III. Dinah Brand
EN el First National Bank cogí por banda a un ayudante de cajero llamado Albury, un jovencito rubio de aspecto agradable de unos veinticinco años.
—Yo conformé el cheque de Willsson —me dijo después de que yo le explicara lo que buscaba—. Estaba librado a nombre de Dinah Brand... por 5.000 dólares.
—¿Sabe quién es?
—¡Oh, claro! La conozco.
—¿Le importa contarme lo que sabe de ella?
—En absoluto. Me encantaría, pero llevo ya un retraso de ocho minutos para una reunión con...
—¿Puede cenar conmigo esta noche y contármelo entonces?
—Por mí, de acuerdo —contestó.
—¿A las siete en el Gran Hotel Western?
—Vale.
—Pues me marcho ya y le dejo con su reunión, pero antes dígame, ¿ella tiene cuenta aquí?
—Sí, y el cheque lo ha ingresado esta mañana. Lo tiene la policía.
—¿Sí? ¿Y dónde vive?
—En el 1232 de Hurricane Street.
Repliqué «Vaya, vaya», le dije «Hasta esta noche» y me marché.
Mi siguiente parada fue el despacho del comisario jefe de policía, en el Ayuntamiento.
Noonan, el comisario, era un hombre gordo con ojos verdosos y parpadeantes colocados en un rostro jovial. Cuando le conté lo que estaba haciendo en su ciudad, pareció gustarle. Me estrechó la mano y me ofreció una silla y un puro.
—Bueno —dijo una vez que nos hubimos instalado—, dígame quién lo hizo.
—Ese secreto está a buen recaudo conmigo.
—Con usted y conmigo —dijo alegremente en medio de nubes de humo—. ¿Pero cuál es su intuición?
—No se me da bien intuir nada, sobre todo cuando no conozco los hechos.
—Tampoco se tarda tanto en contarlos, tal como están las cosas —dijo—. Willsson conformó un talón por cinco de los grandes a nombre de Dinah Brand, muy poco antes de que cerrara el banco. Anoche lo asesinaron a tiros con una del 32 a menos de una manzana de casa de Dinah. La gente que oyó el tiroteo vio a un hombre y a una mujer inclinándose sobre los despojos. Hoy, de buena mañana, la susodicha Dinah Brand ingresa el susodicho cheque en el susodicho banco. ¿Bien?
—¿Quién es la tal Dinah Brand?
El comisario dejó caer la ceniza de su puro en medio del escritorio, esgrimió el puro en su mano gordezuela y dijo:
—Una oveja descarnada, como dice la gente, una buscona de lujo, una sacacuartos de primera categoría.
—¿La han acusado de algo?
—No. Primero hay que ocuparse de un par de puntos. La estamos vigilando y esperando. Esto que le he contado es confidencial.
—Ya. Ahora escuche esto —y le conté lo que había visto y oído mientras esperaba la noche anterior en casa de Donald Willsson.
Cuando terminé, el comisario frunció su boca gorda, silbó suavemente y exclamó:
—Hombre, ¡qué interesante eso que me cuenta! ¿De modo que tenía sangre en la zapatilla? ¿Y que dijo que su marido no iría a casa?
—Así me pareció —contesté a la primera pregunta, y «Sí» a la segunda.
—¿Ha hablado usted con ella desde entonces? —me preguntó.
—No. Iba hacia allá hoy por la mañana cuando un joven llamado Thaler entró en la casa antes que yo y decidí posponer mi visita.
—¡Pero qué me está diciendo! —los ojos verdosos le brillaban felices—. ¿Me está usted diciendo que Susurros estuvo allí?
—Sí.
Arrojó su puro al suelo, se puso en pie, apoyó las manos gordezuelas en el escritorio y se inclinó hacia mí, derrochando placer por todos sus poros.
—Amigo, de veras que ha conseguido algo —ronroneó—. Dinah Brand es la chica del tal Susurros. Vámonos a charlar con la viuda.
