DOS

MIENTRAS subía la escalera Ned Beaumont encendió un cigarro delgado con manchas verdes. En el rellano del primer piso, donde colgaba el retrato del gobernador, se volvió hacia la parte delantera del edificio y llamó a la ancha puerta de roble que remataba el pasillo.

Abrió la puerta y entró cuando Paul Madvig dijo:

—Adelante.

Paul Madvig estaba solo, de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos del pantalón, de espaldas a la puerta, y miraba la oscura China Street a través de los visillos. Se volvió lentamente y exclamó:

—¡Ah, eres tú!

Madvig era un hombre de cuarenta y cinco años, tan alto como Ned Beaumont, pero de unos veinte kilos más, aunque no tenía ni un gramo de grasa. Su pelo era claro y se lo peinaba con raya al medio y pegado a la cabeza. Poseía un rostro apuesto de una manera rubicunda y con facciones firmes. Su ropa se salvaba de resultar chabacana por la calidad y por la prestancia con que la llevaba.

Ned Beaumont cerró la puerta y dijo:

—Préstame dinero.

Madvig sacó una abultada cartera marrón del bolsillo interior de la chaqueta.

—¿Cuánto quieres?

—Doscientos.

Madvig le entregó un billete de cien dólares, cinco de veinte y preguntó:

—¿Es a causa de los dados?

—Gracias —Ned Beaumont se guardó el dinero en el bolsillo—. Sí.

—Hace mucho que no ganas, ¿eh? —preguntó Madvig al tiempo que volvía a meterse las manos en el bolsillo del pantalón.

—No tanto, hace un mes, un mes y medio.

Madvig sonrió.

—Es mucho tiempo si se pierde.

—Para mí no.

El tono de Ned Beaumont contenía un ligero deje de irritación.

Madvig hizo chocar las monedas que llevaba en el bolsillo.

—¿Hay buen juego esta noche?

Se sentó en un ángulo de la mesa y miró sus brillantes zapatos marrones.

Ned Beaumont contempló con curiosidad al rubio, meneó la cabeza y replicó:

—Así, así.

Se acercó a la ventana. Por encima de los edificios de la acera de enfrente el cielo estaba negro y encapotado. Se situó detrás de Madvig, junto al teléfono, y marcó un número.

—Hola, Bernie, soy Ned. ¿Cuál es el precio de Peggy O'Toole? ¿Nada más? Bueno, quinientos de cada... Por supuesto... Apuesto a que lloverá y si llueve Peggy batirá a Incinerator... Está bien, en ese caso quiero mejor precio... Entendido.

Ned colgó y rodeó el escritorio para volver a situarse delante de Madvig, que preguntó:

—¿Por qué no intentas quedarte tranquilo unos días cuando tienes una racha de mala suerte?

Ned Beaumont frunció el ceño.

—Porque no sirve de nada, simplemente se contagia. Debería colocar esos mil quinientos a caballo ganador en lugar de extenderlos por el tapete. Más vale que acepte tu castigo y acabe de una buena vez.

Madvig rió entre dientes y alzó la cabeza para decir:

—Siempre que puedas aguantar.

Ned Beaumont apretó los labios y los extremos del bigote cayeron.

—Soy capaz de aguantar lo que me echen —replicó mientras avanzaba hacia la puerta.

Tenía la mano en el picaporte cuando Madvig apostilló con sinceridad:

—Ned, si a eso vamos, te creo.

Ned Beaumont se dio la vuelta e inquirió de mala gana:

—¿A qué te refieres?

Madvig desvió la mirada hacia la ventana.

—A que puedes aguantar lo que te echen.

Ned Beaumont estudió el perfil de Madvig. El rubio se agitó inquieto e hizo entrechocar otra vez las monedas que llevaba en los bolsillos. Ned puso los ojos en blanco y preguntó con tono de profundo desconcierto:

—¿Quién?

Madvig se ruborizó. Se incorporó, dio un paso hacia Ned Beaumont y repuso:

—Que te den por culo.

