lealtad.

Spade rió. Una risa breve y algo amarga.

—Viniendo de usted —dijo— eso está bien. Porque, aparte de dinero, ¿qué me ha dado usted? ¿Me ha dado algo de confianza, de verdad, me ha prestado alguna ayuda para poder ayudarla? ¿Es que no ha intentado comprar mi lealtad con dinero y nada más? Pues ahí lo tiene: si tengo que ir ofreciendo mi mercancía de puerta en puerta, ¿por qué no puedo vender al mejor postor?

—Le he dado todo el dinero que tengo —las lágrimas brillaban en sus ojos orlados de blanco. Tenía la voz áspera, vibrante—. Me he puesto en manos de su compasión, le he dicho que sin su ayuda me encuentro completamente perdida. ¿Qué más puede haber? —súbitamente se le acercó y le gritó—: ¿Puedo comprarle con mi cuerpo?

Sus rostros estaban a muy pocos centímetros uno del otro. Spade le cogió la cara con ambas manos y la besó en la boca violenta y desdeñosamente. Luego se echó hacia atrás y dijo:

—Lo pensaré —tenía el rostro duro y enfurecido.

Ella no movió su rostro petrificado de donde sus manos lo habían dejado.

Spade se levantó y dijo:

—¡Dios! Esto no tiene sentido —dio dos pasos hacia la chimenea y se detuvo, observando furioso los tronquitos que ardían y rechinando los dientes.

Ella no se movió.

Spade se volvió hacia ella. Las dos arrugas verticales que tenía encima de la nariz eran dos profundos desfiladeros entre rojos verdugones.

—Me importa un comino su honradez —le dijo tratando de hablar con calma—. No me importa qué trucos tenga preparados, ni qué secretos tenga, pero yo necesito algo que me demuestre que sabe usted lo que está haciendo.

—Sé lo que estoy haciendo. Por favor, créame que lo sé y que es para bien, y que...

—Demuéstremelo —le ordenó—. Estoy deseando ayudarla. Ya he hecho todo lo posible. Si hace falta, seguiré a ciegas, pero no puedo hacerlo si no confío en usted más de lo que confío ahora. Tiene que convencerme de que usted sabe de qué va esto, de que usted no está sencillamente dando vueltas a la buena de Dios a la espera de que al final salga algo.

—¿No puede confiar un poco más?

—¿Cuánto es un poco? ¿A qué está esperando?

Se mordió un labio y bajó la mirada.

—Debo hablar con Joel Cairo —dijo casi inaudiblemente.

—Puede verle esta misma noche —dijo Spade consultando su reloj—. La función termina dentro de un rato. Podemos llamarle por teléfono al hotel.

Ella levantó la vista, alarmada.

—Pero no puede venir aquí. No quiero que sepa dónde estoy. Me da miedo.

—En mi casa —sugirió Spade.

Ella dudó, cerró los labios y luego preguntó:

—¿Cree usted que iría?

Spade asintió.

—De acuerdo —exclamó ella, levantándose de un salto, con los ojos brillantes y bien abiertos—. ¿Nos vamos?

Entró en la habitación contigua. Spade se acercó a la mesa del rincón y, silenciosamente, abrió el cajón. Allí había un par de paquetes de naipes, un cuadernillo para anotar puntos de bridge, un tornillo de bronce, un trozo de cordel rojo, un lápiz de oro. Había cerrado el cajón y estaba encendiendo un cigarrillo cuando ella regresó llevando un sombrerito oscuro y un abrigo de cabritilla gris, además del sombrero y el abrigo de Spade.

El taxi aparcó detrás de un sedán oscuro que estaba justamente enfrente del portal de Spade. Al volante, sola, estaba Iva Archer. Spade se quitó el sombrero al pasar a guisa de saludo y entró en el portal con Brigid O'Shaughnessy. Ya en el vestíbulo, se detuvo un momento al lado de uno de los bancos y le dijo:

—¿No le importa esperar aquí un momento? No tardaré.

—De acuerdo —repuso Brigid O'Shaughnessy, sentándose—. No tenemos prisa.

Spade salió otra vez y se acercó al sedán. Cuando abrió la puerta del sedán, Iva habló apresuradamente:

—Tengo que hablar contigo, Sam. ¿No puedo subir? —tenía el rostro lívido y denotaba nerviosismo.

—Ahora no. —Iva apretó los dientes y preguntó con aspereza:

—¿Quién es?

—Iva, sólo tengo un minuto —dijo Spade, paciente—. ¿De qué se trata?

—¿Quién es? —repitió ella, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al portal.

Él apartó la mirada y echó un vistazo a la calle. En la esquina más próxima, delante de un garaje, un joven de veinte o veintiún años, más bajo de lo que correspondía a su edad, con gorra y abrigo grises, estaba apoyado en la pared. Spade frunció el ceño y volvió a mirar con insistencia a Iva.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo? No deberías estar aquí a estas horas de la noche.

—Estoy empezando a creerlo —se quejó ella—. Me dijiste que no debía ir a tu oficina y ahora me dices que no debería venir aquí. ¿Quieres decir que no debo perseguirte? Si es eso, ¿por qué no lo dices claramente?

—Iva, no tienes derecho a ponerte así.

—Ya sé que no. No tengo ningún derecho, por lo que parece, en relación contigo. Yo creía que sí. Creí que si decías quererme eso me daba...

Spade dijo con cansancio:

—No es hora de discutir eso, encanto. ¿Para qué querías verme?

—No puedo hablar aquí, Sam. ¿No puedo subir?

—Ahora no.

—¿Por qué yo no?

Spade no dijo nada.

Ella apretó los labios, se colocó muy derecha ante el volante y arrancó el motor, mirando fijamente al frente.

Cuando el sedán echó a andar, Spade dijo «Buenas noches, Iva», cerró la puerta y se quedó en el bordillo con el sombrero en la mano hasta que el coche desapareció de su vista.

Luego regresó al portal.

Brigid O'Shaughnessy se levantó del banco, sonriendo alegremente, y ambos subieron al apartamento de Spade.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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