Nos bajamos del coche del comisario ante la residencia de la señora Willsson. El comisario se detuvo un segundo con un pie en el primer escalón, contemplando el crespón negro colocado encima de la campanilla. Luego dijo:
—Bueno, lo que tiene que hacerse tiene que hacerse —y subió los escalones.
La señora Willsson no estaba precisamente deseosa de vernos, pero la gente termina por recibir a un comisario de policía cuando éste insiste. Y Noonan insistió. Nos llevaron al piso de arriba, hasta la biblioteca, en la que nos esperaba sentada la viuda de Donald Willsson. Iba de negro. Sus ojos azules parecían helados.
Noonan y yo nos turnamos en murmurar nuestro pésame y luego él empezó.
—Queremos hacerle un par de preguntas. Por ejemplo: ¿adónde fue usted anoche?
Me miró desagradablemente, luego volvió a mirar al comisario, frunció el ceño y contestó con arrogancia:
—¿Puedo preguntar por qué se me interroga de este modo?
Me pregunté cuantísimas veces había oído semejante pregunta, las mismas palabras, la misma entonación, un tono tras otro, mientras el comisario, sin hacer caso, proseguía con amabilidad:
—Además, parece que usted llevaba un zapato manchado. El derecho, o quizá el izquierdo. En cualquier caso, uno u otro.
En el rostro de la mujer, un músculo del labio superior empezó a contraerse.
—¿Eso era todo? —me preguntó el comisario. Y antes de que yo pudiera contestar, chasqueó la lengua y volvió a encarar su rostro genial con el de la mujer—. Casi se me olvida. También se trata de saber cómo sabía usted que su marido no iba a volver a casa.
Se levantó, insegura, agarrándose al respaldo del sillón con una mano pálida.
—Estoy segura de que sabrán disculparme...
—Está bien —el comisario hizo un gesto benevolente con una de sus manazas carnosas—. No queremos molestarla. Sólo a dónde fue, lo del zapato y cómo sabía que no iba a volver. Y, ahora que lo pienso, hay otra cosa... lo que Thaler quería hoy por la mañana.
La señora Willsson volvió a sentarse, completamente rígida. El comisario la miraba: una sonrisa que intentaba ser tierna le hacía hoyuelos y rayas extrañas en su grueso rostro. Al cabo de un rato, cuando la tensión fue disminuyendo y fue relajando los hombros, ella bajó la barbilla y la espalda se convirtió en una curva.
Coloqué una silla frente a ella y me senté.
—Tendrá que contárnoslo, señora Willsson —dije, con toda la comprensión que pude—. Estas cosas deben quedar explicadas.
—¿Creen que tengo algo que ocultar? —preguntó desafiante, volviendo a sentarse derecha y rígida, pronunciando cada una de sus palabras con toda precisión, salvo las eses, siempre un poco arrastradas—. Claro que salí. La mancha era de sangre. Sabía que mi marido estaba muerto. Thaler vino a verme para hablar de la muerte de mi marido. ¿Quedan contestadas sus preguntas?
—Eso ya lo sabemos —contesté—. Lo que le pedimos es que nos lo explique.
Se levantó y dijo colérica:
—Me disgustan sus modales. Me niego a someterme a...
Noonan intervino:
—Perfectamente, señora Willsson. Lo único es que tendremos que pedirle que nos acompañe a la comisaría.
Le volvió la espalda, respiró profundamente y me arrojó las palabras:
—Mientras esperábamos a Donald, me llamaron por teléfono. Era un hombre que no quiso identificarse. Dijo que Donald había ido a casa de una mujer llamada Dinah Brand con un cheque de cinco mil dólares. Me dio la dirección. Me fui hasta allí y esperé en la calle, metida en el coche, hasta que salió Donald.