Ned Beaumont rió. Madvig sonrió con modestia y se enjugó el rostro con un pañuelo ribeteado en verde.

—¿Por qué no has ido a casa? —preguntó—. Anoche mamá se quejó de que hace un mes que no te ve el pelo.

—Puede que pase por tu casa alguna noche de esta semana.

—Deberías hacerlo. Sabes que mamá te tiene afecto. Ven a cenar.

Madvig guardó el pañuelo en el bolsillo.

Ned Beaumont volvió a dirigirse lentamente a la puerta y observó al rubio por el rabillo del ojo. Cogió el picaporte y preguntó:

—¿Para qué querías verme?

Madvig frunció el entrecejo.

—Sí, es verdad... —carraspeó—. Bueno, verás..., ha surgido otra cosa —de repente desapareció su timidez y se mostró aparentemente tranquilo y seguro de sí mismo—. Sabes más que yo de estas cosas. El jueves es el cumpleaños de la señorita Henry. ¿Qué crees que debo regalarle?

Ned Beaumont apartó la mano del picaporte. Cuando volvió a mirar cara a cara a Madvig, su mirada había perdido la expresión de sorpresa. Exhaló el humo del cigarro y preguntó:

—Están organizando una fiesta de cumpleaños, ¿no?

—Sí.

—¿Te han invitado?

Madvig negó con la cabeza.

—Pero mañana iré a cenar a su casa.

Ned Beaumont contempló el cigarro, volvió a mirar a Madvig y preguntó:

—Paul, ¿pensáis apoyar al senador?

—Es probable.

Ned Beaumont sonrió levemente y planteó la siguiente pregunta con tono afable:

—¿Por qué?

Madvig sonrió.

—Porque con nuestro respaldo arrollará a Roan y con su ayuda conseguiremos la elección de todos los candidatos como si no tuviéramos adversarios.

Ned Beaumont se llevó el cigarro a los labios y preguntó, todavía con tono afable:

—Sin tu ayuda —hizo hincapié en el «tu»—, ¿es posible que el senador gane esta vez?

—Sin mi ayuda no tiene la menor posibilidad —afirmó Madvig con absoluta convicción.

Después de una breve pausa, Ned Beaumont inquirió:

—¿Lo sabe el senador?

—Debería saberlo mejor que nadie. Y si no se ha enterado... ¿Qué coño te pasa?

Ned Beaumont rió irónicamente.

—Si no lo supiera tú no irías mañana a cenar a su casa.

Madvig frunció el ceño y repitió la pregunta:

—¿Qué coño te pasa?

Ned Beaumont se quitó el cigarro de la boca. Lo había hecho trizas con los dientes.

—No me pasa nada —adoptó una expresión pensativa—. ¿Crees que el resto de la candidatura necesita su apoyo?

—Todos los candidatos de la lista necesitan su apoyo —dijo Madvig al desgaire—, aunque creo que podríamos salir adelante sin él.

—¿Le has hecho alguna promesa?

Madvig apretó los labios.

—Todo está prácticamente atado y bien atado.

Ned Beaumont bajó la cabeza y contempló al hombre rubio a través de las cejas. Había palidecido.

—Paul, deshazte de él —dijo en voz baja y ronca—. Húndelo.

Madvig puso los brazos en jarras y exclamó suave e incrédulo:

—¡Que me cuelguen!

Ned Beaumont cruzó por delante de Madvig y sus dedos delgados y temblorosos aplastaron la colilla del cigarro en el cenicero de cobre batido que reposaba en el escritorio.

Madvig clavó la vista en la espalda del hombre más joven hasta que éste se irguió y se dio la vuelta. El rubio le sonrió con afecto y exasperación.

—Ned, ¿qué carajo te pasa? —se quejó—. Hasta ahora no tenías ningún resquemor y de improviso montas un cisco. ¡Te aseguro que no te entiendo!

Ned Beaumont esbozó una mueca de disgusto.

—Tienes razón, olvídalo. —Volvió inmediatamente a la carga con otra pregunta cargada de escepticismo—: ¿Crees que jugará limpio contigo en cuanto lo reelijan?

