CUATRO
HACÍA rato que había pasado la medianoche cuando Ned Beaumont salió de comisaría. Se despidió de los dos cronistas que salieron a la calle con él y tomó un taxi. Dio al chófer las señas de Paul Madvig.
Las luces de la planta baja de la casa de Madvig estaban encendidas y la señora Madvig abrió la puerta mientras Ned Beaumont subía la escalinata. La mujer vestía de negro y se cubría los hombros con un chal.
—Hola, mamá —la saludó Ned—. ¿Qué hace levantada a estas horas?
—Creí que eras Paul —replicó la mujer, pero no lo miró desilusionada.
—¿Paul no está en casa? Tengo que verlo —Ned la miró atentamente—. ¿Qué pasa?
La anciana retrocedió y arrastró la puerta.
—Entra, Ned —Beaumont obedeció. La señora Madvig cerró la puerta y añadió—: Opal ha intentado suicidarse.
Ned bajó la mirada y murmuró:
—¿Cómo? ¿De qué habla?
—Se hirió la muñeca antes de que la enfermera pudiese impedírselo. De todos modos, no perdió mucha sangre y pronto estará bien si no vuelve a intentarlo.
La expresión oral de la anciana era tan firme como su semblante.
La voz de Ned no sonó tan segura cuando preguntó:
—¿Dónde está Paul?
—No lo sé. No pudimos dar con él. Hace rato que debería haber vuelto. No sé dónde está —apoyó una mano huesuda en el brazo de Ned Beaumont y sólo entonces le tembló la voz—; ¿Os habéis..., Paul y tú os habéis...? —la mujer calló y le apretó el brazo.
Ned Beaumont negó con la cabeza.
—No hay nada que hacer.
—Ay, Ned, ¿no puedes arreglarlo de alguna manera? Paul y tú... —la señora Madvig volvió a interrumpirse.
Ned levantó la cabeza y la miró. Tenía los ojos húmedos. Dijo en voz baja:
—Pues no, mamá, no hay nada que hacer. ¿Paul le dio alguna explicación?
—Cuando le dije que te había telefoneado porque en casa estaba ese delegado del fiscal del distrito, Paul me dijo que nunca más volviera a hacer algo semejante, que vosotros... que habíais dejado de ser amigos.
Ned Beaumont carraspeó.
—Mamá, le agradecería que le diga a Paul que he venido a verlo. Dígale que estaré en casa y que lo estaré esperando, que lo esperaré toda la noche —Ned volvió a carraspear y apostilló con poca convicción—. Dígaselo.
La señora Madvig apoyó sus manos huesudas en los hombros de Beaumont.
—Ned, eres un buen chico. No quiero que Paul y tú os enemistéis. Al margen de lo que haya pasado entre vosotros, eres el mejor amigo que ha tenido. ¿Qué ocurrió? ¿Tiene que ver con Janet...?
—Pregúnteselo a Paul —respondió en voz baja y con amargura. Meneó impaciente la cabeza—. Mamá, me voy corriendo a menos que pueda hacer algo por usted o por Opal. ¿Puedo ayudar en algo?
—No, a no ser que quieras subir a verla. Aún no se ha dormido y tal vez le haga bien que hables con ella. Suele escucharte.
Ned Beaumont negó con la cabeza.
—No, creo que Opal tampoco quiere verme —reconoció Ned y tragó saliva.