»Mientras esperaba, vi a Max Thaler, a quien conocía de vista. Se acercó al portal, pero no entró. Se marchó. Luego salió Donald y echó a andar por la calle. No me vio. Y yo no quería que me viera. Mi intención era volver a casa en el coche y llegar antes que él. Acababa de arrancar el coche cuando oí los disparos y vi caer a Donald. Salí del coche corriendo y me acerqué a él. Estaba muerto. Yo estaba frenética. Entonces apareció Thaler. Me dijo que si me encontraban allí dirían que yo lo había matado. Me hizo volver corriendo al coche y regresar a casa.
Tenía lágrimas en los ojos. Y con su mirada acuosa me escrutaba para ver cómo me tomaba la historia. No dije nada. Preguntó:
—¿Es eso lo que querían?
—Prácticamente —dijo Noonan. Se había puesto a su lado—. ¿Y qué ha dicho Thaler?
—Me conminó a no decir nada —la voz se le había convertido en un hilo—. Dijo que si averiguaban que estábamos allí, sospecharían de nosotros, porque a Donald lo habían matado cuando salía de casa de la mujer después de haberle dado el dinero.
—¿De dónde salieron los disparos? —preguntó el comisario.
—No lo sé. No vi nada... salvo... caer a Donald.
—¿Los hizo Thaler?
—No —dijo rápidamente. Luego abrió los ojos y la boca. Se llevó una mano al pecho—. No lo sé. No lo creo y él me dijo que no había sido él. Yo no sé dónde estaba. No sé por qué no se me había ocurrido que podría haber sido él.
—Y ahora, ¿qué piensa? —preguntó Noonan.
—Pues... que podría haber sido.
El comisario me guiñó un ojo, en un movimiento atlético en el que tomó parte toda su musculatura facial, y hurgó un poco más:
—¿Y no sabe quién la llamó?
—No me dijo cómo se llamaba.
—¿No reconoció la voz?
—No.
—¿Cómo era la voz?
—Hablaba en voz baja, como si temiera que le oyeran. Yo no le entendía bien.
—¿Susurraba? —el comisario dejó la boca abierta al decirlo. Los ojillos verdosos destellaban ansiosos entre la grasa que los circundaba.
—Sí, era un susurro áspero.
El comisario cerró la boca con un chasquido y la volvió a abrir para decir persuasivamente:
—Usted oyó hablar a Thaler...
La mujer se sobresaltó y nos miró a los dos con ojos como platos:
—Fue él —gritó—. Fue él.
Robert Albury, el joven ayudante de cajero del First National Bank, esperaba sentado en el vestíbulo cuando regresé al Gran Hotel Western. Subimos a mi habitación, pedimos agua helada, pusimos a refrescar whisky, zumo de limón y granadina, y luego bajamos al comedor.
—Cuénteme cosas de esa dama —le dije cuando nos trajeron la sopa.
—¿No la ha visto todavía? —preguntó.
—Todavía no.
—¿Pero ha oído hablar de ella?
—Lo único que he oído es que es una experta en lo suyo.
—Lo es —concedió—. Supongo que la verá usted. Al principio se sentirá decepcionado. Luego, y sin saber cómo ni cuándo, le desaparecerá la decepción y a las primeras de cambio se descubrirá contándole su vida, sus problemas y sus ilusiones —se rió con timidez juvenil—. Y entonces le habrá atrapado, del todo.
—Gracias por la advertencia. ¿Cómo ha conseguido esa información?
Con la cuchara suspendida en el aire, sonrió avergonzado y confesó:
—La compré.
—Entonces le habrá costado mucho. He oído decir que a ella le gusta el dinero2.
—De acuerdo, le encanta el dinero, pero sea como sea a uno no le importa. Es tan mercenaria, tan absolutamente ambiciosa que no resulta desagradable. Ya lo comprenderá cuando la conozca.
—Puede. ¿Le importa contarme qué ocurrió para que se separaran?
—No, no me importa. Me lo gasté todo.
—¿Así tal cual, a palo seco?
Se sonrojó un poco. Asintió.
—Pues parece que se lo ha tomado bien —le dije.