Madvig ni se inmutó.

—Sabré manejarlo.

—Es posible, pero no olvides que nunca en su vida le han ganado.

Madvig asintió con la cabeza para poner de manifiesto que coincidía totalmente.

—Tienes razón. Es uno de los mejores motivos para ponerme de su parte.

—No, Paul, no es así —aseguró Ned Beaumont sinceramente—. Es el peor motivo para apoyarlo. Piénsatelo aunque te dé dolor de cabeza. ¿Hasta qué punto estás colado por su hija rubia y despampanante?

—Voy a casarme con la señorita Henry —dijo Madvig.

Ned Beaumont frunció los labios como si fuera a silbar, pero no emitió sonido alguno. Entrecerró los ojos y preguntó:

—¿Forma parte del trato?

Madvig sonrió como un crío y repuso:

—De momento nadie lo sabe, salvo tú y yo.

Las delgadas mejillas de Ned Beaumont se tiñeron de rojo. Esbozó su mejor sonrisa y añadió:

—Puedes confiar en que no andaré por ahí jactándome de que lo sé. Te daré un consejo. Si eso es lo que quieres, ocúpate de que lo pongan por escrito y se comprometan ante notario y que depositen una fianza en dinero contante y sonante o, mejor aún, insiste en que la boda se celebre antes de las elecciones. Al menos así estarás seguro de que te quedarás con su cuerpito serrano y de que no te la juegan.

Madvig pasó el peso del cuerpo de un pie a otro y eludió la mirada de Ned Beaumont al tiempo que apostillaba:

—No entiendo por qué hablas del senador como si fuera un ladrón. Es un caballero y...

—¡Por supuesto! Si hasta lo leí en el Post..., es uno de los pocos aristócratas que se dedican a la política en este país. Y su hija también es de sangre azul. Por eso te aconsejo que te cosas la camisa cuando vayas a verlos. De lo contrario, saldrás sin camisa porque para ellos eres un ser inferior y las reglas del juego no se aplican.

—Ay, Ned, no seas tan derrotista... —empezó a decir Madvig, y suspiró.

Ned Beaumont se acordó de algo. Su mirada se encendió maliciosa y dijo:

—Más vale que no olvidemos que el joven Taylor Henry también es aristócrata, razón por la cual probablemente te ocupaste de que Opal dejara de tontear con él. ¿Cómo lo resolverás cuando te cases con su hermana y Taylor se convierta en tío político, o lo que sea, de tu hija? ¿Tu boda le dará derecho a volver a tontear con ella?

Madvig bostezó.

—Ned, me has entendido mal. No te he preguntado nada de esto. Sólo te pedí que me dijeras qué clase de regalo debo hacerle a la señorita Henry.

El rostro de Ned Beaumont perdió su vivacidad y se convirtió en una máscara ligeramente hosca.

—¿Hasta dónde has llegado con ella? —preguntó con un tono que no manifestaba lo que pasaba por su cabeza.

—No he llegado a ninguna parte. He ido unas seis veces a la casa parar hablar con el senador. A veces la veo y otras no, pero si hay gente delante sólo le pregunto cómo está o algo por el estilo. Ya me entiendes, sabes que todavía no he tenido la oportunidad de hablar con ella.

La diversión iluminó fugazmente la mirada de Ned Beaumont, pero se esfumó. Se acomodó un extremo del bigote con la uña del pulgar y preguntó:

—¿Mañana es tu primera cena en casa del senador?

—Sí, pero espero que no sea la última.

—¿Te han invitado a la fiesta de cumpleaños?

—No —Madvig titubeó—. Todavía no.

—Entonces mi respuesta no te gustará.

La expresión de Madvig era impenetrable cuando preguntó:

—¿Cuál es tu respuesta?

—No le regales nada.

—¡Ned, cuántas chorradas dices!

Ned Beaumont se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras, pero ya sabes qué opino.

—¿A qué se debe tu respuesta?

—No tiene sentido hacer regalos a menos que estés seguro de que a la persona que va a recibirlos le apetece recibir un obsequio de tu parte.

