DOS
PAUL Madvig y Ned Beaumont se despidieron de los Henry a las diez y media y partieron en el sedán marrón que Madvig condujo por Charles Street. Un par de manzanas más abajo Madvig respiró satisfecho y comentó:
—Ned, no te imaginas cuánto me alegra que Janet y tú congeniéis tanto.
Ned Beaumont miró de soslayo al rubio y dijo:
—Yo me entiendo con todo el mundo.
Madvig rió entre dientes y agregó con ironía:
—¡Sí, ya lo creo!
Los labios de Ned Beaumont se curvaron en una ligera sonrisa íntima.
—Mañana quiero hablar contigo de un asunto. ¿Dónde estarás a media tarde?
Madvig giró en China Street.
—En el despacho. Es primero de mes. ¿Por qué no hablamos ahora? La noche todavía es joven.
—Porque ahora no lo sé todo. ¿Cómo está Opal?
—Está bien —respondió Madvig sombrío—. ¡Por Dios, ojalá pudiera cabrearme con ella! Todo sería más fácil —pasaron junto a una farola y Madvig espetó—: Al menos no está preñada.
Ned Beaumont no hizo el menor comentario y se mantuvo impertérrito.
Madvig redujo la velocidad cuando estuvieron cerca del Log Cabin Club. Estaba rojo como un tomate. Preguntó roncamente:
—Ned, ¿a ti qué te parece? ¿Eran amantes o no fue más que un juego de críos? —carraspeó ruidosamente.
—Paul, no lo sé ni me interesa, pero será mejor que no se lo preguntes.
Madvig paró el sedán y permaneció unos segundos al volante, mirando hacia adelante. Volvió a carraspear y añadió con voz baja y grave:
—Ned, no eres el peor tío del mundo.
—Me lo suponía —coincidió Ned mientras se apeaban del sedán.
Entraron en el club y, como quien no quiere la cosa, se separaron bajo el retrato del gobernador, al pie de la escalera que conducía al primer piso.
Ned Beaumont se dirigió al pequeño cuarto de la parte trasera, donde cinco individuos jugaban al póquer y otros tres los miraban. Los jugadores le hicieron sitio en la mesa y a las tres de la mañana, cuando acabó la partida, Ned Beaumont había ganado cerca de cuatrocientos dólares.