—Otra cosa no se podía hacer —el sonrojo se le hizo más profundo y vaciló al hablar—. Ocurre que yo le debo algo por eso. Ella... se lo voy a contar. Quiero que usted conozca esta faceta suya. Yo tenía algo de dinero. Después de eso, me quedé sin nada. Tiene usted que tener presente que yo era joven y tenía la cabeza a pájaros. Después de mi dinero fue el del banco. Hice... bueno, a usted no le importa si yo hice algo o simplemente me limité a pensarlo. Fuera como fuese, lo averiguó. Yo nunca pude ocultarle nada. Y se acabó.
—¿Rompió ella?
—Sí, ¡gracias a Dios! De no haber sido por ella, lo mismo me estaría usted buscando ahora por desfalco. ¡Se lo debo a ella! —frunció el ceño con seriedad—. No diga nada de esto... ya sabe a qué me refiero. Pero quería que usted supiera que ella también tiene su lado bueno. Del malo ya oirá más que suficiente.
—A lo mejor lo tiene. O a lo mejor creyó que no sacaría lo suficiente como para compensar el riesgo de que la pescaran metida en un lío.
Lo pensó y luego negó con la cabeza.
—Puede que algo haya habido de eso, pero no es todo.
—Supongo que es de las que cobran nada más entrar.
—¿Y Dan Rolff? —preguntó.
—¿Quién es?
—Se supone que es su hermano, o su medio hermano o algo parecido. Y no lo es. Es un desgraciado... un tuberculoso. Vive con ella. Ella le mantiene. No le quiere ni nada. Sencillamente se lo encontró por ahí y se lo llevó a casa.
—¿Algo más?
—El tipo extremista ese con el que solía andar. No es muy probable que le sacaran mucho dinero.
—¿De qué extremista habla?
—Volvió aquí durante la huelga... Quint se llama.
—¿De modo que ella lo tenía en su lista?
—Se supone que esa fue la razón de que se quedara después de la huelga.
—¿De modo que sigue estando en su lista?
—No. Dinah me contó que le tenía miedo. La había amenazado de muerte.
—Parece que ha tenido a todos cogidos antes o después —comenté.
—A todos los que quería —dijo, y lo dijo con absoluta seriedad.
—¿El último fue Donald Willsson?
—No lo sé —contestó—. No he oído nunca nada de ellos y nunca he visto nada. El comisario nos pidió que buscáramos algún cheque que él hubiera podido pasarle anteriormente, pero no encontramos nada. Y nadie recordó haber visto ninguno.
—¿Quién fue su último cliente, según usted?
—Últimamente la he visto por la ciudad bastante a menudo con un tipo llamado Thaler... tiene un par de garitos de juego. Le llaman Susurros. Seguramente habrá oído hablar de él.
A las ocho y media dejé al joven Albury y me dirigí al hotel Minero de Forest Street. A media manzana del hotel me encontré con Bill Quint.
—¡Hola! —le saludé—. Precisamente iba a verte.
Se me paró de frente, me miró de arriba abajo y gruñó:
—Así que eres un sabueso.
—Mala suerte —me quejé—. Vengo hasta aquí para colgarte y resulta que te ponen sobre aviso.
—¿Qué quieres averiguar ahora? —preguntó.
—Cosas sobre Donald Willsson. Le conociste, ¿no?
—Le conocí.
—¿Mucho?
—No.
—¿Qué te parecía?
Frunció sus labios grises, produjo un silbido como el de un trapo rasgándose y dijo:
—Un piojoso liberal.
—¿Conoces a Dinah Brand? —pregunté.
—La conozco —el cuello pareció encogérsele y engruesar más que nunca.
—¿Crees que ella mató a Willsson?
—No faltaba más. Eso es una apuesta segura.
—¿Ni tú tampoco?
—Demonios, sí —replicó—, los dos juntitos. ¿Alguna pregunta más?
—Sí, pero ahorraré saliva. No haces más que mentirme.
Regresé andando a Broadway, busqué un taxi y le dije al taxista que me llevara al 1232 de Hurricane Street.