—Pero a todo el mundo le agrada...

—Es posible, pero se trata de algo más profundo. Cuando regalas algo a alguien, estás expresando públicamente que sabes que le gustaría tener lo que le das...

—Ya veo a qué apuntas... —reconoció Madvig. Se rascó el mentón con los dedos de la mano derecha, frunció el ceño y dijo—: Sospecho que tienes razón —su expresión se despejó—. Pero no estoy dispuesto a desaprovechar esta oportunidad.

—En ese caso, un ramo de flores o cualquier cosa parecida sería lo más adecuado —se apresuró a decir Ned Beaumont.

—¿Flores? ¡Por favor! Había pensado en...

—No me lo cuentes, querías regalarle un dos plazas o dos metros de perlas. Ya podrás hacerlo más adelante. Empieza modestamente... que ya tendrás tiempo de ser magnánimo.

Madvig torció el gesto.

—Ned, me parece que tienes razón. De estos asuntos entiendes más que yo. Pues le regalaré flores.

—Y que el ramo no sea demasiado pretencioso. —Ned Beaumont añadió sin detenerse a aspirar aire—: Walt Ivans anda por ahí diciendo que deberías poner en libertad a su hermano.

Madvig se estiró el chaleco.

—Más vale que todos le digan que Tim permanecerá entre rejas hasta después de las elecciones.

—¿Permitirás que lo juzguen?

—Lo permitiré —repuso Madvig. Añadió acalorado—: Ned, sabes perfectamente que no puedo impedirlo. Con todos a punto para la reelección y los clubes de mujeres jodiendo la marrana, sería un suicidio arreglar el caso de Tim.

Ned Beaumont sonrió torcidamente al rubio y arrastró la voz:

—No estábamos tan preocupados por los clubes de mujeres antes de unirnos a los pijos.

—Pues ahora lo estamos —replicó Madvig con mirada sombría.

—La esposa de Tim dará a luz el mes que viene —añadió Ned Beaumont.

Madvig expulsó aire con impaciencia.

—Hacen lo que sea para complicar las cosas —se lamentó—. ¿Por qué no piensan en todo eso antes de meterse en líos? Ninguno tiene dos dedos de frente.

—Pero tienen votos.

—Ésa es la putada —despotricó Madvig. Durante unos segundos miró el suelo cabreado y luego levantó la cabeza—. Nos ocuparemos de Tim en cuanto se haga el escrutinio, pero hasta entonces no hay nada que hacer.

—A los muchachos no les gustará nada —opinó Ned Beaumont y miró al rubio de soslayo—. Tengan o no dos dedos de frente, están acostumbrados a que los cuiden.

Madvig estiró ligeramente el mentón. Clavó sus ojos redondos y de un azul opaco en los de Ned Beaumont y preguntó en voz baja:

—¿Qué me dices?

Ned Beaumont sonrió y replicó prosaicamente:

—Sabes que no harán falta muchos episodios como éste para que empiecen a decir que todo era distinto antes de que aunaras fuerzas con el senador.

—¿De veras?

Ned Beaumont se mantuvo en sus trece y no perdió el tipo ni la sonrisa.

—Sabes que basta cualquier menudencia para que empiecen a decir que Shad O'Rory todavía se ocupa de sus muchachos.

Madvig, que había escuchado con una actitud de atención absoluta, añadió con tono deliberadamente apagado:

—Ned, sé que tú no los llevarás a hablar de esa manera y sé que puedo contar con que harás lo que esté en tus manos para poner fin a ese tipo de comentarios que oigas por casualidad.

Permanecieron en silencio unos instantes, se miraron a los ojos y ninguno de los dos alteró la expresión. Ned Beaumont quebró el silencio cuando dijo:

—Tal vez sea conveniente que nos ocupemos de la esposa de Tim y de su hijo.

—No es mala idea —Madvig relajó el mentón y sus ojos perdieron la opacidad—. ¿Te ocuparás personalmente? Dales lo que haga falta.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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